Serena - Capítulo 03

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Serena se acercó a la puerta y la desllaveó.
Luego se dirigió a su escritorio y se sentó, diciéndole:
—Siéntate, por favor, y dime, ¿cómo están los niños?
—Bien, sólo están engripados, es usual en ésta época. La señora Hortensia ya sabe qué hacer. Lo más importante es mantenerlos alejados del resto, para que los demás no se contagien y si tienen fiebre, bajársela. —La miró fijamente.
Ella bajó la vista.
—Me alegro.
—Serena… no cambies de tema, por favor. —Le tomó la mano que estaba apoyada sobre el escritorio—. Dime; ¿A qué le tienes miedo? Me conoces hace tres años. Te he atendido las veces que enfermaste, traje al mundo a tu hija, por Dios Santo, a las hijas de tus amigas, todos confían en mí. Hace casi un año que te declaré lo que siento por ti, y sigues manteniendo nuestra relación en secreto. Si por o menos fueras sincera conmigo y me dijeras de una vez por todas que no quieres saber nada de mí, lo entendería. Pero no lo haces, y te derrites cada vez que te toco, corazón… lo sé, lo siento.
—Yo… eh, soy mujer, Arturo. Me tocas y reacciono.
—¿Quieres decir que reaccionarías igual si otro hombre te tocara?
Ella lo miró avergonzada. Su rostro se coloreó.
—¡Santo Cielo, no!
El sonrió.
Le encantaba cuando se sonrojaba como una adolescente, cosa que ocurría muy a menudo. Serena era un misterio para él. Por un lado era una viuda experimentada con una hija, pero por otro, no era más que una niña asustadiza que disfrazaba sus miedos con una fachada de independencia y autosuficiencia. Alguien le había hecho mucho daño, de eso estaba seguro, como también creía firmemente que ese alguien no había sido su marido.
—¿Entonces? Yo creo…
En ese momento se abrió la puerta del despacho y Serena retiró rápidamente su mano de la de él.
—¡Buenos días! —Saludó Teresa—. Oh, doctor Vega, que placer verlo por aquí. —Los miró a ambos y se dio cuenta que algo pasaba. Serena estaba roja de vergüenza—. Perdón, ¿interrumpo algo?
 —¡Tere, amiga! —Saludó Serena visiblemente aliviada por su presencia. —Por supuesto que no interrumpes nada. El doctor Vega estaba dándome el diagnóstico de dos pequeños que están enfermitos, pero ya se iba, ¿no, doctor?
Arturo la miró con el ceño fruncido.
—Sí, señora Vial —se dirigió a Teresa—, Señora Lezcano, es siempre un gusto verla. Que tengan un buen día.
Inclinó la cabeza a modo de saludo y se dirigió hacia la puerta.
—Doctor, aprovecho la ocasión para invitarle a usted y a su hijo al cumpleaños de la pequeña Ámbar —dijo Teresa—. Es el sábado a la tarde en casa, pero los adultos están invitados a cenar. ¿Podrán asistir?
—Con mucho gusto, señora Lezcano, allí estaremos.
—Lo acompaño, doctor Vega —dijo Serena educadamente—. Ya vuelvo Tere.
Ya en el zaguán , Arturo la miró fijamente.
—Serena, tenemos una conversación pendiente. —Ella afirmó con una inclinación de la cabeza, él continuó—: ¿Puedo visitarte en tu casa?
—Siempre eres bienvenido a mi casa, Arturo.
—¿Qué te parece el miércoles?
—Te esperaré a cenar, si te viene bien.
—Estupendo. —Fijándose que no hubiera nadie a vista, la tomó de ambas manos y se acercó a ella.
Ella retrocedió un poco, pero él no se lo permitió.
Se acercó más a ella y le dijo al oído:
—Te deseo, Serena. —Dio media vuelta y se fue.
Esas simples palabras, que odiaba, la hicieron estremecer.
La remontaron a años atrás cuando en otro lugar y otro hombre le dijo lo mismo y ella creyó que esa declaración tenía más sustancia.
Recordó a su Adonis  de ojos grises casi transparentes que la miraban con adoración y un cabello rubio como los rayos del sol, tan suave al tacto que a ella le resultaba imposible no tocarlos.
Él le había dicho lo mismo y ella creyó que significaba otra cosa. Esta vez no cometería el mismo error. Ya no era la niña ingenua de hace tres años atrás, no creía en palabras bonitas. Las aceptaba, era agradable escucharlas, pero no pasaban de ser eso, bonitas palabras, huecas.
Con un suspiro, volvió junto a Teresa.
—Tere, que placer verte, —dijo entrando al despacho—. No te esperaba por aquí, no es tu día usual de visita.
Se abrazaron y besaron.
—Vine a hacerte la misma invitación que le hice al doctor Vega.
—Por supuesto, allí estaremos Cati y yo. Espero que Joselo vuelva de su viaje para el sábado.
¡Oh, Dios! Se había olvidado que Joselo no estaba en la ciudad. El miércoles estarían solos Arturo y ella en la casa.
—Bien, a ustedes las espero a la tarde, por supuesto. Los niños se divertirán.
—Echarán la casa por la ventana.
Ambas rieron.
—Mmmm, amiga —dijo Teresa cambiando de tema—. ¿Estoy desvariando o sentí que saltaban chispas en esta habitación cuando los encontré al doctor y a ti juntos?
—Ohh, Tere… ehhh —Serena se sentó en el sofá y Teresa hizo lo mismo, sin dejar de mirarla. Era difícil ocultarle algo—. Arturo me ha insinuado algunas cosas, si.
—¿Arturo? Ni siquiera sabía que se llamaba así. Siempre fue el doctor Vega para mí —Teresa rió a carcajadas—. ¿Así que ya se tratan con esa familiaridad?
Serena se dio cuenta que cometió un error, pero ya era tarde.
—Pues sí, nos hemos hecho amigos a lo largo de todos estos años.
—¿Y qué te ha insinuado, si se puede saber? —Teresa estaba expectante de las palabras de su amiga.
—Bueno, pues… que le gustaría conocerme más. Quiere visitarme, no sé, cosas así.
—¡Quiere cortejarte! Ay, Sere… que emocionante. Hace tantos años que ninguna de nosotras tiene algo así para contar. ¿Y te gusta?
—Es un buen hombre. Pero ya sabes, no quiero ese tipo de complicaciones en mi vida. Estoy muy a gusto así.
—Sere, no te cierres. Conócelo, permite que te conozca. A lo mejor surge algo muy lindo entre ustedes. —La miró pícaramente—. Es un hombre muy interesante, un profesional muy respetado, y un gran partido, amiga.
—Lo sé, no lo pongo en duda.
—Sé que varias madres casaderas tienen sus ojos puestos en él. Lleva ya muchos años viudo, es raro que no haya vuelto a casarse.
—No le interesan las debutantes, según me dijo. No es ningún jovencito.
—Mmmm, ideal. Él viudo, tú viuda, los dos tienen hijos. —Teresa aplaudió de la emoción—. ¡Sere, no lo dejes escapar!
Serena sonrió.
—Ya veremos, amiga. —Y cambiando de tema, dijo—: ¿Qué tal si buscamos a Anna y a las niñas? Podemos ir a almorzar al parque, un picnic.
—Estupenda idea. Anna tiene que enterarse de esto.
Serena puso los ojos en blanco.


Era miércoles a la noche, Serena estaba acostando a Cati, cuando la criada anunció:
—Señora, el doctor Vega está esperándola en la sala.
—Gracias, dile que bajaré enseguida. —Su corazón empezó a latir descontroladamente.
Dejó a la niña con la competente niñera y bajó lentamente.
Antes de entrar a la sala se miró al espejo. Todo estaba en orden. Presentaba un aspecto inmaculado. Muy sobrio, elegante.
Arturo se levantó de un salto cuando ella entró a la habitación y sonrió.
¡Dios, como le gustaba su sonrisa!
—Buenas noches, doctor Vega. ¿Cómo está? —Saludó educadamente, el mayordomo estaba allí esperando órdenes.
—Señora Vial, un placer verla. —Tomó la mano que le ofrecía y presionó los labios en un beso tierno.
—¿Le gustaría tomar algo antes de la cena, doctor?
—Una copa de vino estaría bien, gracias.
Serena se dirigió al mayordomo:
—Por favor, Almada, dos copas de vino y algún aperitivo.
Conversaron de temas intranscendentes mientras el mayordomo servía el vino y les traía una bandeja con canapés.
—Puedes retirarte, Almada. Avísenos cuando está la cena.
—Si señora, con su permiso.
El médico esperó a que el mayordomo cerrara la puerta, para decirle:
—¿Puedo acercarme ahora a usted, preciosa dama?
Ella sonrió, asintiendo.
—Pareces un depredador.
—Este depredador está hambriento de tus labios. —Se sentó al lado de ella en el sofá, bien pegado, y le pasó un brazo por el hombro, acariciándole la mejilla con los dedos de su otra mano.
Ella se derritió con el contacto.
Acercó lentamente su cara a la de ella, sin dejar de mirarla a los ojos, Serena se perdía en esa mirada. Acarició suavemente sus labios con los de ella, respirando en su boca, ese simple roce produjo una fuerte contracción a la altura de su estómago.
Ella entreabrió los labios, tenía los sensuales contornos tentadoramente húmedos. Arturo le alzó la barbilla con un dedo y volvió a rozar su boca con la suya. Sabía a vino y a ambrosía. A pecado y a perversión. A placer sensual.
Quería más, ambos querían más.
Él volvió a tentar sus labios, esta vez con menos delicadeza.
Estaba decidido a inundar sus sentidos con el sabor y la esencia de Serena. Al principio su respuesta fue tímida, casi inocente. Pero cuando la besó más apasionadamente y le introdujo la lengua en la boca, ella ardió en llamas, tal y como él había esperado que sucediera. Le devolvió el beso, arqueándose y apretándose contra él, hundiéndole las manos en su cabello. Arturo capturó su gemido en la boca y respondió con uno suyo. La respuesta de Serena hizo que fuera más osado. Le succionó la lengua con la boca y se introdujo en ella.
Serena abrió los ojos de golpe ante la sobrecogedora sensación de su lengua adentrándose en su boca. Estaba perdida. Completa y absolutamente perdida. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó a su vez con la boca y también con todo su cuerpo y toda su alma.
El gemido que exhaló Arturo resultó grave y gutural, sus labios se mostraban exigentes y posesivos mientras sus manos se movían con decisión sobre sus curvas. Serena se revolvió inquieta, quería más, quería sentirlo más cerca. Los senos se apretaban contra el pecho de él, y le agarró de los hombros, bajando sus manos por el pecho, acariciándolo osadamente.
Sus dedos volvieron con desesperación a los suaves mechones del cabello de Arturo y su cuerpo se balanceó con las dulces y embriagadoras sensaciones que la estaban poseyendo; oscuras y arrebatadoras olas la inundaban cada vez que él deslizaba su lengua más dentro de ella y la abrasaba posesivamente, acariciándola. Serena contuvo el aliento y se arqueó contra su boca. Comenzó a estremecerse, asombrada ante el tórrido arrebato de exquisito placer que le arañaba profundamente el vientre y entre las piernas. Quería más; un intenso deseo le hacía temblar las rodillas.
Arturo debió percibir su desesperación, porque suavizó el beso. No era el momento oportuno ni el lugar adecuado, pensó, dentro de la neblina del deseo que lo poseía.
—Eres tan apasionada, Serena. —Le dijo al oído en un susurro—. Será un placer tenerte desnuda en mis brazos y hacerte el amor cuando sientas que estás preparada para mí.
—Lo estoy, —dijo ella casi gimiendo.

Continuará...

Teresa Publicada!!!

martes, 16 de noviembre de 2010

Grace Lloper - Teresa

Price per Unit (piece): 8.00U$D



Título: Teresa
Serie:  Doncellas coloniales 2
Autor:  Grace Lloper
Editorial: Editora Digital – www.editoradigital.info
Género: Romántica
Páginas: 172
Fecha de publicación: 16/11/2010
Diseño de portada: Graziella
Edición: Benegas




Tres historias, tres amigas inseparables y su búsqueda del amor.  Remóntense a  fines de la época de la colonia, en alguna remota ciudad de Sudamérica, donde Anna, Teresa y Serena, totalmente diferentes en carácter y aspecto físico, inician su juventud y adquieren experiencia de vida.

Teresa Mercado, la morena terca y caprichosa...
Teresa está prometida a Daniel Lezcano hace casi dos años, pero ambos no pueden ser más diferentes, son polos opuestos: él es responsable, tranquilo y serio; ella es alegre, ansiosa y se llevaba todo por delante.
Al ver la relación que tiene su mejor amiga con su esposo, Teresa desea lo mismo. Quiere un matrimonio apasionado, y viendo lo frío que es Daniel, siente que él debe probar que podrá complacerla como hombre para seguir adelante. Ella, dentro de su inocencia, intenta seducirlo.
Pero él la sorprende aún más. Debajo de su exterior serio, hay un hombre apasionado y muy experimentado. ¿Dónde adquirió Daniel esa maestría? Teresa cree haber descubierto el secreto que él esconde y pone en peligro su relación, todo llevada por su ansia por conocer el mundo y explorarlo...

Grace Lloper - Teresa - Portada y resumen (0,67 MB)
Grace Lloper - Teresa - Capítulo 1 (0,81 MB)
 

Serena - Capítulo 02

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Tres años después…


Puede que el tiempo pase, pero algunas costumbres siempre permanecen.
Muchas cosas cambiaron, pero la amistad entre Anna, Teresa y Serena seguía intacta, y se había reforzado si fuera posible.
Las tres amigas inseparables estaban reunidas; como siempre en casa de Anna, tomando el té en la galería, con una gran diferencia: tres palomitas revoloteaban a su alrededor, jugando en el jardín, bajo las atentas miradas de sus madres y niñeras.
Increíblemente, todas habían tenido una niña: Catalina, la hija de Serena, Cati como la llamaban cariñosamente; tenía dos años y medio, era el vivo retrato de su madre. Olivia, la hija de Anna tenía dos años y cuatro meses, la llamaban Oli y era muy parecida a su orgulloso padre, incluso en el carácter. Teresa, quien no podía quedarse atrás, también se había quedado embarazada. Ámbar, su pequeña hija, estaba a punto de cumplir los dos años, y ella estaba embarazada de nuevo.
 —Espero que esta vez sea un varoncito, —comentaba orgullosa. —¿Y tú, Anna, cuando planeas el próximo?
—En realidad estamos cuidándonos, pero ahora que te adelantaste, me apuraré. —Contestó risueña.
Todas rieron.
—Creo que tendrías que casarte de nuevo, Sere, así continúas la producción a la par que nosotras. —Especuló Teresa, siempre directa.
Serena las miró y sin pestañear contestó:
—No lo creo, amigas. El matrimonio no es para mí. Estoy feliz con la vida que tengo, Cati es todo lo que necesito para ser feliz.
—Eso lo dices porque no te has enamorado, Sere. —Dijo Anna. —Ya llegará un hombre bueno que te haga cambiar de opinión. Eres demasiado joven para quedarte sola toda la vida.
—Quizás solo tenga veinticuatro años, pero me siento como una anciana. —Contestó con amargura contenida. —No quiero más complicaciones en mi vida, ya tuve suficiente. Soy una mujer respetable, tengo una hija a quien adoro, un hermano que nos cuida como si fuéramos de cristal, y soy la directora de la «Fundación Ernesto Gutiérrez para niños huérfanos», ¿qué más podría desear en la vida?
—¡Un hombre que te haga vibrar por las noches, amiga! —Contestó Teresa.
Serena sonrió.
—No necesito casarme para eso, Teresa. Soy viuda, puedo moverme por la vida a mi antojo, puedo tener amantes si quisiera, solo debo ser discreta, no necesito el permiso de nadie.
Anna y Teresa se miraron, ya estaban acostumbradas a los cambios que se habían producido en Serena. De la jovencita ingenua y dulce que había sido, se había convertido en una mujer exteriormente fría y calculadora. La trasformación había sido sorprendente, pero ellas sabían que la esencia seguía allí, que todo no era más que una fachada para el resto del mundo, una muralla protectora que ella misma había construido.
Lastimosamente, ella misma creía en esa fachada ficticia que había creado alrededor de ella. No era para menos, había pasado por muchas experiencias, y muy traumáticas. Nunca les había llegado a contar exactamente cómo se había quedado embarazada de Cati, y menos aún quién era el misterioso padre de su hija. Tampoco sus amigas se lo preguntaron, no querían remover el pasado y causarle más daño. Como ella bien lo dijo una vez: «estaba muerto y enterrado». A la vista del resto del mundo, Cati era hija de Sebastián Vial, el esposo fallecido de Serena, hace poco más de un año atrás.
—Me va a dar un ataque al corazón, Serena… —Anna abrió los ojos como plato. —¿Tienes un… mmmm, un amante?
Serena rió a carcajadas.
—No, amiga. —Contestó, y guiñándoles un ojo continuó: —Pero no me vendría mal.
—Eres una mentirosa, —Dijo Teresa, riendo. —No te animarías.
—Probablemente no, —confirmó Serena. —Eso no haría más que complicar mi vida. Pero a veces… no sé, a veces me siento realmente muy sola, quisiera tener lo mismo que ustedes. Y luego me pongo a pensar, un marido sólo haría que dependiera de él y me limitaría en muchas cosas. Me siento tan bien así, libre de hacer lo que quiero, sin dar explicaciones a nadie.
—Un buen marido no tiene por qué coartar tu libertad, Sere. —Respondió Anna. —Yo no siento que Alex me limite en nada.
—Yo tampoco, —aseguró Teresa. —Daniel es un marido muy comprensivo.
—Sus maridos son excepcionales, chicas. Tuvieron mucha suerte, y me siento muy feliz por ustedes. —Respondió Serena. —Pero yo prefiero no arriesgarme. Ya pasé por demasiadas malas experiencias. Ahora solo quiero vivir tranquila y feliz. Criar a mi hija y hacer lo que me plazca. La Fundación me da muchas satisfacciones, y eso tengo que agradecerles a ustedes, su apoyo fue invaluable, más aún el aporte de la herencia de tu tío, Anna. Sin eso no hubiera sido posible.
—Tío Ernesto estaría muy orgulloso de lo que conseguimos, Sere. Y yo no necesitaba ese dinero. —Aseguró Anna. —Está muy bien empleado.
La «Fundación Ernesto Gutiérrez para niños huérfanos» fue financiada originalmente por la herencia que recibió Anna de su tío fallecido, un hermano no reconocido de su padre, al que conocieron cuando ya era mayor. Anna lo adoraba y fue el último pariente vivo que le había quedado luego de que su padre falleció cuando ella tenía dieciocho años.
La Fundación se auto-financiaba con un negocio de ramos generales que el tío también le había legado en una ciudad vecina. Habían vendido las dos propiedades que eran parte de la herencia y compraron otra en la capital para albergar a los niños. Todo funcionaba sobre ruedas, dirigido por las tres, aunque Serena era la parte más activa.
Como directora de la institución, acudía al albergue tres o cuatro veces por semana. El resto del tiempo lo dedicaba a su hija y a la casa de su hermano, que si bien estaba a nombre de ella y era herencia de Cati, era su hermano el dueño de todo, y tenía el poder sobre todos los bienes como albacea universal del testamento.
¿Qué más podía pedir? ¿Amor? A su criterio el amor estaba sobre-evaluado. El amor sólo le había traído sufrimiento. No lo necesitaba, no quería enamorarse de nuevo.
Las niñas, cansadas de tanto jugar, llegaron corriendo e interrumpieron su conversación trepando a sus faldas, balbuceando incoherencias que sólo sus madres podían entender.
Todas rieron y se dedicaron a sus niñas que reclamaban su atención absoluta.


Era lunes a la mañana y Serena estaba en el albergue, como era usual. Estaban entrando en la estación invernal, y aunque las temperaturas no cambiaban mucho en climas tropicales, las variaciones eran bruscas cuando hacía un poco de frío.
—Señora Vial, dos de los niños están resfriados y con mucha tos. Mandamos a buscar al doctor Vega para que los atienda. —Le comunicó Hortensia, una señora mayor y muy dulce, que era la mano derecha de Serena en el albergue.
—Hiciste bien, Hortensia. Avíseme cuando llegue, por favor, estaré en mi despacho.
—Ya está aquí, señora. —Contestó.
El doctor Arturo Vega asomó detrás de Hortensia.
—Buenos días, señora Vial. —Saludó educadamente.
—¡Doctor Vega! Que sorpresa, qué rapidez. —Contestó pasándole la mano suavemente. —Un gusto verlo, como siempre, me alegro que haya podido venir tan pronto.
—Siempre es un placer servirles, señora Vial. —El doctor tomó la mano que Serena le ofreció y la llevó a su boca, rozándola con sus labios.
—El placer es nuestro, doctor. Su ayuda desinteresada es invaluable para nosotras. —Retiró su mano y mirando a Hortensia, dijo: —Querida, por favor, lleva al doctor a ver a los niños. —Luego miró de nuevo al médico: —Me gustaría saber el diagnóstico cuando termine, doctor.
—Pasaré por su escritorio, señora. —Y con una inclinación de la cabeza se retiró, siguiendo a hortensia.
Serena se quedó parada, mirándolo.
No era un hombre guapo en el sentido usual de la palabra, pero era muy atractivo: de pelo rubio ceniza, alto y elegante, muy masculino, siempre impecablemente vestido. Debía rondar los treinta y cinco años, era viudo y tenía un hijo de once años. Lo conoció cuando atendió a Teresa convaleciente de su enfermedad, y ella había ayudado a Daniel a cuidarla.
Era un médico familiar muy renombrado y había traído al mundo a las tres niñas, incluyendo a Cati. Él mismo se había ofrecido a atender a los niños del albergue, su ayuda era muy estimada por todos.
Al darse cuenta que todavía estaba parada, mirando la puerta por la que habían salido Hortensia y el médico, suspiró, dio media vuelta y fue a su despacho a revisar los papeles pendientes y a contestar la correspondencia atrasada.
Luego de media hora, estaba de espaldas a la puerta, buscando un folio entre los libros de la biblioteca, cuando escuchó un suave «clic». La puerta de su despacho había sido llaveada.
Sonrió interiormente, pero no volteó.
Su corazón palpitaba descontroladamente.
Segundos después, sin mediar ningún ruido de por medio, sintió la caricia de un aliento caliente en su nuca, y unas manos que se posaron suavemente en su cintura.
Serena gimió.
Unos labios experimentados estaban haciendo maravillas en su nuca, hombros y cuello. Sentía la caricia de unos bigotes bien recortados, como si de una pluma se tratara. Ella se estremeció. Él lo sintió, también algo más, una entrega dulce que lo obligó a contener la respiración.
Serena se recostó suavemente en su torso y apoyó ambas manos sobre las suyas, que ya estaban ciñéndola posesivamente.
Ambos vieron sus reflejos en el vidrio de una de las vitrinas de la biblioteca, se miraron y sonrieron.
Él le tocó el pelo y se lo acarició con suavidad, tomando entre sus dedos un mechón que se había soltado del rígido moño que llevaba.
La estrechó más fuerte, presionándola contra su pecho y su creciente erección. Estaba entre sus piernas, y no sabía qué hacer con las manos mientras él se inclinaba sobre ella y besaba de nuevo su cuello, llegó a su oreja y la mordisqueó. Ella volvió a gemir, desesperada.
La volteó suavemente y se miraron a los ojos. Subió ambas manos a su cara y posó sus labios sobre los de ella, suavemente al principio, con una incipiente urgencia después, Serena se vio atrapada en ellos, con todas sus preocupaciones desapareciendo a causa de la intensidad del momento, y de aquellos sentimientos. Fue ella quien abrió la boca para explorar la suya. El gemido que él profirió la hizo sentir poderosa, consciente de lo que tenían entre ellos. Con la lengua probó sus labios y su boca, con su cuerpo presionado conscientemente contra el suyo, y sintió cómo la mano de él pasaba alrededor de su cintura hasta sus costillas, y luego hasta su pecho.
Ahora fue su turno de lanzar un gemido, para retorcerse mientras aquella increíble sensación la atravesaba. Tan solo había dos prendas de ropa sobre su piel, aunque hubiera sido lo mismo si no hubiera habido ninguna, así de cerca sentía su mano. Él la besó y acarició, pasando sus dedos por uno de sus pezones hasta que éste fue una presión dura contra su mano. La marea de placer se movió de arriba hasta abajo por todo su cuerpo, hasta convertirse casi en un dolor entre sus muslos.
Se oyó el llanto de un niño procedente del final del pasillo. En ese momento, cuando su mente volvió en sí, fue justo cuando se dio cuenta de que no le importaba que el hombre con el que estaba conscientemente compartiendo esa intimidad no fuera su marido.
De todas formas, como se esperaba de ella, dijo:
—Arturo, compórtate, por favor. —Separándose y sonriéndole.
—Serena, me vuelves loco. —Se pasó ambas manos por su pelo y suspiró.
—No es mi intención, mi querido doctor. —Dio media vuelta y se apoyó en su despacho. —No podemos seguir haciendo esto, no es correcto. —Y cómo si de verdad le importara, dijo: —No eres mi marido.
—No me importaría serlo, cariño.
Ella se tensó. Él lo notó.
—Nunca voy a volver a casarme. —Dijo suave, pero firmemente.
—Entonces… ¿qué es lo que tenemos, Serena?
—Lo siento, Arturo, no tengo respuesta a tu pregunta.

Continuará...

Serena - Capítulo 01

domingo, 7 de noviembre de 2010

Cuando Serena vio que Daniel bajaba a desayunar, recién a media mañana, algo poco usual en él, corrió al cuarto de Teresa para ver cómo había amanecido.
La encontró desperezándose, sonriendo con cara de pícara.
Se apoyó en la columna de la cama y sonrió también.
—Veo que ya estás totalmente recuperada y me parece que alguien tuvo mucha acción anoche. —Dijo Serena, ruborizada. —¿Me equivoco?
Teresa rió a carcajadas.
—Amiga, fue increíble. ¿Me pasas mi bata?
Serena le alcanzó el salto de cama y Teresa se levantó, cubriendo su desnudez.
—Me alegro por ti, Tere. Él realmente te ama, lo demostró de mil maneras estos días que estuviste enferma. Nunca vi tanta devoción y preocupación en un hombre.
—Y pensar que dudé de él. Que tonta fui, ¿no?
—Por suerte para ti todo se arregló.
Teresa suspiró.
—Sí. Y ahora a disfrutar de la luna de miel, —hizo un puchero con la boca. —Aunque solo nos queden unos días para que vuelva al banco.
—Creo que mejor vuelvo a lo de Anna, así los dejo solos. Ya no me necesitan.
—No digas tonterías, Sere, aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras, no nos molestas en absoluto.
—Pero yo me sentiré mejor, por lo menos hasta que pasen su luna de miel.
—Sere, aquí o en casa de Anna siempre serás bienvenida, no importa donde estés, lo importante es que sigamos juntas. Te quiero, bichita. Gracias por todo lo que hiciste por mí estos días. Daniel asegura que sin ti se hubiera sentido perdido.
Y se abrazaron.
—Yo también te quiero, indiecita.
Así fue como Serena volvió a casa de Anna y siguió con las actividades paralelas que tenía, visitando las iglesias y casas de acogidas, viendo cómo se manejaban internamente, aprendiendo, para poder hacer lo mismo, era un sueño que tenía hace bastante tiempo y el cual sus amigas prometieron ayudarla.
Esa tarde, estaba en su habitación, y se sentía perdida. No le quedaba mucho tiempo, debía decidir qué hacer con su vida. Si volvía a la hacienda, no tenía ningún futuro, más que el de cuidar a sus padres.
En realidad no tengo futuro alguno, ni siquiera aquí, pensó.
Se sobresaltó cuando tocaron a su puerta.
—Señorita Serena, la señora Anna quiere que le avise que ya llegó la señora Teresa, la esperan para tomar el té abajo.
—Gracias Angélica, —contestó Serena. —Diles que bajo enseguida.
Anna, Teresa y Serena quedaron para tomar el té, como acostumbraban hacerlo, en la casona de Anna, en la galería frente al salón, el sitio preferido de las tres.
El tema de discusión de ese día rondaba alrededor de Serena.
Sus amigas no querían que vuelva junto a sus padres.
—Serena, tú de aquí ya no te vas. No puedes volver a la hacienda. Te pudrirás allí sin encontrar marido. Mi casa es tuya, sabes que tengo más espacio del que podría ocupar en años. —Dijo Anna.
—Lo mismo digo yo, Sere, —Apoyó Teresa. —Puedes quedarte donde quieras, también en casa hay lugar de sobra. Ahí ya tienes tu habitación esperándote. Eres dueña y señora de mi casa. Lo importante es que estés con nosotras para que podamos presentarte en sociedad y así podrás conocer a tu futuro marido.
—Chicas, son maravillosas, las adoro. —Serena suspiró y sus ojos se humedecieron. —Déjenme pensarlo, tengo que decidir tantas cosas.
Anna, aprovechando el momento, decidió usar la noticia que tenía que darles, para tratar de forzar la decisión de Serena.
—Además, Sere, te voy a necesitar a mi lado. Te voy a necesitar muchísimo.
Ambas la miraron con ojos interrogantes.
—Ohhhh, —Gimió Teresa. Rápida como era, enseguida se dio cuenta. —Anna, no me digas que es lo que pienso.
Anna asintió, sonriendo.
—No entiendo, ¿qué pasa? —Preguntó Serena.
—Estoy esperando un bebé, Sere. —Anunció Anna. Y te necesitaré a mi lado.
Teresa saltó del sillón y abrazó a su amiga efusivamente, dando gritos de alegría.
Ambas se pusieron a gritar y a decir incoherencias, ninguna de las dos se dio cuenta que Serena se quedaba pálida y contenía la respiración para no ponerse a llorar.
Pero la emoción contenida, los meses de guardar silencio, la presión que sentía sobre su incierto futuro pudieron más que su voluntad de permanecer tranquila.
Sus labios empezaron a temblar y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Anna escuchó sus sollozos y se separó de Teresa.
—Sere, tranquila, amiga… es una buena noticia, no es para ponerse a llorar. —Dijo Anna tratando de calmarla.
Y Serena no aguantó más, lloró desconsoladamente.
Teresa se arrodilló frente a ella y la abrazó. Anna la tomó de la mano y trató de tranquilizarla.
Ninguna de las dos entendía el motivo de la desesperación de Serena. Era un momento de gozo, una buena noticia para festejar, no para llorar.
—Chicas, es que no lo entienden. —Serena fue calmándose poco a poco, y aunque seguía sollozando, por fin pudo hablar.
—Explícanos, Sere. —Pidió Teresa.
—Estoy feliz por ti, Anna, de verdad ¿De cuantos meses estás? —Preguntó Serena.
—Recién estoy empezando, quizás de un mes, o poco más.
Serena suspiró, era hora de confesarse con sus amigas. Ya no podía seguir ocultándoles su desgracia. Entre las tres quizás encontraran una solución que ella no veía.
—Yo… —Serena titubeó. —Yo las necesitaré antes, amigas.
Teresa se llevó una mano a la boca.
Anna la miró incrédula.
—También estoy embarazada… pero ya de tres meses.
Ambas se quedaron mudas.
Teresa, que todavía estaba arrodillada a sus pies, reaccionó antes.
—Serena, yo… no sé qué decirte, amiga. Sólo que… que tienes mi apoyo. —Y la abrazó.
Anna las abrazó a ambas.
—Por supuesto, también el mío, Sere. —Dijo con lágrimas en los ojos.
—Gracias, amigas. —Respondió Serena, separándose suavemente de ellas y levantándose del asiento. —Sé que estarán sorprendidas. Y espero que no me hagan preguntas, porque no quiero hablar al respecto de lo que pasó.
Serena era sumamente reservada, siempre lo fue, a sus amigas no les sorprendió que ella quisiera guardar esa parte de su vida sólo para sí misma. La comprendían y aceptaban como era.
Serena continuó, de espalda a ellas, mirando hacia el jardín:
—No es que no quisiera contarles, algún día lo haré, pero ahora no tengo fuerzas, y duele demasiado. Lo que quisiera es encontrar una solución y no escarbar en el pasado. —Se dio vuelta y las enfrentó: —Lo que si deben saber es que no puedo contar con el padre de este bebé, piensen en él como si estuviera muerto. Muerto y enterrado.
—¿Lo sabe alguien más, Sere? ¿Tus padres? —Preguntó Teresa.
—Se lo conté a Joselo el día después de tu boda, Teresa. Nadie más lo sabe. —Contestó negando con la cabeza.
—Sere, ¿cómo pudiste cuidarme todos estos días sabiendo que estabas embarazada y que mi enfermedad era tan contagiosa? ¿No pudo haberle hecho daño a tu bebé?
—No, Tere. —Contestó. —Se lo pregunté a tu médico antes de ofrecerme, el bebé está protegido por mis defensas. Yo ya tuve esa enfermedad.
Teresa suspiró.
—Menos mal. Volviendo al tema, querida, creo que tenemos que encontrarte un marido. —Dijo Anna. —Urgente. Pienso que como ya decidimos hacer uso de la herencia del tío Ernesto para fines caritativos, no veo nada de malo en ampliar tu dote con parte de esa herencia. Aunque suene espantoso, lo que tenemos que hacer es comprarte un marido.
Serena miró a Anna espantada. Teresa la miraba atónita por lo directamente que abordó el tema.
Anna continuó:
—No me miren así, tenemos que encontrar una solución, y no veo que ustedes aporten ideas, es lo más práctico que se me ocurrió.
—En realidad, no es mala idea, Serena. —Dijo Teresa apoyándola.
Ambas la miraron.
Una sonrisa triste asomó en los labios de Serena y dijo:
—¿De verdad creen que seré capaz de hacerlo? ¿Imponer a un hombre el bastardo de otro? —Negó con la cabeza y se quedó callada un rato. —Me encontré con Joselo ayer y él creyó haber encontrado otra solución.
—¿Cuál? —Preguntaron al unísono.
—Estas semanas estuvieron llenas de confesiones, chicas. Joselo me confirmó ayer lo que siempre sospechamos sobre él. —Teresa ya lo sabía desde hace mucho, pero no dijo nada para evitar que sus amigas se sintieran mal. —Tiene una pareja desde hace más de cuatro años, poco después de venir a estudiar a la capital. No vive en la universidad como creíamos todos, sino en la casa de este señor, se llama Sebastián Vial. Es un hombre muy erudito, fue su profesor durante los dos primeros años, luego enfermó de tuberculosis . —Serena suspiró. —Bueno, el hecho es que Sebastián se ofreció a casarse conmigo y reconocer a mi bebé.
—¿Y tú estás conforme con eso, amiga? ¿No sería lo mismo a lo que te niegas? —Preguntó Anna.
—No, en éste caso es diferente, porque yo lo estaré ayudando a él, tanto como él a mí, e incluso a Joselo. No le queda mucho tiempo de vida, y desea hacerlo beneficiario en su testamento, ya que es, bueno, como su… ya saben, pareja. Joselo se niega, por supuesto, nuestros padres no lo entenderían, sería un escándalo. Pero si me lo deja a mí, como su esposa, Joselo sería nombrado albacea universal de todo, y tanto mi bebé como yo estaremos protegidos toda la vida.
—Serena, es una solución perfecta, hazlo ¿acaso tienes alguna duda? —Dijo Teresa.
—Miles de dudas, amigas. Pero creo que es la mejor solución, para todos. Sebastián tiene un tío que se quedaría con su fortuna si no se casa, un tío al que, según Joselo, no soporta y que solo está esperando su muerte para quedarse con todo.
—¿Es muy rico? —Preguntó Teresa.
—No lo sé, pero tiene una casa preciosa, cerca de aquí. Una mansión, diría yo. Tengo entendido que es herencia de sus padres, eran franceses. —Contestó Serena y cambió de tema: —Anna, le pedí a Joselo que venga esta tarde, para darle una respuesta. No puedo dejar pasar más tiempo.
—Y aquí estoy, florecitas. —Dijo Joselo entrando a la casa acompañado de la criada. —El caballero andante que salvará a la damisela. ¡Por fin voy a servir para algo!
Todas rieron con su ocurrencia y lo saludaron afectuosamente. Los cuatro se adoraban, cuando eran pequeños y Teresa visitaba a sus amigas en la hacienda, él no se separaba de ellas, era un compañero de juegos más. Siempre fue muy especial.
Sin preámbulos, dos huesudos brazos rodearon a Serena por detrás, la abrazó tiernamente y dijo:
—Por lo visto, ya están todas al tanto de todo, me alegro. —Para Joselo era un alivio tener que dejar de fingir algo que no era frente a sus mejores amigas y su hermana. —Así que, hermanita, dime: ¿Qué decidiste?
Serena se apoyó en él y suspirando, contestó:
—Es la solución ideal para los tres, Joselo, o mejor dicho los cuatro, incluyendo al bebé. Sería una tonta si me negara, ¿no lo crees? —Contestó con lágrimas en los ojos.
—Perfecto. Solicitaré una licencia especial para celebrar la ceremonia lo antes posible. Ustedes dos y sus maridos serán testigos, lo celebraremos en casa, o sea, la de Sebastián, ya que él no puede salir. Tú no tienes que preocuparte de nada, bichita, yo cuidaré de ti y de mi sobrino, o sobrina. No les faltará nada, nunca.
Serena, emocionada y sollozando, dijo:
—Eres el mejor hermano que hay.
Y así quedó decidido el futuro inmediato de Serena.

Continuará...

Serena - Argumento

Tres historias, tres amigas inseparables y su búsqueda del amor…
Remóntense a la época de la colonia, en alguna remota ciudad de Sudamérica, donde Anna, Teresa y Serena, totalmente diferentes en carácter y aspecto físico, inician su juventud y adquieren experiencia de vida.

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Llevada por la tristeza y aislamiento, comete una locura y esconde un secreto que pronto será evidente y que ni siquiera es capaz de contarles a sus mejores amigas. Su hermano acude en su ayuda y pasado un tiempo Serena se convierte en una respetable viuda, con una hija… y dos pretendientes.
Una mujer dividida entre dos amores, el de un respetable miembro de la sociedad que la apoya incondicionalmente y el del padre de su hija que aparece años después reclamándola. ¿Qué decisión tomará Serena? ¿Se inclinará por la pasión desmedida que siente por uno de ellos o por el recuerdo de un antiguo amor que ha dejado secuelas?

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Pero él la sorprende aún más. Debajo de su exterior serio, hay un hombre apasionado y muy experimentado. ¿Dónde adquirió Daniel esa maestría? Teresa cree haber descubierto el secreto que él esconde y pone en peligro su relación, todo llevada por su ansia de conocer el mundo y explorarlo…

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