UNIVERSO ROMANCE!!!

jueves, 30 de diciembre de 2010

Amigas, estoy recontraemocionada, cada día una sorpresa nueva, nuevas emociones.
Me escribieron de Universo Romance para contarme que me incluyeron en su base de datos. NO PODIA CREERLO!!!

No sé que decir, ni todo el oro del mundo puede pagar la satisfacción que siento.
Quería compartirlo con ustedes, que fueron mi primer nexo con los libros, y siempre me apoyaron, desde el inicio.
Además quiero contarles que he sido invitada por la Editora Digital a formar parte de la Serie Multiutor "Pecados". A mi me toca la ENVIDIA. Ya salieron la Lujuria y la Soberbia, así que no se olviden de pasar a mironear... ;-)

Este año que viene espero que sea de éxitos, amor y salud para tod@s...

¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO AMIGAS!!!

Serena - Capítulo 05

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Serena sintió un olor muy fuerte que casi le quema la garganta. Tosió.
—Está volviendo en sí —confirmó Teresa.
Abrió lentamente los ojos, aturdida. Estaba recostada en la cama de la habitación de invitados de la casa de Teresa. Le habían abierto la parte trasera del vestido y aflojado el corsé.
Tres pares de ojos la miraban atentamente y un frasco de sales bailaba frente a ella.
—Mmmm, —apartó las sales, se llevó la mano a la cabeza y quiso incorporarse.
—Serena, no te levantes, —dijo Arturo —digo, señora Vial.
Anna y Teresa se miraron, casi sonriendo.
—No se preocupe, doctor, no tiene que disimular frente a nosotras, —dijo Teresa—. Sabemos el tipo de relación que tienen.
Arturo suspiró aliviado.
Ambas amigas preguntaron al unísono:
—¿Cómo está?
—¿Qué le pasó? ¿Por qué se desmayó?
—Vayamos por parte, señoras. Déjenme revisarla. —Arturo, que mandó bajar su maletín del carruaje, le tomó el pulso, revisó sus ojos, le pidió que abra la boca y saque la lengua, apoyó su oído contra su pecho para escuchar su corazón, todo lo usual, muy profesionalmente—. Serena, no veo nada anormal ¿qué sentiste al desmayarte?
—No lo sé, mareo, pesadez, me fallaron las piernas.
—Pueden ser varias las razones, señoras —dijo dirigiéndose a todas—. ¿Comiste bien hoy, Serena? ¿Tomaste suficiente líquido?
—S-sí. —Contestó.
—Hay una pregunta que como médico tengo que hacerte… eh… ¿Existe la posibilidad de que estés embarazada?
—¡No, Arturo! Por Dios… —Se ruborizó totalmente.
—Lo siento, es una pregunta usual. —El alivio en la cara del médico fue evidente—. ¿Tuviste alguna impresión? ¿Te asustaste de algo?
—Ya estoy bien, en serio. No fue nada. —No quiso contestar esa pregunta.
—Me preocupas, cariño, —dijo tomando su mano y llevándosela a los labios.
Serena miró a sus dos amigas de soslayo, avergonzada y vio que ambas suspiraron tomándose de la mano y sonriendo con cara de tontas.
—No te alarmes, te aseguro que no es nada, Arturo. Me quedaré un rato a descansar aquí y luego iré a casa. Estaré bien, cualquier cosa, te mandaré llamar.
—¿Lo prometes? —Preguntó el médico, intranquilo.
—Lo prometo. —Respondió ella—. Necesito hablar un rato a solas con Anna y Teresa, si no te molesta, por favor.
—Claro, —le dio un beso en la frente y se despidió.
Apenas el médico se retiró, Serena casi saltó de la cama.
—Manda a buscar a Cati y la niñera, por favor, Teresa —dijo desesperada—. Nos vamos.
—¿Qué pasa, Sere? —Preguntó Anna—. Estás muy extraña.
El labio inferior de Serena empezó a temblar y sus ojos brillaron por las lágrimas contenidas. Al ver que su desesperación volvía, se sentó en la cama para tranquilizarse, no podía desmayarse de nuevo. Tenía que ser fuerte, por Cati.
—Sere, tranquilízate. ¿Qué es lo que te ocurre? —Teresa estaba preocupada.
—Chicas, la peor de mis pesadillas se hizo realidad. —Y como preguntándose a sí misma, dijo—: ¿Qué voy a hacer, Dios mío?
Sus amigas se sentaron una a cada lado de Serena, una la abrazó y la otra tomó su mano.
—Cuéntanos, cariño —dijo Anna preocupada.
Ya no pudo aguantar más, sollozando desesperada, les dijo:
—Amigas, el padre de Cati está aquí, en tu casa, Tere. —Hundió la cara en el hombro de una de ellas y rompió en llanto.
Lloró todas las lágrimas que contuvo durante tantos años, con llanto reprimido y desesperado, mientras sus amigas trataban de tranquilizarla suavemente.
De pronto, ambas comprendieron quién era el misterioso padre de Cati. No había duda alguna. No necesitaron que se lo confirmara.
Apenas se tranquilizó, volvió a hacerse la misma pregunta:
—¿Qué voy a hacer? —Gimió —¿Qué voy a hacer, Dios mío?
—Cariño, —dijo Anna—. No necesitas decidirlo ahora. Tranquilízate y medítalo. Mañana verás las cosas más claramente.
—S-sí, necesito irme ahora, Tere. Busca a Cati y a la niñera, por favor.
Teresa se levantó a buscarlas y Anna la abrazó. Era todo lo que necesitaba ahora. Saber que no estaba sola, saberse apoyada y contenida.
—Iremos a tu casa mañana, cariño. ¡Necesitas desahogarte, por Dios Santo! Demasiados años guardaste todo esto tú sola, no me sorprende que te hayas desmayado de la impresión. Tendremos una larga sesión, aunque nos lleve todo el día. Verás que te sentirás mejor.
—Gracias, amiga —dijo, suspirando los últimos vestigios de su llanto.


Esa noche, en la intimidad de su habitación, no podía dormir.
Pensaba en él, en Eduardo, a sólo unos metros de distancia de ella. Él la había visto, ella pudo visualizar su expresión de sorpresa antes de desmayarse.
¡Dios Santo! Estaba tan guapo. Tal cual lo recordaba, con esos ojazos grises, ese cabello color del oro, su porte tan elegante y esas facciones tan delicadas, tan bellas para pertenecer a un hombre.
Hundió su cara en la almohada, y por fin, después de mucho tiempo, se permitió a sí misma recordar, con lujo de detalles, lo que había pasado tres años atrás:

Serena estaba en la parroquia, cuando escucharon las trompetas y los tambores característicos de un desfile. La milicia se estaba presentando al pueblo, ya que usarían uno de los destacamentos militares existentes en la zona para sus prácticas durante un mes.
Los niños a quienes estaba enseñando catecismo empezaron a agitarse, querían ver el desfile, entonces reunió a todos en dos grupos y junto con otra voluntaria y el permiso del párroco, caminaron hasta la calle principal para observarlo.
Allí lo vio por primera vez, en su impecable uniforme militar.
Destacaba entre todos los otros soldados por su porte y su belleza. Él también la vio, y a pesar de tener que mantener la vista al frente, fue volteando suavemente la cabeza para seguirla con la mirada a medida que avanzaba.
Ella sonrió tímidamente, no podía dejar de mirarlo, esos enormes ojos grises claros, casi transparentes, la hipnotizaron. Nunca en su vida había visto un joven tan hermoso como él y jamás había sentido sensaciones tan perturbadoras con solo observar a un hombre. El corazón de Serena latió descontroladamente desde que lo vio hasta que se perdió entre un mar de gorras militares al final de la calle.
Serena suspiró, pensó que, aunque nunca más volviera a verlo, esa mirada profunda la perseguiría toda la vida.
Esos días estaba más susceptible que nunca. Se sentía muy sola, había cumplido veintiún años y su vida se le antojaba vacía y sin sentido. Anna hacía más de un año que se había casado y vivía en la capital, incluso las visitas de Teresa se hacían cada vez más espaciadas, ella también tenía sus actividades, su prometido, su vida encaminada. Sus hermanos estudiaban en la capital y los veía muy poco. Dudaba que Joselo, su hermano preferido, alguna vez decidiera volver a vivir en la hacienda, también él estaba haciendo su vida lejos de ella. Estaba sola, y desesperada.
Vislumbraba su futuro cuidando a sus padres, solterona y siendo una carga para ellos. Todos los jóvenes casaderos de la zona huían a la capital apenas terminaban de instruirse, para continuar sus estudios superiores allí. ¿Qué marido podía conseguir? ¿Qué futuro había para una joven soltera en un remoto pueblo del interior del país? Ninguno.
Con esos pensamientos y esa carga emocional vivió todos y cada uno de los días desde que Anna, su amiga y compañera de juegos desde la niñez, decidió instalarse en la capital también.
Dos días después del desfile, fue al correo a buscar un lote de libros que habían llegado para la biblioteca de la parroquia. Eran más de los que había imaginado, y se tambaleaba por la calle para poder cargarlos todos, cuando escuchó una profunda y melodiosa voz preguntar detrás de ella:
—¿Puedo ayudarla, señorita?
Serena se asustó, la caja con los libros se deslizó de entre sus brazos y fue a parar al suelo.
—Ohhh, Dios —dijo con el ceño fruncido, arrodillándose para recoger los libros.
Él también se arrodilló frente a ella y sus ojos se encontraron.
¡Era él! El corazón de Serena amenazaba con salírsele del pecho, sólo con mirar esos profundos ojos claros.
—Permítame ayudarla, señorita, fui el causante de éste desastre, no creí que fuera a asustarla, discúlpeme.
Con eficiencia, él recogió todos los libros y se puso de pie.
—La sigo, —dijo el apuesto soldado.
Una vez en la parroquia, lo llevó hasta la biblioteca y le indicó donde podía apoyar los libros.
—Muchas gracias sargento… eh…
—Mercier, Eduardo Mercier para servirla, ¿señorita…?
—Serena Ruthia. —Y le ofreció su mano.
Él la tomó entre la suya y apoyó los labios en sus nudillos.
Serena se estremeció, él lo sintió y sonrió.
—No tenía idea de que en un pueblo tan alejado podían existir jóvenes tan bellas como usted, señorita Ruthia. Discúlpeme el atrevimiento, pero desde que la vi en el desfile la he estado buscando.
Sorprendida, Serena retiró su mano y contestó:
—¿Buscándome, no lo dirá en serio?
—Palabra de soldado, —dijo levantando la palma como juramento—. Pregunté por la joven de ojos azules y cabello del color del trigo maduro más bella de la zona y todos coincidieron en que la encontraría en la parroquia, estaba viniendo hacia aquí cuando la vi salir del correo.
Una bandada de niños entró corriendo en ese momento, interrumpiéndolos, para ubicarse en las mesas de la biblioteca, que también se usaba como aula de catecismo.
—Oh, disculpe, sargento Mercier —dijo Serena fastidiada por la interrupción, pero sin demostrarlo—. La clase está por empezar.
—¿Me permitiría acompañarla a su casa cuando termine la clase, señorita Ruthia? Sería un placer para mí escoltarla.
Ella sonrió, asintiendo, y con una inclinación de la cabeza a modo de saludo, el sargento se retiró educadamente.
Nunca en su vida una clase con los niños había resultado tan larga y tediosa para ella como ese día, pero se vio recompensada, cuando al retirarse, lo encontró esperándola, recostado contra los balaustres que protegían el asta donde se izaba la bandera.
Le sonrió ¡Dios, tenía una sonrisa magnífica!, ella se la devolvió tímidamente.
La ayudó a subir al caballo y él hizo lo mismo.
Ninguno de los dos tenía apuro, así que llevaron a los caballos a paso lento por el camino, uno al lado del otro, conversando, conociéndose.
Se despidieron al llegar a la hacienda, prometiendo volver a encontrarse.
Como nunca, ella buscó actividades para realizar en la parroquia todos los días en los horarios que él le dijo que tenía libre. Y él todos los días la esperaba para escoltarla a su casa de vuelta.
Una de las tardes, al ser domingo, coincidieron en la misa, y Serena le presentó a sus padres, quienes educadamente lo invitaron a almorzar en la hacienda.
Eduardo alagó fervientemente los jardines de la madre de Serena, y ella, henchida de orgullo, urgió a Serena a que se los mostrara.
Estaban recorriendo los jardines, hasta que llegaron a la glorieta .
—¡Esto es maravilloso! Parece el paraíso terrenal, —dijo Eduardo.
Serena sonrió. Estaba deslumbrada por la educación del sargento, no parecía un soldado. Era un caballero, su conversación era interesante, su andar era la de un felino, sus ojos la cautivaban, su voz la derretía.
—Mi madre está muy orgullosa de sus jardines, les dedica mucho tiempo y esfuerzo. Creo que acaba de ganársela, sólo por el hecho de haber alabado su obra, sargento Mercier.
El sargento giró frente a ella y la miró a los ojos.
—Me gustaría si pudieras llamarme Eduardo.
—Eh… creo que… —Serena balbuceó.
—También me gustaría poder llamarte Serena —dijo suavemente, acercándose a ella—. Serena, —repitió—, ese nombre fue hecho para ti. Transmites paz y bondad, igual que tú ¿sabías?
Serena se ruborizó y bajó la vista. No sabía que contestar a eso.
Él levantó su barbilla con la mano.
—Debes permitirme que te tutee, Serena. Necesitamos más familiaridad para llevar a cabo lo que muero de ganas de hacer desde el primer día que te vi.
—¿Y eso que es? —Preguntó tímidamente.
Y sin mediar palabras, él la besó.

Continuará...

Serena - Capítulo 04

jueves, 9 de diciembre de 2010

Arturo la miró fijamente, sin soltarla. No podía creer que ella hubiera dicho eso.
Tocaron a la puerta suavemente.
Él se desprendió de ella de un salto y rápidamente se sentó en el sofá individual frente a ella.
El mayordomo entró y anunció que la cena estaba lista.
Serena no pudo responder, estaba totalmente aturdida.
—En breve iremos, Almada. Gracias, —dijo Arturo. Se levantó, y suavemente la tomó de las manos, poniéndola de pie frente a él. Le levantó la barbilla con el dedo—. Yo me siento igual, preciosa. Cuando nos tranquilicemos iremos al comedor, no hay apuro.
Ella asintió.
Él no tocó el tema en el comedor.
Mientras cenaban, conversaron de asuntos importantes, pero cotidianos. El trabajo de él, los hijos de ambos, el albergue, el cumpleaños de la hija de Teresa.
—Hablando de Teresa, Arturo, se dio cuenta que algo pasaba entre nosotros, es imposible ocultarle algo a ella, es demasiado perceptiva.
Él la miró, anonadado.
—¿Se lo contaste?
—A grandes rasgos, sí, y a Anna también más tarde. ¿Te molesta?
—¿Molestarme? —Sonrió plenamente y apoyó su mano en la de ella—. Preciosa, hace casi un año que deseo que me saques de la clandestinidad.
Ella lo miró, sonrojándose.
—¿Es así como te sientes?
Él sonrió. ¡Dios, esa sonrisa ladeada, medio pícara, medio burlona! La volvía loca. Podía postrarla a sus pies con solo sonreírle.
Levantó su mano y besó los nudillos.
—Serena, en realidad no me importa, yo sólo deseo que estemos juntos, al ritmo que tú quieras, cariño.
—Eres demasiado bueno.
—No, sólo soy paciente.
Ella suspiró.
—Bueno, ¿qué te parece si tomamos el postre en la galería? Hace una noche preciosa. —Lo invitó Serena.
—Me parece perfecto, vamos.
Se levantó y como el caballero que era, le retiró la silla.
Serena le dio las instrucciones al mayordomo y se sentaron en la hamaca de la terraza que daba al patio de la casa.
Era una noche plena de luna llena. Les sirvieron ensalada de diferentes frutas y dulce de leche para acompañarlo.
—¡Santo Cielo! Todo estuvo delicioso, estoy saturado.
Ella rió.
—Me alegro que te haya gustado.
Mirando hacia los costados, y comprobando que estaban solos, se acercó más a ella, la apoyó en su costado, abrazándola y le dio un beso en la frente. Ella apoyó la mejilla en su hombro y miraron el cielo estrellado.
Fue un silencio cómodo, perfecto.
Luego de un rato, él preguntó:
—Cariño… ¿Has dicho en serio lo de estar preparada para llevar nuestra relación a un nivel más… mmmm, íntimo?
Ella se tensó, él la sintió, pero no la soltó.
—Arturo, yo… no lo sé. —Suspiro de por medio, continuó—: Creo que en ese momento lo dije convencida. Pero ahora no me parece tan buena idea.
—¿De qué tienes miedo, Serena?
—¿Por qué crees que es miedo lo que tengo?
—Porque lo siento. Algo hay en tu pasado que te ha hecho extremadamente cautelosa, algo o alguien te ha hecho mucho daño y no confías en nadie. Te encierras en ti misma y construyes un maldito muro alrededor tuyo, sólo me dejas entrar en las contadas ocasiones que logro tenerte en mis brazos.
Ella estaba sorprendida que él la conociera tanto, anonadada de que haya captado su esencia tan correctamente.
—Eres muy perceptivo.
—Sólo intento conocerte, preciosa, quiero entenderte para poder ser más paciente. A veces siento que todo lo que hago contigo no me llevará nunca a ningún lado, que todos mis esfuerzos son en vano. Y luego, cuando puedo tocarte, cuando logro besarte, siento que todo está bien. Pero esa sensación siempre se esfuma. Ahora mismo, —levantó su barbilla y le dio un ligero beso en los labios—: siento que estás conmigo, que nos pertenecemos, pero cuando salga por esa puerta, estoy seguro que sentiré otra vez el vacío se siempre.
—No sé qué decirte, no sé cómo ser de otra manera, Arturo.
—Yo no te pido que cambies, cariño. Me gustas tal cual eres, sólo deseo conocerte más, entender cuáles son tus miedos, para poder ayudarte a superarlos.
Ella suspiró.
Ojala pudiera confiar, tenía tanto sufrimiento congelado dentro de ella. Ni siquiera con sus mejores amigas pudo compartir jamás todo lo que le había pasado… ¿cómo haría para abrirse a él? Ella quería compartir su agonía, pero no podía, siempre quiso, incluso con Teresa y Anna, pero nunca pudieron salir esas palabras por su boca, y eso que en ellas confiaba ciegamente.
—No sé cómo hacerlo, Arturo. Nunca supe cómo expresar mis sentimientos, es mi naturaleza.
—Sin embargo los expresas muy bien con tu cuerpo, cariño. Esos son los únicos momentos en los que realmente siento que estás conmigo.
Ella se ruborizó.
Él sonrió, y la besó tierna y suavemente.
—Arturo, ya son más de las diez de la noche. No son horas decentes para estar en casa de una dama que está sola.
—Puedo irme y volver más tarde cuando los criados se acuesten —dijo contra su boca—. Todo depende de ti, Serena.
Ella suspiró.
—Creo que declinaré la oferta, por más tentadora que sea.
Se puso de pie.
Había vuelto a ponerse su armadura, completamente.


La fiesta de cumpleaños de Ámbar estaba resultando muy ruidosa. Los niños y niñas corrían por el patio, jugando y gritando, mientras las madres conversaban tranquilas en los sillones y sillas de la galería, observándolos.
Las amigas de Teresa, incluidas Anna y Serena, habían llevado a sus hijos de diferentes edades, había desde bebés, hasta niños de diez años.
Las madres no resultaron menos ruidosas que los niños, hablaban a la par y se reían, contando anécdotas de sus hijos o hablando sobre sus casas o sus maridos.
A Serena esos temas no le interesaban, así que se mantenía al margen, aunque escuchaba atentamente.
—¿Supieron la última novedad, señoras? —Dijo una joven regordeta llamada Serafina, hija de un amigo de los padres de Teresa—. Mabel Durante Meyer murió en Francia hace unos cuatro meses atrás, dando a luz a su hijo, ambos murieron. La noticia acaba de llegar a América, sus padres están destrozados.
Se escucharon lamentos, algunas lo sabían, otras no.
Serena no la conocía, así que se limitó a escuchar. Serafina, que era una cotilla conocida, siguió con su relato pormenorizado de lo que ocurrió.
—¿Recuerdan que se casó hace unos tres años atrás con ese conde venido a menos? Bueno, el conde es muy guapo, pero no tenía donde caerse muerto.
—No era conde en esa época, —aclaró otra—. Según cuentan, era la oveja negra de su aristocrática familia y sus padres lo exiliaron a América. Estando aquí, creo que se unió a la milicia.
Serena suspiró. El solo hecho de escuchar «Milicia» traía a su memoria un Adonis de ojos grises y cabellos de oro. Se removió en su asiento, inquieta.
—Sí, así cuentan. Y estando aquí, recibió la noticia de que su hermano mayor había muerto, para desgracia de su padre, él era el siguiente en la línea de sucesión. —Comentó otra.
—Los Durante Meyer, al enterarse de eso, y saber la situación en la que se encontraba la familia del joven, decidieron «comprar» el título de Condesa para su querida y mimada hija Mabel, que en paz descanse —comentó Serafina.
—Yo conocí muy bien al futuro conde, —contó otra—. Se hizo muy amigo de mi marido mientras vivieron aquí. Se mudaron a Francia cuando murió el padre de él y tuvo que asumir el título.
Un mozo pasó y les sirvió bebidas a todas, que de tanto hablar estaban sedientas. Serena aceptó un vaso.
—Qué triste final para Mabel, —dijo Serafina—. Ella era conocida mía, creo que nunca fue feliz con él. El único que sacó ventaja de ese matrimonio fue el desventajado conde, se quedó con la dote de ella, que era inmensa.
—¿Y cómo les comunicaron la muerte de su hija a los Durante? No me digas que les llegó una fría carta. —Preguntó una de ellas.
—No, —contestó otra—. El Conde en persona volvió hace un par de días y les dio la noticia.
—¿Cómo se llama ese bendito conde? —Preguntó otra.
—Eduardo creo, es el conde de Moreau. —Contestó Serafina.
Serena casi escupe su bebida, se puso a toser.
—¿Te pasa algo, Serena? —Preguntó Anna.
—Ehhh, no… —contestó. Se acercó a su amiga y le hizo una seña. En voz muy baja preguntó—: ¿Sabes cuál es el apellido del conde del que hablan?
—No tengo idea. ¿Por qué?
—Yo conocí a alguien de la milicia llamado Eduardo, pero dudo que sea él. Nunca me dijo que sus padres eran de la nobleza europea.
No creo, no puede ser, pensó. Es una locura, y le restó importancia al asunto.
—Teresa seguro lo sabe. Está allá, mira —señaló hacia el otro lado de la galería en "L" que rodeaba la casa—. Pregúntale a ella, conoce a medio mundo, ya sabes como es.
—Mmmm, sí. Lo haré más tarde.
Estaba anocheciendo, y los adultos empezaron a llegar.
Vio cuando Arturo llegó a la fiesta y saludó a su pequeño hijo que estaba con la niñera. Le hizo un ademán a ella con la cabeza como saludo, al verla rodeada de señoras y se dirigió a conversar con Alex, el esposo de Anna.
Al rato llegó Joselo, que se dirigió directamente hacia ella. Anna y Teresa se acercaron a saludarlo, entre abrazos, besos y muestras de cariño.
Serena aprovechó para preguntarle a Teresa:
—Tere, hoy estaban contando una historia sobre un conde que se casó con una tal Mabel, que ahora falleció en Francia. ¿Sabes cuál es su apellido?
Teresa, creyendo que se refería a la mujer, dijo:
—Mabel Durante Meyer, pobre mujer, era demasiado joven para morir.
—El apellido del conde, ¿cuál es? —Insistió Serena.
—Mmmm, no lo sé, Sere. Pero es cliente de Daniel en el banco, ayer estuvieron todo el día viendo el tema de sus inversiones aquí. Creo que lo invitó a cenar esta noche. ¿Se imaginan? Un Conde francés en mi casa.
Todos rieron, menos Serena, que cada vez estaba más nerviosa.
—Por cierto, debe ser el que está llegando, porque es la única persona en la lista de invitados que no conozco. —Continuó Teresa.
Serena miró hacia la entrada.
Un escalofrío surgió de sus entrañas y se extendió por todo su cuerpo. Sintió que le faltaba el aire y que sus piernas no podían sostenerla. Se puso pálida, sosteniéndose del brazo de Joselo.
Los ojos de Serena se cruzaron con los del recién llegado a lo lejos, él estaba evidentemente sorprendido también.
—Mercier… Cati, —fue todo lo que pudo decir Serena antes de sentir que todo daba vueltas su alrededor y desplomarse al suelo.

Continuará...

Serena - Capítulo 03

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Serena se acercó a la puerta y la desllaveó.
Luego se dirigió a su escritorio y se sentó, diciéndole:
—Siéntate, por favor, y dime, ¿cómo están los niños?
—Bien, sólo están engripados, es usual en ésta época. La señora Hortensia ya sabe qué hacer. Lo más importante es mantenerlos alejados del resto, para que los demás no se contagien y si tienen fiebre, bajársela. —La miró fijamente.
Ella bajó la vista.
—Me alegro.
—Serena… no cambies de tema, por favor. —Le tomó la mano que estaba apoyada sobre el escritorio—. Dime; ¿A qué le tienes miedo? Me conoces hace tres años. Te he atendido las veces que enfermaste, traje al mundo a tu hija, por Dios Santo, a las hijas de tus amigas, todos confían en mí. Hace casi un año que te declaré lo que siento por ti, y sigues manteniendo nuestra relación en secreto. Si por o menos fueras sincera conmigo y me dijeras de una vez por todas que no quieres saber nada de mí, lo entendería. Pero no lo haces, y te derrites cada vez que te toco, corazón… lo sé, lo siento.
—Yo… eh, soy mujer, Arturo. Me tocas y reacciono.
—¿Quieres decir que reaccionarías igual si otro hombre te tocara?
Ella lo miró avergonzada. Su rostro se coloreó.
—¡Santo Cielo, no!
El sonrió.
Le encantaba cuando se sonrojaba como una adolescente, cosa que ocurría muy a menudo. Serena era un misterio para él. Por un lado era una viuda experimentada con una hija, pero por otro, no era más que una niña asustadiza que disfrazaba sus miedos con una fachada de independencia y autosuficiencia. Alguien le había hecho mucho daño, de eso estaba seguro, como también creía firmemente que ese alguien no había sido su marido.
—¿Entonces? Yo creo…
En ese momento se abrió la puerta del despacho y Serena retiró rápidamente su mano de la de él.
—¡Buenos días! —Saludó Teresa—. Oh, doctor Vega, que placer verlo por aquí. —Los miró a ambos y se dio cuenta que algo pasaba. Serena estaba roja de vergüenza—. Perdón, ¿interrumpo algo?
 —¡Tere, amiga! —Saludó Serena visiblemente aliviada por su presencia. —Por supuesto que no interrumpes nada. El doctor Vega estaba dándome el diagnóstico de dos pequeños que están enfermitos, pero ya se iba, ¿no, doctor?
Arturo la miró con el ceño fruncido.
—Sí, señora Vial —se dirigió a Teresa—, Señora Lezcano, es siempre un gusto verla. Que tengan un buen día.
Inclinó la cabeza a modo de saludo y se dirigió hacia la puerta.
—Doctor, aprovecho la ocasión para invitarle a usted y a su hijo al cumpleaños de la pequeña Ámbar —dijo Teresa—. Es el sábado a la tarde en casa, pero los adultos están invitados a cenar. ¿Podrán asistir?
—Con mucho gusto, señora Lezcano, allí estaremos.
—Lo acompaño, doctor Vega —dijo Serena educadamente—. Ya vuelvo Tere.
Ya en el zaguán , Arturo la miró fijamente.
—Serena, tenemos una conversación pendiente. —Ella afirmó con una inclinación de la cabeza, él continuó—: ¿Puedo visitarte en tu casa?
—Siempre eres bienvenido a mi casa, Arturo.
—¿Qué te parece el miércoles?
—Te esperaré a cenar, si te viene bien.
—Estupendo. —Fijándose que no hubiera nadie a vista, la tomó de ambas manos y se acercó a ella.
Ella retrocedió un poco, pero él no se lo permitió.
Se acercó más a ella y le dijo al oído:
—Te deseo, Serena. —Dio media vuelta y se fue.
Esas simples palabras, que odiaba, la hicieron estremecer.
La remontaron a años atrás cuando en otro lugar y otro hombre le dijo lo mismo y ella creyó que esa declaración tenía más sustancia.
Recordó a su Adonis  de ojos grises casi transparentes que la miraban con adoración y un cabello rubio como los rayos del sol, tan suave al tacto que a ella le resultaba imposible no tocarlos.
Él le había dicho lo mismo y ella creyó que significaba otra cosa. Esta vez no cometería el mismo error. Ya no era la niña ingenua de hace tres años atrás, no creía en palabras bonitas. Las aceptaba, era agradable escucharlas, pero no pasaban de ser eso, bonitas palabras, huecas.
Con un suspiro, volvió junto a Teresa.
—Tere, que placer verte, —dijo entrando al despacho—. No te esperaba por aquí, no es tu día usual de visita.
Se abrazaron y besaron.
—Vine a hacerte la misma invitación que le hice al doctor Vega.
—Por supuesto, allí estaremos Cati y yo. Espero que Joselo vuelva de su viaje para el sábado.
¡Oh, Dios! Se había olvidado que Joselo no estaba en la ciudad. El miércoles estarían solos Arturo y ella en la casa.
—Bien, a ustedes las espero a la tarde, por supuesto. Los niños se divertirán.
—Echarán la casa por la ventana.
Ambas rieron.
—Mmmm, amiga —dijo Teresa cambiando de tema—. ¿Estoy desvariando o sentí que saltaban chispas en esta habitación cuando los encontré al doctor y a ti juntos?
—Ohh, Tere… ehhh —Serena se sentó en el sofá y Teresa hizo lo mismo, sin dejar de mirarla. Era difícil ocultarle algo—. Arturo me ha insinuado algunas cosas, si.
—¿Arturo? Ni siquiera sabía que se llamaba así. Siempre fue el doctor Vega para mí —Teresa rió a carcajadas—. ¿Así que ya se tratan con esa familiaridad?
Serena se dio cuenta que cometió un error, pero ya era tarde.
—Pues sí, nos hemos hecho amigos a lo largo de todos estos años.
—¿Y qué te ha insinuado, si se puede saber? —Teresa estaba expectante de las palabras de su amiga.
—Bueno, pues… que le gustaría conocerme más. Quiere visitarme, no sé, cosas así.
—¡Quiere cortejarte! Ay, Sere… que emocionante. Hace tantos años que ninguna de nosotras tiene algo así para contar. ¿Y te gusta?
—Es un buen hombre. Pero ya sabes, no quiero ese tipo de complicaciones en mi vida. Estoy muy a gusto así.
—Sere, no te cierres. Conócelo, permite que te conozca. A lo mejor surge algo muy lindo entre ustedes. —La miró pícaramente—. Es un hombre muy interesante, un profesional muy respetado, y un gran partido, amiga.
—Lo sé, no lo pongo en duda.
—Sé que varias madres casaderas tienen sus ojos puestos en él. Lleva ya muchos años viudo, es raro que no haya vuelto a casarse.
—No le interesan las debutantes, según me dijo. No es ningún jovencito.
—Mmmm, ideal. Él viudo, tú viuda, los dos tienen hijos. —Teresa aplaudió de la emoción—. ¡Sere, no lo dejes escapar!
Serena sonrió.
—Ya veremos, amiga. —Y cambiando de tema, dijo—: ¿Qué tal si buscamos a Anna y a las niñas? Podemos ir a almorzar al parque, un picnic.
—Estupenda idea. Anna tiene que enterarse de esto.
Serena puso los ojos en blanco.


Era miércoles a la noche, Serena estaba acostando a Cati, cuando la criada anunció:
—Señora, el doctor Vega está esperándola en la sala.
—Gracias, dile que bajaré enseguida. —Su corazón empezó a latir descontroladamente.
Dejó a la niña con la competente niñera y bajó lentamente.
Antes de entrar a la sala se miró al espejo. Todo estaba en orden. Presentaba un aspecto inmaculado. Muy sobrio, elegante.
Arturo se levantó de un salto cuando ella entró a la habitación y sonrió.
¡Dios, como le gustaba su sonrisa!
—Buenas noches, doctor Vega. ¿Cómo está? —Saludó educadamente, el mayordomo estaba allí esperando órdenes.
—Señora Vial, un placer verla. —Tomó la mano que le ofrecía y presionó los labios en un beso tierno.
—¿Le gustaría tomar algo antes de la cena, doctor?
—Una copa de vino estaría bien, gracias.
Serena se dirigió al mayordomo:
—Por favor, Almada, dos copas de vino y algún aperitivo.
Conversaron de temas intranscendentes mientras el mayordomo servía el vino y les traía una bandeja con canapés.
—Puedes retirarte, Almada. Avísenos cuando está la cena.
—Si señora, con su permiso.
El médico esperó a que el mayordomo cerrara la puerta, para decirle:
—¿Puedo acercarme ahora a usted, preciosa dama?
Ella sonrió, asintiendo.
—Pareces un depredador.
—Este depredador está hambriento de tus labios. —Se sentó al lado de ella en el sofá, bien pegado, y le pasó un brazo por el hombro, acariciándole la mejilla con los dedos de su otra mano.
Ella se derritió con el contacto.
Acercó lentamente su cara a la de ella, sin dejar de mirarla a los ojos, Serena se perdía en esa mirada. Acarició suavemente sus labios con los de ella, respirando en su boca, ese simple roce produjo una fuerte contracción a la altura de su estómago.
Ella entreabrió los labios, tenía los sensuales contornos tentadoramente húmedos. Arturo le alzó la barbilla con un dedo y volvió a rozar su boca con la suya. Sabía a vino y a ambrosía. A pecado y a perversión. A placer sensual.
Quería más, ambos querían más.
Él volvió a tentar sus labios, esta vez con menos delicadeza.
Estaba decidido a inundar sus sentidos con el sabor y la esencia de Serena. Al principio su respuesta fue tímida, casi inocente. Pero cuando la besó más apasionadamente y le introdujo la lengua en la boca, ella ardió en llamas, tal y como él había esperado que sucediera. Le devolvió el beso, arqueándose y apretándose contra él, hundiéndole las manos en su cabello. Arturo capturó su gemido en la boca y respondió con uno suyo. La respuesta de Serena hizo que fuera más osado. Le succionó la lengua con la boca y se introdujo en ella.
Serena abrió los ojos de golpe ante la sobrecogedora sensación de su lengua adentrándose en su boca. Estaba perdida. Completa y absolutamente perdida. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó a su vez con la boca y también con todo su cuerpo y toda su alma.
El gemido que exhaló Arturo resultó grave y gutural, sus labios se mostraban exigentes y posesivos mientras sus manos se movían con decisión sobre sus curvas. Serena se revolvió inquieta, quería más, quería sentirlo más cerca. Los senos se apretaban contra el pecho de él, y le agarró de los hombros, bajando sus manos por el pecho, acariciándolo osadamente.
Sus dedos volvieron con desesperación a los suaves mechones del cabello de Arturo y su cuerpo se balanceó con las dulces y embriagadoras sensaciones que la estaban poseyendo; oscuras y arrebatadoras olas la inundaban cada vez que él deslizaba su lengua más dentro de ella y la abrasaba posesivamente, acariciándola. Serena contuvo el aliento y se arqueó contra su boca. Comenzó a estremecerse, asombrada ante el tórrido arrebato de exquisito placer que le arañaba profundamente el vientre y entre las piernas. Quería más; un intenso deseo le hacía temblar las rodillas.
Arturo debió percibir su desesperación, porque suavizó el beso. No era el momento oportuno ni el lugar adecuado, pensó, dentro de la neblina del deseo que lo poseía.
—Eres tan apasionada, Serena. —Le dijo al oído en un susurro—. Será un placer tenerte desnuda en mis brazos y hacerte el amor cuando sientas que estás preparada para mí.
—Lo estoy, —dijo ella casi gimiendo.

Continuará...

Teresa Publicada!!!

martes, 16 de noviembre de 2010

Grace Lloper - Teresa

Price per Unit (piece): 8.00U$D



Título: Teresa
Serie:  Doncellas coloniales 2
Autor:  Grace Lloper
Editorial: Editora Digital – www.editoradigital.info
Género: Romántica
Páginas: 172
Fecha de publicación: 16/11/2010
Diseño de portada: Graziella
Edición: Benegas




Tres historias, tres amigas inseparables y su búsqueda del amor.  Remóntense a  fines de la época de la colonia, en alguna remota ciudad de Sudamérica, donde Anna, Teresa y Serena, totalmente diferentes en carácter y aspecto físico, inician su juventud y adquieren experiencia de vida.

Teresa Mercado, la morena terca y caprichosa...
Teresa está prometida a Daniel Lezcano hace casi dos años, pero ambos no pueden ser más diferentes, son polos opuestos: él es responsable, tranquilo y serio; ella es alegre, ansiosa y se llevaba todo por delante.
Al ver la relación que tiene su mejor amiga con su esposo, Teresa desea lo mismo. Quiere un matrimonio apasionado, y viendo lo frío que es Daniel, siente que él debe probar que podrá complacerla como hombre para seguir adelante. Ella, dentro de su inocencia, intenta seducirlo.
Pero él la sorprende aún más. Debajo de su exterior serio, hay un hombre apasionado y muy experimentado. ¿Dónde adquirió Daniel esa maestría? Teresa cree haber descubierto el secreto que él esconde y pone en peligro su relación, todo llevada por su ansia por conocer el mundo y explorarlo...

Grace Lloper - Teresa - Portada y resumen (0,67 MB)
Grace Lloper - Teresa - Capítulo 1 (0,81 MB)
 

Serena - Capítulo 02

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Tres años después…


Puede que el tiempo pase, pero algunas costumbres siempre permanecen.
Muchas cosas cambiaron, pero la amistad entre Anna, Teresa y Serena seguía intacta, y se había reforzado si fuera posible.
Las tres amigas inseparables estaban reunidas; como siempre en casa de Anna, tomando el té en la galería, con una gran diferencia: tres palomitas revoloteaban a su alrededor, jugando en el jardín, bajo las atentas miradas de sus madres y niñeras.
Increíblemente, todas habían tenido una niña: Catalina, la hija de Serena, Cati como la llamaban cariñosamente; tenía dos años y medio, era el vivo retrato de su madre. Olivia, la hija de Anna tenía dos años y cuatro meses, la llamaban Oli y era muy parecida a su orgulloso padre, incluso en el carácter. Teresa, quien no podía quedarse atrás, también se había quedado embarazada. Ámbar, su pequeña hija, estaba a punto de cumplir los dos años, y ella estaba embarazada de nuevo.
 —Espero que esta vez sea un varoncito, —comentaba orgullosa. —¿Y tú, Anna, cuando planeas el próximo?
—En realidad estamos cuidándonos, pero ahora que te adelantaste, me apuraré. —Contestó risueña.
Todas rieron.
—Creo que tendrías que casarte de nuevo, Sere, así continúas la producción a la par que nosotras. —Especuló Teresa, siempre directa.
Serena las miró y sin pestañear contestó:
—No lo creo, amigas. El matrimonio no es para mí. Estoy feliz con la vida que tengo, Cati es todo lo que necesito para ser feliz.
—Eso lo dices porque no te has enamorado, Sere. —Dijo Anna. —Ya llegará un hombre bueno que te haga cambiar de opinión. Eres demasiado joven para quedarte sola toda la vida.
—Quizás solo tenga veinticuatro años, pero me siento como una anciana. —Contestó con amargura contenida. —No quiero más complicaciones en mi vida, ya tuve suficiente. Soy una mujer respetable, tengo una hija a quien adoro, un hermano que nos cuida como si fuéramos de cristal, y soy la directora de la «Fundación Ernesto Gutiérrez para niños huérfanos», ¿qué más podría desear en la vida?
—¡Un hombre que te haga vibrar por las noches, amiga! —Contestó Teresa.
Serena sonrió.
—No necesito casarme para eso, Teresa. Soy viuda, puedo moverme por la vida a mi antojo, puedo tener amantes si quisiera, solo debo ser discreta, no necesito el permiso de nadie.
Anna y Teresa se miraron, ya estaban acostumbradas a los cambios que se habían producido en Serena. De la jovencita ingenua y dulce que había sido, se había convertido en una mujer exteriormente fría y calculadora. La trasformación había sido sorprendente, pero ellas sabían que la esencia seguía allí, que todo no era más que una fachada para el resto del mundo, una muralla protectora que ella misma había construido.
Lastimosamente, ella misma creía en esa fachada ficticia que había creado alrededor de ella. No era para menos, había pasado por muchas experiencias, y muy traumáticas. Nunca les había llegado a contar exactamente cómo se había quedado embarazada de Cati, y menos aún quién era el misterioso padre de su hija. Tampoco sus amigas se lo preguntaron, no querían remover el pasado y causarle más daño. Como ella bien lo dijo una vez: «estaba muerto y enterrado». A la vista del resto del mundo, Cati era hija de Sebastián Vial, el esposo fallecido de Serena, hace poco más de un año atrás.
—Me va a dar un ataque al corazón, Serena… —Anna abrió los ojos como plato. —¿Tienes un… mmmm, un amante?
Serena rió a carcajadas.
—No, amiga. —Contestó, y guiñándoles un ojo continuó: —Pero no me vendría mal.
—Eres una mentirosa, —Dijo Teresa, riendo. —No te animarías.
—Probablemente no, —confirmó Serena. —Eso no haría más que complicar mi vida. Pero a veces… no sé, a veces me siento realmente muy sola, quisiera tener lo mismo que ustedes. Y luego me pongo a pensar, un marido sólo haría que dependiera de él y me limitaría en muchas cosas. Me siento tan bien así, libre de hacer lo que quiero, sin dar explicaciones a nadie.
—Un buen marido no tiene por qué coartar tu libertad, Sere. —Respondió Anna. —Yo no siento que Alex me limite en nada.
—Yo tampoco, —aseguró Teresa. —Daniel es un marido muy comprensivo.
—Sus maridos son excepcionales, chicas. Tuvieron mucha suerte, y me siento muy feliz por ustedes. —Respondió Serena. —Pero yo prefiero no arriesgarme. Ya pasé por demasiadas malas experiencias. Ahora solo quiero vivir tranquila y feliz. Criar a mi hija y hacer lo que me plazca. La Fundación me da muchas satisfacciones, y eso tengo que agradecerles a ustedes, su apoyo fue invaluable, más aún el aporte de la herencia de tu tío, Anna. Sin eso no hubiera sido posible.
—Tío Ernesto estaría muy orgulloso de lo que conseguimos, Sere. Y yo no necesitaba ese dinero. —Aseguró Anna. —Está muy bien empleado.
La «Fundación Ernesto Gutiérrez para niños huérfanos» fue financiada originalmente por la herencia que recibió Anna de su tío fallecido, un hermano no reconocido de su padre, al que conocieron cuando ya era mayor. Anna lo adoraba y fue el último pariente vivo que le había quedado luego de que su padre falleció cuando ella tenía dieciocho años.
La Fundación se auto-financiaba con un negocio de ramos generales que el tío también le había legado en una ciudad vecina. Habían vendido las dos propiedades que eran parte de la herencia y compraron otra en la capital para albergar a los niños. Todo funcionaba sobre ruedas, dirigido por las tres, aunque Serena era la parte más activa.
Como directora de la institución, acudía al albergue tres o cuatro veces por semana. El resto del tiempo lo dedicaba a su hija y a la casa de su hermano, que si bien estaba a nombre de ella y era herencia de Cati, era su hermano el dueño de todo, y tenía el poder sobre todos los bienes como albacea universal del testamento.
¿Qué más podía pedir? ¿Amor? A su criterio el amor estaba sobre-evaluado. El amor sólo le había traído sufrimiento. No lo necesitaba, no quería enamorarse de nuevo.
Las niñas, cansadas de tanto jugar, llegaron corriendo e interrumpieron su conversación trepando a sus faldas, balbuceando incoherencias que sólo sus madres podían entender.
Todas rieron y se dedicaron a sus niñas que reclamaban su atención absoluta.


Era lunes a la mañana y Serena estaba en el albergue, como era usual. Estaban entrando en la estación invernal, y aunque las temperaturas no cambiaban mucho en climas tropicales, las variaciones eran bruscas cuando hacía un poco de frío.
—Señora Vial, dos de los niños están resfriados y con mucha tos. Mandamos a buscar al doctor Vega para que los atienda. —Le comunicó Hortensia, una señora mayor y muy dulce, que era la mano derecha de Serena en el albergue.
—Hiciste bien, Hortensia. Avíseme cuando llegue, por favor, estaré en mi despacho.
—Ya está aquí, señora. —Contestó.
El doctor Arturo Vega asomó detrás de Hortensia.
—Buenos días, señora Vial. —Saludó educadamente.
—¡Doctor Vega! Que sorpresa, qué rapidez. —Contestó pasándole la mano suavemente. —Un gusto verlo, como siempre, me alegro que haya podido venir tan pronto.
—Siempre es un placer servirles, señora Vial. —El doctor tomó la mano que Serena le ofreció y la llevó a su boca, rozándola con sus labios.
—El placer es nuestro, doctor. Su ayuda desinteresada es invaluable para nosotras. —Retiró su mano y mirando a Hortensia, dijo: —Querida, por favor, lleva al doctor a ver a los niños. —Luego miró de nuevo al médico: —Me gustaría saber el diagnóstico cuando termine, doctor.
—Pasaré por su escritorio, señora. —Y con una inclinación de la cabeza se retiró, siguiendo a hortensia.
Serena se quedó parada, mirándolo.
No era un hombre guapo en el sentido usual de la palabra, pero era muy atractivo: de pelo rubio ceniza, alto y elegante, muy masculino, siempre impecablemente vestido. Debía rondar los treinta y cinco años, era viudo y tenía un hijo de once años. Lo conoció cuando atendió a Teresa convaleciente de su enfermedad, y ella había ayudado a Daniel a cuidarla.
Era un médico familiar muy renombrado y había traído al mundo a las tres niñas, incluyendo a Cati. Él mismo se había ofrecido a atender a los niños del albergue, su ayuda era muy estimada por todos.
Al darse cuenta que todavía estaba parada, mirando la puerta por la que habían salido Hortensia y el médico, suspiró, dio media vuelta y fue a su despacho a revisar los papeles pendientes y a contestar la correspondencia atrasada.
Luego de media hora, estaba de espaldas a la puerta, buscando un folio entre los libros de la biblioteca, cuando escuchó un suave «clic». La puerta de su despacho había sido llaveada.
Sonrió interiormente, pero no volteó.
Su corazón palpitaba descontroladamente.
Segundos después, sin mediar ningún ruido de por medio, sintió la caricia de un aliento caliente en su nuca, y unas manos que se posaron suavemente en su cintura.
Serena gimió.
Unos labios experimentados estaban haciendo maravillas en su nuca, hombros y cuello. Sentía la caricia de unos bigotes bien recortados, como si de una pluma se tratara. Ella se estremeció. Él lo sintió, también algo más, una entrega dulce que lo obligó a contener la respiración.
Serena se recostó suavemente en su torso y apoyó ambas manos sobre las suyas, que ya estaban ciñéndola posesivamente.
Ambos vieron sus reflejos en el vidrio de una de las vitrinas de la biblioteca, se miraron y sonrieron.
Él le tocó el pelo y se lo acarició con suavidad, tomando entre sus dedos un mechón que se había soltado del rígido moño que llevaba.
La estrechó más fuerte, presionándola contra su pecho y su creciente erección. Estaba entre sus piernas, y no sabía qué hacer con las manos mientras él se inclinaba sobre ella y besaba de nuevo su cuello, llegó a su oreja y la mordisqueó. Ella volvió a gemir, desesperada.
La volteó suavemente y se miraron a los ojos. Subió ambas manos a su cara y posó sus labios sobre los de ella, suavemente al principio, con una incipiente urgencia después, Serena se vio atrapada en ellos, con todas sus preocupaciones desapareciendo a causa de la intensidad del momento, y de aquellos sentimientos. Fue ella quien abrió la boca para explorar la suya. El gemido que él profirió la hizo sentir poderosa, consciente de lo que tenían entre ellos. Con la lengua probó sus labios y su boca, con su cuerpo presionado conscientemente contra el suyo, y sintió cómo la mano de él pasaba alrededor de su cintura hasta sus costillas, y luego hasta su pecho.
Ahora fue su turno de lanzar un gemido, para retorcerse mientras aquella increíble sensación la atravesaba. Tan solo había dos prendas de ropa sobre su piel, aunque hubiera sido lo mismo si no hubiera habido ninguna, así de cerca sentía su mano. Él la besó y acarició, pasando sus dedos por uno de sus pezones hasta que éste fue una presión dura contra su mano. La marea de placer se movió de arriba hasta abajo por todo su cuerpo, hasta convertirse casi en un dolor entre sus muslos.
Se oyó el llanto de un niño procedente del final del pasillo. En ese momento, cuando su mente volvió en sí, fue justo cuando se dio cuenta de que no le importaba que el hombre con el que estaba conscientemente compartiendo esa intimidad no fuera su marido.
De todas formas, como se esperaba de ella, dijo:
—Arturo, compórtate, por favor. —Separándose y sonriéndole.
—Serena, me vuelves loco. —Se pasó ambas manos por su pelo y suspiró.
—No es mi intención, mi querido doctor. —Dio media vuelta y se apoyó en su despacho. —No podemos seguir haciendo esto, no es correcto. —Y cómo si de verdad le importara, dijo: —No eres mi marido.
—No me importaría serlo, cariño.
Ella se tensó. Él lo notó.
—Nunca voy a volver a casarme. —Dijo suave, pero firmemente.
—Entonces… ¿qué es lo que tenemos, Serena?
—Lo siento, Arturo, no tengo respuesta a tu pregunta.

Continuará...

Serena - Capítulo 01

domingo, 7 de noviembre de 2010

Cuando Serena vio que Daniel bajaba a desayunar, recién a media mañana, algo poco usual en él, corrió al cuarto de Teresa para ver cómo había amanecido.
La encontró desperezándose, sonriendo con cara de pícara.
Se apoyó en la columna de la cama y sonrió también.
—Veo que ya estás totalmente recuperada y me parece que alguien tuvo mucha acción anoche. —Dijo Serena, ruborizada. —¿Me equivoco?
Teresa rió a carcajadas.
—Amiga, fue increíble. ¿Me pasas mi bata?
Serena le alcanzó el salto de cama y Teresa se levantó, cubriendo su desnudez.
—Me alegro por ti, Tere. Él realmente te ama, lo demostró de mil maneras estos días que estuviste enferma. Nunca vi tanta devoción y preocupación en un hombre.
—Y pensar que dudé de él. Que tonta fui, ¿no?
—Por suerte para ti todo se arregló.
Teresa suspiró.
—Sí. Y ahora a disfrutar de la luna de miel, —hizo un puchero con la boca. —Aunque solo nos queden unos días para que vuelva al banco.
—Creo que mejor vuelvo a lo de Anna, así los dejo solos. Ya no me necesitan.
—No digas tonterías, Sere, aquí puedes quedarte todo el tiempo que quieras, no nos molestas en absoluto.
—Pero yo me sentiré mejor, por lo menos hasta que pasen su luna de miel.
—Sere, aquí o en casa de Anna siempre serás bienvenida, no importa donde estés, lo importante es que sigamos juntas. Te quiero, bichita. Gracias por todo lo que hiciste por mí estos días. Daniel asegura que sin ti se hubiera sentido perdido.
Y se abrazaron.
—Yo también te quiero, indiecita.
Así fue como Serena volvió a casa de Anna y siguió con las actividades paralelas que tenía, visitando las iglesias y casas de acogidas, viendo cómo se manejaban internamente, aprendiendo, para poder hacer lo mismo, era un sueño que tenía hace bastante tiempo y el cual sus amigas prometieron ayudarla.
Esa tarde, estaba en su habitación, y se sentía perdida. No le quedaba mucho tiempo, debía decidir qué hacer con su vida. Si volvía a la hacienda, no tenía ningún futuro, más que el de cuidar a sus padres.
En realidad no tengo futuro alguno, ni siquiera aquí, pensó.
Se sobresaltó cuando tocaron a su puerta.
—Señorita Serena, la señora Anna quiere que le avise que ya llegó la señora Teresa, la esperan para tomar el té abajo.
—Gracias Angélica, —contestó Serena. —Diles que bajo enseguida.
Anna, Teresa y Serena quedaron para tomar el té, como acostumbraban hacerlo, en la casona de Anna, en la galería frente al salón, el sitio preferido de las tres.
El tema de discusión de ese día rondaba alrededor de Serena.
Sus amigas no querían que vuelva junto a sus padres.
—Serena, tú de aquí ya no te vas. No puedes volver a la hacienda. Te pudrirás allí sin encontrar marido. Mi casa es tuya, sabes que tengo más espacio del que podría ocupar en años. —Dijo Anna.
—Lo mismo digo yo, Sere, —Apoyó Teresa. —Puedes quedarte donde quieras, también en casa hay lugar de sobra. Ahí ya tienes tu habitación esperándote. Eres dueña y señora de mi casa. Lo importante es que estés con nosotras para que podamos presentarte en sociedad y así podrás conocer a tu futuro marido.
—Chicas, son maravillosas, las adoro. —Serena suspiró y sus ojos se humedecieron. —Déjenme pensarlo, tengo que decidir tantas cosas.
Anna, aprovechando el momento, decidió usar la noticia que tenía que darles, para tratar de forzar la decisión de Serena.
—Además, Sere, te voy a necesitar a mi lado. Te voy a necesitar muchísimo.
Ambas la miraron con ojos interrogantes.
—Ohhhh, —Gimió Teresa. Rápida como era, enseguida se dio cuenta. —Anna, no me digas que es lo que pienso.
Anna asintió, sonriendo.
—No entiendo, ¿qué pasa? —Preguntó Serena.
—Estoy esperando un bebé, Sere. —Anunció Anna. Y te necesitaré a mi lado.
Teresa saltó del sillón y abrazó a su amiga efusivamente, dando gritos de alegría.
Ambas se pusieron a gritar y a decir incoherencias, ninguna de las dos se dio cuenta que Serena se quedaba pálida y contenía la respiración para no ponerse a llorar.
Pero la emoción contenida, los meses de guardar silencio, la presión que sentía sobre su incierto futuro pudieron más que su voluntad de permanecer tranquila.
Sus labios empezaron a temblar y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Anna escuchó sus sollozos y se separó de Teresa.
—Sere, tranquila, amiga… es una buena noticia, no es para ponerse a llorar. —Dijo Anna tratando de calmarla.
Y Serena no aguantó más, lloró desconsoladamente.
Teresa se arrodilló frente a ella y la abrazó. Anna la tomó de la mano y trató de tranquilizarla.
Ninguna de las dos entendía el motivo de la desesperación de Serena. Era un momento de gozo, una buena noticia para festejar, no para llorar.
—Chicas, es que no lo entienden. —Serena fue calmándose poco a poco, y aunque seguía sollozando, por fin pudo hablar.
—Explícanos, Sere. —Pidió Teresa.
—Estoy feliz por ti, Anna, de verdad ¿De cuantos meses estás? —Preguntó Serena.
—Recién estoy empezando, quizás de un mes, o poco más.
Serena suspiró, era hora de confesarse con sus amigas. Ya no podía seguir ocultándoles su desgracia. Entre las tres quizás encontraran una solución que ella no veía.
—Yo… —Serena titubeó. —Yo las necesitaré antes, amigas.
Teresa se llevó una mano a la boca.
Anna la miró incrédula.
—También estoy embarazada… pero ya de tres meses.
Ambas se quedaron mudas.
Teresa, que todavía estaba arrodillada a sus pies, reaccionó antes.
—Serena, yo… no sé qué decirte, amiga. Sólo que… que tienes mi apoyo. —Y la abrazó.
Anna las abrazó a ambas.
—Por supuesto, también el mío, Sere. —Dijo con lágrimas en los ojos.
—Gracias, amigas. —Respondió Serena, separándose suavemente de ellas y levantándose del asiento. —Sé que estarán sorprendidas. Y espero que no me hagan preguntas, porque no quiero hablar al respecto de lo que pasó.
Serena era sumamente reservada, siempre lo fue, a sus amigas no les sorprendió que ella quisiera guardar esa parte de su vida sólo para sí misma. La comprendían y aceptaban como era.
Serena continuó, de espalda a ellas, mirando hacia el jardín:
—No es que no quisiera contarles, algún día lo haré, pero ahora no tengo fuerzas, y duele demasiado. Lo que quisiera es encontrar una solución y no escarbar en el pasado. —Se dio vuelta y las enfrentó: —Lo que si deben saber es que no puedo contar con el padre de este bebé, piensen en él como si estuviera muerto. Muerto y enterrado.
—¿Lo sabe alguien más, Sere? ¿Tus padres? —Preguntó Teresa.
—Se lo conté a Joselo el día después de tu boda, Teresa. Nadie más lo sabe. —Contestó negando con la cabeza.
—Sere, ¿cómo pudiste cuidarme todos estos días sabiendo que estabas embarazada y que mi enfermedad era tan contagiosa? ¿No pudo haberle hecho daño a tu bebé?
—No, Tere. —Contestó. —Se lo pregunté a tu médico antes de ofrecerme, el bebé está protegido por mis defensas. Yo ya tuve esa enfermedad.
Teresa suspiró.
—Menos mal. Volviendo al tema, querida, creo que tenemos que encontrarte un marido. —Dijo Anna. —Urgente. Pienso que como ya decidimos hacer uso de la herencia del tío Ernesto para fines caritativos, no veo nada de malo en ampliar tu dote con parte de esa herencia. Aunque suene espantoso, lo que tenemos que hacer es comprarte un marido.
Serena miró a Anna espantada. Teresa la miraba atónita por lo directamente que abordó el tema.
Anna continuó:
—No me miren así, tenemos que encontrar una solución, y no veo que ustedes aporten ideas, es lo más práctico que se me ocurrió.
—En realidad, no es mala idea, Serena. —Dijo Teresa apoyándola.
Ambas la miraron.
Una sonrisa triste asomó en los labios de Serena y dijo:
—¿De verdad creen que seré capaz de hacerlo? ¿Imponer a un hombre el bastardo de otro? —Negó con la cabeza y se quedó callada un rato. —Me encontré con Joselo ayer y él creyó haber encontrado otra solución.
—¿Cuál? —Preguntaron al unísono.
—Estas semanas estuvieron llenas de confesiones, chicas. Joselo me confirmó ayer lo que siempre sospechamos sobre él. —Teresa ya lo sabía desde hace mucho, pero no dijo nada para evitar que sus amigas se sintieran mal. —Tiene una pareja desde hace más de cuatro años, poco después de venir a estudiar a la capital. No vive en la universidad como creíamos todos, sino en la casa de este señor, se llama Sebastián Vial. Es un hombre muy erudito, fue su profesor durante los dos primeros años, luego enfermó de tuberculosis . —Serena suspiró. —Bueno, el hecho es que Sebastián se ofreció a casarse conmigo y reconocer a mi bebé.
—¿Y tú estás conforme con eso, amiga? ¿No sería lo mismo a lo que te niegas? —Preguntó Anna.
—No, en éste caso es diferente, porque yo lo estaré ayudando a él, tanto como él a mí, e incluso a Joselo. No le queda mucho tiempo de vida, y desea hacerlo beneficiario en su testamento, ya que es, bueno, como su… ya saben, pareja. Joselo se niega, por supuesto, nuestros padres no lo entenderían, sería un escándalo. Pero si me lo deja a mí, como su esposa, Joselo sería nombrado albacea universal de todo, y tanto mi bebé como yo estaremos protegidos toda la vida.
—Serena, es una solución perfecta, hazlo ¿acaso tienes alguna duda? —Dijo Teresa.
—Miles de dudas, amigas. Pero creo que es la mejor solución, para todos. Sebastián tiene un tío que se quedaría con su fortuna si no se casa, un tío al que, según Joselo, no soporta y que solo está esperando su muerte para quedarse con todo.
—¿Es muy rico? —Preguntó Teresa.
—No lo sé, pero tiene una casa preciosa, cerca de aquí. Una mansión, diría yo. Tengo entendido que es herencia de sus padres, eran franceses. —Contestó Serena y cambió de tema: —Anna, le pedí a Joselo que venga esta tarde, para darle una respuesta. No puedo dejar pasar más tiempo.
—Y aquí estoy, florecitas. —Dijo Joselo entrando a la casa acompañado de la criada. —El caballero andante que salvará a la damisela. ¡Por fin voy a servir para algo!
Todas rieron con su ocurrencia y lo saludaron afectuosamente. Los cuatro se adoraban, cuando eran pequeños y Teresa visitaba a sus amigas en la hacienda, él no se separaba de ellas, era un compañero de juegos más. Siempre fue muy especial.
Sin preámbulos, dos huesudos brazos rodearon a Serena por detrás, la abrazó tiernamente y dijo:
—Por lo visto, ya están todas al tanto de todo, me alegro. —Para Joselo era un alivio tener que dejar de fingir algo que no era frente a sus mejores amigas y su hermana. —Así que, hermanita, dime: ¿Qué decidiste?
Serena se apoyó en él y suspirando, contestó:
—Es la solución ideal para los tres, Joselo, o mejor dicho los cuatro, incluyendo al bebé. Sería una tonta si me negara, ¿no lo crees? —Contestó con lágrimas en los ojos.
—Perfecto. Solicitaré una licencia especial para celebrar la ceremonia lo antes posible. Ustedes dos y sus maridos serán testigos, lo celebraremos en casa, o sea, la de Sebastián, ya que él no puede salir. Tú no tienes que preocuparte de nada, bichita, yo cuidaré de ti y de mi sobrino, o sobrina. No les faltará nada, nunca.
Serena, emocionada y sollozando, dijo:
—Eres el mejor hermano que hay.
Y así quedó decidido el futuro inmediato de Serena.

Continuará...

Serena - Argumento

Tres historias, tres amigas inseparables y su búsqueda del amor…
Remóntense a la época de la colonia, en alguna remota ciudad de Sudamérica, donde Anna, Teresa y Serena, totalmente diferentes en carácter y aspecto físico, inician su juventud y adquieren experiencia de vida.

Serena Ruthia, la rubia dulce e inocente…
Serena, la mayor de las tres amigas, cree que se ha quedado solterona y no tiene posibilidades de casarse al vivir en una remota finca del interior. Siente una profunda soledad al ver que sus dos amigas se han casado y son felices.
Llevada por la tristeza y aislamiento, comete una locura y esconde un secreto que pronto será evidente y que ni siquiera es capaz de contarles a sus mejores amigas. Su hermano acude en su ayuda y pasado un tiempo Serena se convierte en una respetable viuda, con una hija… y dos pretendientes.
Una mujer dividida entre dos amores, el de un respetable miembro de la sociedad que la apoya incondicionalmente y el del padre de su hija que aparece años después reclamándola. ¿Qué decisión tomará Serena? ¿Se inclinará por la pasión desmedida que siente por uno de ellos o por el recuerdo de un antiguo amor que ha dejado secuelas?

Teresa - Argumento

Tres historias, tres amigas inseparables…
Remóntense a la época de la colonia, en alguna remota ciudad de Sudamérica, donde Anna, Teresa y Serena, totalmente diferentes en carácter y aspecto físico, inician su juventud y su búsqueda del amor.


Teresa Mercado, la morena terca y caprichosa…
Teresa está prometida a Daniel Lezcano hace casi dos años, pero ambos no pueden ser más diferentes, son polos opuestos: él es responsable, tranquilo y serio; ella es alegre, ansiosa y se llevaba todo por delante.
Al ver la relación que tiene su mejor amiga con su esposo, Teresa desea lo mismo. Quiere un matrimonio apasionado, y viendo lo frío que es Daniel, siente que él debe probar que podrá complacerla como hombre para seguir adelante. Ella, dentro de su inocencia, intenta seducirlo.
Pero él la sorprende aún más. Debajo de su exterior serio, hay un hombre apasionado y muy experimentado. ¿Dónde adquirió Daniel esa maestría? Teresa cree haber descubierto el secreto que él esconde y pone en peligro su relación, todo llevada por su ansia de conocer el mundo y explorarlo…

AUTORAS EN LA SOMBRA!!!

martes, 26 de octubre de 2010

Amigas, estoy recontraemocionada, cada día una sorpresa nueva, nuevas emociones.
Una amiga mía me envió el link de autoras en la sombra donde aparezco.
NO PODIA CREERLO!!!


No sé que decir, ni todo el oro del mundo puede pagar la satisfacción que siento.
Quería compartirlo con ustedes, que fueron mi primer nexo con los libros, y siempre me apoyaron, desde el inicio.
Besos, las quiero mucho.

Teresa - Capítulo 10

miércoles, 6 de octubre de 2010


Riendo como niños, salieron al jardín y se perdieron detrás de la casa. Se tomaron de la mano, ella con la intención de llevarlo hacia los establos, pero él la estiró hacia su enorme y fuerte cuerpo y la aprisionó en sus brazos, besándole el hombro, abrazándola sin pudor alguno.
—Ahhh, osita. Estás tan suave y blandita sin ese corsé que te aprisiona. —le dijo Daniel pasando sus manos por la cintura y las caderas de ella.
—¡Me siento libre! —respondió ella riendo, mandando su cabeza para atrás, como gritándole al viento.
—Mmmm, me gustaría comprobar qué tan libre estás, —y le besó el cuello expuesto a su vista. —¿Dónde vamos?
—En el galpón de las herramientas. Es un depósito y hay un entrepiso donde nosotros solíamos jugar cuando niños, era como nuestra «casita en el árbol» ¡Vamos ahí!
Y corrieron tomados de la mano, escondiéndose para que ninguno de los criados los vea entrar. Era un lugar oscuro y cerrado.
Daniel frunció el ceño.
Ella rió.
—El entrepiso solía estar mejor, mi amor, y tiene una ventanita que da al exterior, hay una escalera marinera por aquí, ven.
Daniel encontró en el camino unos pequeños fardos de paja y levantándolos, los tiró arriba, hacia el entrepiso.
—Nuestro colchón, —y le guiñó un ojo.
—Buena idea. Sube.
—Sube tú primera, osita. Yo te ayudo.
—Mejor sube primero tú y me ayudas a llegar desde arriba. —Le daba cierto pudor subir delante de él sabiendo que estaba desnuda debajo de sus ropas.
El sonrió y asintió, entendiendo su dilema.
—Creo que es lo mejor, así me dejas verificar el lugar antes de que subas. No deseo que nos encontremos con alguna sorpresa.
Subió por la pequeña escalera, abrió ligeramente la ventanita para que entre un poco de luz, verificó la solidez del piso de madera, esparció la paja en el piso y se acercó para indicarle que subiera.
Apenas asomó su torso, él metió las manos debajo de sus brazos y la levantó fácilmente, aprisionándola contra su pecho, sin que toque el suelo.
Ella rió, emocionada.
—Ay, mi amor, eres tan fuerte. —Y le pasó los brazos por el cuello.
La apoyó en el piso y con un gemido de placer casi agónico, inclinó la cabeza y la besó. Ella se derritió ante su contacto. Su boca, su cuerpo, toda su suavidad presionando aquellas partes suyas que más lo deseaban. La aceptación de la necesidad de sus cuerpos hizo que cualquier idea que no fuera el hambre abandonara la cabeza de Daniel. No podía recordar la diferencia entre lo que le habían enseñado que estaba bien o mal. Sólo podía desear, sólo podía adueñarse del momento y no dejarlo ir.
Entró profundamente en su boca, necesitando degustarla, reclamarla, saciar su deseo desde que la había tocado por última vez. Cuando él le mordisqueó los labios y la lengua, ella emitió un ruido asustado.
—Ohhh, Dani… —le dijo ella contra sus labios, —cada día me muestras algo nuevo. Hay tantas cosas que tengo que aprender.
—Yo te enseñaré, osita, todo lo que quieras saber, te enseñaré lo que es morir de placer —dijo, con la garganta apretada. —Pero sólo hasta cierto punto antes de casarnos y si me prometes que esto quedará entre nosotros.
—Te lo prometo, mi amor. Enséñame.
La tomó por las nalgas sobre el vestido, la levantó hasta su entrepierna y siguió besándola. Aquella presión añadida hizo que su erección latiera tan intensamente que llegó a hacerle daño. No conseguía obligarse a abandonar su boca, ni siquiera pedir disculpas por su rudeza. Por una impaciencia que ya no podía controlar. Pero a ella parecía gustarle.
La apoyó de nuevo en el piso y fueron bajando lentamente, hasta el colchón de paja que él había preparado. La recostó lentamente mirándola en todo momento y se puso a su lado, ordenándose mentalmente ser más suave con ella, dominar su ímpetu.
—Quiero verte, —le susurró ella.
Rápidamente, el se desabotonó la camisa y se la sacó, casi desgarrándola, para volver a su lado, muy cerca de ella y mientras acariciaba su torso con dedos temblorosos, maravillada de verlo por primera vez desnudo de cintura para arriba, él le bajó las mangas y el frente de su vestido para dejar al descubierto sus pechos plenos, grandes y firmes.
Tomó en sus labios la ardiente plenitud de su seno, lamiéndolo, mordiéndolo suavemente, mojándolo. El pezón apuntaba firme hacia él, se lo sopló y se endureció aún más. Con un susurro, le preguntó:
—¿Lo sentiste? ¿Sentiste el deseo en tus pechos? ¿Entre tus piernas?
Ella asintió con la cabeza, temblorosa, y él la besó de nuevo como recompensa. La besó hasta que su cabeza retumbaba al unísono con su miembro, hasta que su pasión le brotó del pecho con un gruñido primitivo y animal. Siguió acariciándole los senos, pinchando la sensible punta, arañando suavemente la aureola hinchada con las uñas. Ella comenzó a retorcerse contra la trampa de su cuerpo, no para escapar sino para obtener más. Él sabía lo que sentía. ¡Oh, cuánto lo sabía! Bajó la cabeza hasta sus senos y le mordió una punta suavemente.
Mientras tanto, una de sus manos fue levantando poco a poco su falda, hasta que tuvo acceso a sus piernas desnudas. Acarició su sensible piel, y levantó la vista para apreciar lo que había desnudado. Sus piernas eran largas y curvilíneas, cerró los ojos con un espasmo de deseo, subiéndole aún más la falda hasta dejar al descubierto lo que más añoraba conocer.
—¡Ay! —dijo ella asustada, —Ay, Dios mío…
Él sonrió cuando vio que sus dedos se cerraban en su puño, y entonces deslizó las manos hacia arriba. «Su osita era una mujer sensible, —pensó él, —un violín bien afinado». Apoyó la sien contra su cadera y sopló suavemente a través de los hermosos rizos negros que cubrían sus pliegues. Su estremecimiento le provocó más placer que otro de sus gemidos.
—Cumpliste lo que prometiste, osita. Ahora yo cumpliré lo que te prometí.
Los muslos le temblaron cuando él los acarició y los abrió ligeramente. Ahora podía olerla, un suave y dulce olor. Con el corazón desbocado, buscó con la boca los rizos tupidos. Ella se tensó pero no se movió. Él sintió que lo esperaba con el aliento entrecortado. Le peinó sus vellos con la mano para poder acariciar sus pliegues y descubrir su secreto oculto. ¡Qué dulces eran aquellos secretos, y qué placer que ella los compartiera con él!
Suavemente, acarició el tierno lecho de vellos, delicadamente, hasta que sus caricias la convencieron para relajarse. Abrió más sus muslos para apreciar mejor su centro y pasó el pulgar, ligeramente, por encima del tímido y cálido pliegue de sus labios. Teresa estaba mojada. La humedad bañaba su piel y la de ella. Que él tuviese el poder para despertar esa reacción en Teresa lo hacía a la vez humilde y lo excitaba.
Al no oír protestas, separó sus pliegues con los dedos, frotando hacia dentro y hacia arriba. Su piel ahí era sedosa como el satén, lubricada por el deseo. Teresa dio un salto cuando él le rozó el clítoris. Volviendo a sonreír, él lo presionó ligeramente, con la yema de los dedos apretando en ambos lados. Su recompensa fue un violento estremecimiento. Ella dejó caer una mano sobre él como si quisiera detenerlo y, en seguida, con la misma rapidez, la retiró.
—¿Estás seguro de que es ahí donde tienes que estar, mi amor? —preguntó jadeante.
—Estoy seguro, mi dulce osita —rió él, y la apretó aún más fuerte. Esta vez, ella gimió. —Éste es el secreto del placer de la mujer. —Y ella gritó cuando él cubrió con la boca aquella confluencia de nervios. Teresa inclinó las caderas hacia delante, con un apetito inocente. Daniel sintió que la sangre le rugía en las orejas. Con la lengua, él siguió rozándola. Con los labios, la chupó. Deslizó los dedos y frotó su sexo hinchado.
—Oh, Dani… —exclamó ella, y lanzó la cabeza hacia atrás. —¡Casi duele!
Él no prestó atención a las palabras, sólo al tono, y ella estaba gozando. La hizo subir por la colina hasta el clímax saboreando cada sorpresa de ella, cada gemido de deseo. Daniel ansiaba su placer como un hombre hambriento ansía la comida. Ésta era Teresa. Ésta era la mujer que él amaba.
Llevando las manos a sus nalgas, para apretarla más contra su boca, recurrió a todos sus conocimientos para llevarla hasta la cima del éxtasis. Cuándo empujar, cuándo provocar, cuándo murmurar cosas que quería hacer. Escuchaba su cuerpo por sobre todas las cosas. Sus temblores le decían lo que le agradaba, la tensión de sus muslos, su mano cada vez más apretada contra su cabeza.
Ese acto le pertenecía sólo a ella. Cuando experimentó la pequeña muerte, su alma se sintió exultante ante su grito. Deslizó un dedo en su abertura, para sentir las contracciones en su interior cuando con la boca la hizo gozar una vez más y otra vez. Podía parar, le había enseñado lo que había prometido. Pero no quería dejarla ir. Esto era lo único que tendría de ella por ahora. Aquel primer conocimiento de su cuerpo. La primera introducción al goce de Teresa.
Quería hacerlo tan memorable como fuera posible.
—Para, mi amor, por favor, para… no puedo más. —Le rogó, casi gritando.
Se incorporó hasta ella, todavía con la mano muy quieta apoyada sobre sus rizos, abarcando todo su centro, para tranquilizarla.
Pensó que Teresa se quedaría tendida, rendida. Pensó que solo la estrecharía mientras se calmaba. Pero al parecer, ella no quería calmarse. Se retorció contra su cuerpo y le mordió el cuello. Sus labios despertaron en él un pulso desbocado.
—Enséñame más, mi amor —pidió. —Enséñame cómo puedo darte placer a ti, necesito tocarte yo también.
Aquello era una demanda que él no se atrevía a satisfacer. Emitió un rugido grave a la altura del pecho. Ella se incorporó sobre él y volvió a insistirle:
—Enséñame —Su larga cabellera negra caía sobre ambos y los envolvía en una cascada de fragancia a jazmín.
—No me pidas eso, osita —dijo, con los dientes apretados, tocando su pelo. Puedo perder el control. —Y le besó los pezones que estaban muy cerca de su boca.
Cuando ella, tímidamente acarició y besó su pecho y fue bajando la mano hasta la erguida cresta que amenazaba con rasgar su pantalón, oyeron unos gritos en el exterior, que iban haciendo cada vez más fuertes a medida que se aproximaban:
—¡Teresa! ¡Teresa! —eran Serena y Anna.
—¡Indiecitaaaaa! ¿Dónde estás? —gritaba Joselo.
—Sepárense, —dijo Anna. —Así abarcaremos más.
Ambos se incorporaron al unísono.
—¡Dios mío! Tenemos que salir de aquí inmediatamente. Ellos conocen este escondite.
Se acomodaron las ropas en segundos y bajaron rápidamente. Él primero, y la esperó abajo para ayudarla.
—Espera, osita, estás llena de paja.
Trataron de limpiarse lo mejor que pudieron y salieron por la pequeña puerta trasera del cobertizo, corriendo y riendo cruzaron hasta los establos y lo rodearon, para hacer como si estuvieran llegando del invernadero.
 —Espero que no hayan buscado todavía por aquí, —dijo Teresa riendo casi a carcajadas.
Los dos estaban jadeando por la carrera, escondidos detrás de los establos.
—Todo lo que me haces hacer, mi dulce osita. —respondió él sonriendo. —Tranquilicémonos primero antes de verlos.
Y como si estuvieran conectados, se dieron un pequeño pero apasionado beso. Y sin pensarlo, solo expresando lo que sentía en ese momento, ella le dijo en un susurro:
—Te amo, Daniel.
Él la miró y sintió que el corazón explotaba en su pecho. Era la primera vez que ella se lo decía tan abiertamente.
—Osita, yo…
—¡Teresaaaa! —el grito de Anna muy cerca de ellos lo interrumpió, aunque todavía no podían verla.
—Hora de actuar, —dijo Daniel. Tomó su mano y la puso en su brazo, saliendo desde detrás del establo, caminando tranquilamente.
—¿Qué es lo que pasa, Anna? —le dijo Teresa tranquilamente, como si nada hubiera pasado.
—¡Dios mío, Teresa! ¿Dónde estaban? Llevamos buscándolos casi media hora.
—Fuimos a caminar cerca del invernadero. Joselo se quedó dormido y Serena fue a no sé donde, entonces decidimos dar un paseo. ¿Pasa algo malo?
Anna frunció el ceño.
—Mmmm… espero que no. —Y le sacó un resto de paja del cabello, mostrándoselo como evidencia.
—¿Qué te pasa, amiga? No estábamos haciendo nada malo, —y soltándose de Daniel, la llevó lejos, estirándola del brazo y le dijo en tono más bajo: —Pareciera que el matrimonio en vez de ampliar tu mente, te hizo más mojigata. Sabes cuales eran mis planes, ¿no?
—Eso es justamente lo que me preocupa, Tere. —Anna suspiró. —Creo que tus planes pueden escaparse de tu control. Por favor, no me hagas responsable de tus locuras. Si algo llegara a pasar en mi casa, no me lo perdonaría y menos aún tus padres o tía Sofi. Y Alex tampoco.
Teresa la abrazó.
—Te quiero, amiga. No pasó nada, tranquilízate. Soy muy feliz, no destruyas mi dicha con tus gritos y reprimendas, ¿sí?
—Ay, Tere… ¿qué voy a hacer contigo? —dijo Anna poniendo los ojos en blanco.
—Solo quiéreme, —le dijo riendo, y le dio un beso en la mejilla.
Se abrazaron y así fueron caminando hasta la casa, seguidas de Daniel, que volvía a respirar tranquilo, y miraba a su prometida contorneando las caderas frente a él, imaginando sus nalgas desnudas debajo de sus faldas.
A pesar del enredo posterior «La experiencia valió la pena», pensó Daniel, complacido y todavía sintiendo el olor y el sabor de Teresa en sus labios.


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