Cumpliendo una Promesa

lunes, 7 de marzo de 2011

Las ilusiones de la adolescencia…
La psiquiatra Cecilia Antúnez era una mujer moderna, independiente y autosuficiente. A sus casi treinta años, su vida estaba totalmente organizada, tal cual lo había soñado en su adolescencia. Tenía un trabajo maravilloso y un hermoso departamento propio, aunque había un sueño que todavía no había logrado: tener un hijo.
…a veces se convierten en realidad.
Se reencontró con su mejor amigo de la adolescencia, el doctor Roberto Almirón, luego de años sin verse, y coincidió con la ruptura de su pareja estable de ese momento. Ella estaba libre, él también… y habían hecho un pacto hacía quince años, era el momento ideal para cumplirlo, y Roberto seguía siendo el candidato perfecto.
¿Las promesas deben ser cumplidas?
Dentro de sus organizadas agendas, ninguno de los dos previó el torbellino de emociones que su encuentro acarrearía, ni las consecuencias de sus acciones, pero definitivamente disfrutaron del proceso… ahora solo les quedaba aceptar que no todo en la vida podía controlarse, y que a veces el amor llega previo aviso.

OTRO ARGUMENTO:
Metas a corto plazo:
Tener el mejor bronceado de la clase.
Pasar matemáticas… ¡lo odio!
Conseguir que LM me invite a la prom.
Metas a largo plazo:
Convertirme en psiquiatra.
Comprar mi propio departamento con consultorio privado.
Tener un hijo… sin marido.


La psiquiatra Cecilia Antúnez tenía una vida perfectamente organizada, exactamente como la había soñado. Había cumplido todas las metas que se había propuesto, menos una, y no se estaba haciendo precisamente más joven.
Vio la oportunidad perfecta de tachar el último punto de su lista al reencontrarse con su amigo de la infancia Roberto Almirón, quien se había convertido en un respetable médico.
Hacía quince años él le había hecho una promesa… y las promesas debían ser cumplidas… ¿podría su amistad sobrevivir a la desmedida pasión que se desató entre ellos en las románticas playas del este donde llevaron a cabo su misión?

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Envidia - Capítulo 01

Un par de medias de seda, unas ligas muy sugerentes, una falda escandalosamente pegada a cada una de las curvas de su trasero hasta la mitad del muslo, un top de lycra ajustado a los voluptuosos senos sin sostén, todo el conjunto en negro, completado por una blusa de gasa transparente, larga hasta casi el final de la falda y abierta al frente.
Eso fue lo que vio Amanda Taylor cuando se miró al espejo de cuerpo entero que tenía en su vestidor al terminar de arreglarse.
No puedo hacerlo, pensó asustada. Sí, sí que puedo, cambió de opinión.
Giró la cintura y observó su trasero.
¡Santo cielos! Es enorme. Ningún hombre querrá acercarse ni a dos metros por miedo a rebotar contra este par de pelotas de playa que tengo. Se dio la vuelta y apartó las solapas de la camisa abierta, tomó la copa de sus senos con las manos y los levantó. Bueno, por lo menos esto sí les gusta a la mayoría. Apoyó las manos en la cintura y con los dedos apretó la carne casi expuesta.
Se sentó en una butaca dentro del vestidor y escondió la cara entre las manos.
Necesito perder al menos diez kilos para que alguien llegue a interesarse en mí, pensó.
Ensimismada en sus pensamientos, y compadeciéndose de sí misma, se sobresaltó cuando escuchó el timbre. Entró en pánico.
Un, dos, tres, suspiro.
Ya no hay vuelta atrás, están aquí. Caminó tranquila y con pasos cautelosos sobre sus nuevos zapatos negros, diseño exclusivo de Ricky Sarkany , con plataforma, como si ya no fuera lo suficientemente alta. Llegó a la puerta, observó por la mirilla y abrió.
—¡Guau, Amanda! —Gritó Rachel Stanley, su vecina y amiga—. Estás fabulosa, querida. Valieron la pena las compras de hoy.
Miguel Ángel Gill, un adorable treintañero, que poco y nada servía para los fines que tenía esta noche, ya que era un desinhibido y asumido gay, se quedó embobado mirándola y dijo:
—¡No puedo cre-er-lo! Estás infartante… ¿Realmente eres tú? —Dio vueltas alrededor de ella, en actitud especulativa—. ¿Te comiste a mi gordi, dónde está ella?
Amanda rió a carcajadas.
—No seas exagerado, Miguelo —contestó—. ¿Te estás burlando de mí, no?
—Cariño, nunca fui más sincero en mi vida. Pareces una diosa.
—Una enorme diosa con rollos —dijo frunciendo el ceño—. Bueno, ustedes también están espléndidos, así que manos a la obra. Llévenme a ese lugar del que tanto me hablaron, antes que me arrepienta de mi decisión de acompañarlos.
Amanda se adelantó y contorneando las caderas se dirigió hacia el ascensor. Ambos se quedaron rezagados mirándola caminar. Era asombrosa la transformación.
Si bien Amanda era una mujer simpática, amable, una ejecutiva de renombre con quien se podía conversar de cualquier tema, no era especialmente dedicada a su aspecto físico. Tenía un precioso rostro y grandes ojos verdes, aunque escondidos detrás de unas espantosas gafas. Normalmente vestía chaquetas largas con faldas o pantalones que ocultaban su cuerpo, siempre en colores neutros, de modo de no llamar la atención. Su largo pelo color caoba, lleno de rizos descontrolados, lo llevaba siempre en un rodete ajustado o una trenza. No usaba maquillaje y debido a su altura, sus zapatos siempre eran mocasines bajos.
¿Por qué estaba haciendo esto?
Había triunfado en todos los aspectos de su vida, menos en lo personal. Le gustaban los retos en el plano profesional, pero en su vida privada siempre había sido muy predecible. Estaba cansada de ser la "Fría señorita Taylor". Quería probar sus alas, aunque todavía no estaba preparada para hacerlo a la luz del sol, así que había optado por empezar cambiando sus hábitos nocturnos, y solo en compañía de sus dos vecinos y grandes amigos: Rachel y Miguelo.
Ni siquiera le había contado sus planes a Evelyn, su mejor amiga de la niñez y compañera de trabajo. No estaba preparada para confrontarla todavía, ella era demasiado perfecta y sofisticada, temía que se burlara de su recién estrenada audacia.
Tomaron un taxi, y en un cuarto de hora estuvieron frente al famoso local nocturno "Coyote's".
Amanda se estremeció al llegar. Se quedó parada frente al local viendo la tremenda fila que había para ingresar.
—¡Santo cielo, chicos! ¿Cómo haremos para entrar?
—Déjenmelo a mí, vampiresas, —dijo Miguelo aproximándose al guardia de seguridad. Lo saludó efusivamente y le habló al oído. Inmediatamente, el portero levantó la cuerda para que pudieran entrar.
Amanda y Rachel se miraron sorprendidas.
Miguelo hizo una reverencia y les cedió el paso, aproximándose luego detrás de ambas y abrazándolas.
—Mi nueva conquista —les dijo en un susurro.
—Sí, Miguelaaa —le contestaron al unísono.
Ambas rieron. La noche pintaba divertida.
Y realmente Amanda la estaba pasando muy bien. No sabía qué era exactamente lo que buscaba esa noche, pero para ser su primera salida a un lugar como aquel en mucho tiempo, se estaba divirtiendo. Bailaban entre los tres, o con otras personas, se hacían bromas y bebían… la verdad era que estaban bebiendo más de la cuenta.
Amanda se sentía desinhibida, libre. Contorneaba sus caderas y agitaba sus manos al ritmo de la frenética música, cómo si lo hubiera hecho todas las noches de su vida. Su alborotado cabello se mecía al mismo tiempo que su cuerpo, y reía… como hacía mucho no lo hacía.
—Muero de sed, voy a la barra ¿Quieren algo? —preguntó Amanda a gritos.
Ambos levantaron sus bebidas a medio terminar como respuesta y siguieron bailando.
Amanda se acercó a la barra y pidió un daiquiri de limón. El cantinero le guiñó un ojo y ella sonrió, se sentó con las piernas cruzadas en una butaca que increíblemente había quedado vacía en la abarrotada barra y esperó. Hurgó dentro del pequeño bolso que tenía colgado en diagonal a su pecho y sacó un paquete de cigarrillos.
Milagrosamente, se prendió fuego frente a ella.
—No deberías fumar —susurró una voz seductora y varonil detrás de ella, casi en su oído. Era la voz del dueño de la mano que sostenía el impecable Zippo  plateado encendido con incrustaciones del logo de Harley-Davidson , frente a ella.
No se dio vuelta. No quería desilusionarse tan rápido. Su voz era maravillosa. Le seguiría el juego un rato, al fin y al cabo para eso estaba ahí. Para probar sus alas.
—Si tus intenciones son las de seducirme esta noche, motoqueiro  misterioso, empezaste con el pie izquierdo. —Prendió su cigarrillo con el fuego que le ofreció—. No acepto sugerencias de nadie.
—¿Estás segura, gatita? Tu cuerpo contorneándose me dio otras señales esta noche.
Él cerró el Zippo con un rápido movimiento de la muñeca y lo guardó. Ella volteó la cara sólo un poco. Seguía sin mirarlo directamente, pero podía sentir su aliento en la mejilla.
—¿Sí? ¿Cómo cuales? —respondió dándole una pitada al cigarrillo.
—Como que te encantaría que alguien te ayudara a mover esas hermosas caderas al ritmo de una música más sensual. ¿Me equivoco? Nunca pude resistirme a un cuerpo como el tuyo, voluptuoso y lleno de curvas.
—¿Estuviste observándome? —No podía creer lo que estaba ocurriendo. Pero definitivamente esa voz estaba haciendo maravillas en su oreja.
—Toda la noche desde que llegaste. ¿Bailamos?
Ella giró el taburete y lo miró por fin.
Casi se desmaya. A pesar del tiempo transcurrido, lo reconoció ¡Era él! Christian Ostertag.
Ya no pudo pensar en nada más, él tomó el mando de la situación. Aceptó el daiquiri que el cantinero le acercó, lo pagó, entrelazó sus dedos con los de ella, y la arrastró hasta la pista de baile.
Allí no podían hablar, aunque quisieran. Amanda ni siquiera hubiera podido hacerlo, estaba conmocionada.
Era… ¡Christian!
Ella le arrancó la bebida de la mano y se la tomó casi de un trago, lo necesitaba. Él posó la copa vacía sobre el parlante, le sacó el cigarrillo de la otra mano, lo tiró al suelo, pisándolo y se acercó a ella.
Un paso, y la atrajo hacia su cuerpo; otro paso, y las manos se posaron en su cintura como si estuvieran hechas a medida para encajar con sus curvas; tres pasos, y su muslo se deslizó entre los de ella. Aquellos puntos de contacto la centraron, la mantuvieron anclada.
El ritmo latino iba acompasado con el latido que retumbaba en la boca de su estómago, en la garganta, en las muñecas, en la entrepierna. El gentío se movía alrededor de ellos como océano contra las rocas, se dividía y retrocedía antes de rodearlos de nuevo, y los presionó aún más cuando empezó otra canción y la pista de baile se llenó más.
Se movieron al unísono, y la mano de ella se deslizó por el hombro hasta llegar a su nuca. Su pelo oscuro le hizo cosquillas en los nudillos, y el calor de su mano pareció quemarle a través del top. Su estómago se inundó de calor mientras se restregaba contra su entrepierna.
Hacía mucho que no bailaba con nadie así, y una eternidad desde la última vez que había sentido las caricias de las manos de un hombre, que había visto su propio deseo reflejado en los ojos de otra persona. Se quedó sin aliento, y se humedeció los labios con la lengua. Él siguió el movimiento con la atención de un gato que está a la caza de un ratón.
Alzó la mano hasta su pelo, y le instó a que echara la cabeza hacia atrás. Cuando deslizó los labios por su cuello desnudo, Amanda soltó un jadeo. La acercó más hacia su cuerpo, y ella se rindió a sus deseos.
Los cuerpos que los rodeaban hicieron que se apretaran más. El sudor le caía por la espalda, y a él le perlaba la frente. Todo se había convertido en calor y en ritmo.
Al notar que su erección presionaba contra su vientre, Amanda abrió la boca ligeramente en una reacción silenciosa. Él fijó la mirada en sus labios con expresión tensa, como si estuviera adolorido. Pero su boca no se tensó por dolor, lo supo por la forma en que su mandíbula se puso rígida cuando otro envite del gentío la apretó más contra su cuerpo. La mano que cubría su cintura bajó hasta llegar a la base de su espalda. Volvió a bajar hasta sus nalgas, y la apretó aún más contra su erección.
Estaba perdida. Perdida en sus ojos, en sus caricias, en el latido rítmico de la música y la lujuria. Llevaba mucho tiempo conteniendo sus propios deseos, y no podía seguir luchando.
—¿Sientes lo que me provocas, gatita? Déjate llevar… —le susurró al oído, lo suficientemente fuerte como para que pudiera escucharlo.
Aquello era increíble, imposible, al final apoyó una mano sobre su pecho para apartarlo un poco. No podía hacer algo así, no podía dejar que la masturbara en medio de la pista de baile. No, así no, ella no hacía ese tipo de cosas. Pero ella no era Amanda Taylor esa noche, era una «gatita», una desconocida.
—Sácame de aquí —le ordenó.
Él no necesitó que se lo dijera dos veces. Al rato, estaban enredados en el asiento trasero de un taxi rumbo a lo desconocido.
Christian no desaprovechó un solo momento, apenas partieron la abrazó y tomó posesión de sus labios, aflojándola y reclamándola, y ella hizo lo mismo. Cuando se encontraron lo sintió hacer una rápida inspiración, y sacó la lengua para lamérselos por encima. Blandos, dóciles, dispuestos. Se besaron más profundamente.
Ah, sí, sus manos estaban ahí, en sus hombros, en sus brazos, en sus pechos, rozándole suavemente los pezones, endureciéndolos hasta dejarlos en punta. Su boca, cálida, ansiosa, le acarició un hombro, mientras sus manos bajaban el top y luego sus labios se cerraron reverentes sobre un pezón. Un suave tirón, otro, y luego uno largo con succión, caliente, mojado, cerrando la boca alrededor.
Las manos de ella tampoco estaban quietas, vagaban por sus hombros, desprendieron los botones de su camisa y sus dedos ansiosos recorrieron sus duros pectorales. No era así cómo los recordaba, tampoco recordaba ese espeso vello que le hacía cosquillas en los dedos.
Él no tenía idea de quién era ella, pero Amanda sabía bien quien era él, lo conocía.
Era el Adonis  por quien la mitad de las jovencitas del pueblo suspiraban en el Colegio San Ignacio de Loyola, donde realizó sus estudios primarios y secundarios. Él estaba un año más que ella y era el capitán del equipo de fútbol.
Con él perdió su virginidad cuando tenía apenas dieciséis años y él diecisiete. Ella era una jovencita crédula y tonta, pero estaba embobada por él. Chris la había tomado en el asiento trasero de su vehículo en el día de su graduación.
Y fue un completo desastre.
Él le debía esta noche. Aunque no lo supiera, tenía que reivindicarse.
Esperaba que hubiera aprendido algo en estos quince años que pasaron.
Que sea lo que tenga que ser.
Continuará...

Envidia - Argumento

Serie Multiautor "PECADOS"

La suerte de la fea…
Amanda Taylor nunca se destacó por su belleza, de niña siempre fue la regordeta y estudiosa Mandy. De adulta, había triunfado en todos los aspectos de su vida, menos en lo personal, hasta que un día decidió probar sus alas y compartió una noche de lujuria con el hombre que la había despojado de su inocencia hacía quince años, aunque él no la reconoció.
La linda la desea…
Los planes de Evelyn Friedmann no estaban saliendo bien. A esta altura de su vida ya debería estar ocupando un mejor cargo, debería estar en el puesto de Amanda. Eran amigas desde niñas y Amanda había ganado aún sin proponérselo, todas las batallas. Ahora tenía en sus manos el poder de hundirla y despojarla del hombre que ella deseaba, y lo iba a utilizar.
Ambas conocían a Christian Ostertag desde que eran adolescentes. Luego de quince años sin verse, él se había convertido en cliente de la empresa publicitaria donde ellas trabajaban, eso ocurrió el día después de conocer a una «gatita voluptuosa» que lo volvió loco y desapareció misteriosamente. Había decidido que haría todo lo posible por encontrarla…
¿Sería él capaz de reconocer los ronroneos de su gatita a su alrededor?

CLTTR

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