UNIVERSO ROMANCE!!!

jueves, 30 de diciembre de 2010

Amigas, estoy recontraemocionada, cada día una sorpresa nueva, nuevas emociones.
Me escribieron de Universo Romance para contarme que me incluyeron en su base de datos. NO PODIA CREERLO!!!

No sé que decir, ni todo el oro del mundo puede pagar la satisfacción que siento.
Quería compartirlo con ustedes, que fueron mi primer nexo con los libros, y siempre me apoyaron, desde el inicio.
Además quiero contarles que he sido invitada por la Editora Digital a formar parte de la Serie Multiutor "Pecados". A mi me toca la ENVIDIA. Ya salieron la Lujuria y la Soberbia, así que no se olviden de pasar a mironear... ;-)

Este año que viene espero que sea de éxitos, amor y salud para tod@s...

¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO AMIGAS!!!

Serena - Capítulo 05

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Serena sintió un olor muy fuerte que casi le quema la garganta. Tosió.
—Está volviendo en sí —confirmó Teresa.
Abrió lentamente los ojos, aturdida. Estaba recostada en la cama de la habitación de invitados de la casa de Teresa. Le habían abierto la parte trasera del vestido y aflojado el corsé.
Tres pares de ojos la miraban atentamente y un frasco de sales bailaba frente a ella.
—Mmmm, —apartó las sales, se llevó la mano a la cabeza y quiso incorporarse.
—Serena, no te levantes, —dijo Arturo —digo, señora Vial.
Anna y Teresa se miraron, casi sonriendo.
—No se preocupe, doctor, no tiene que disimular frente a nosotras, —dijo Teresa—. Sabemos el tipo de relación que tienen.
Arturo suspiró aliviado.
Ambas amigas preguntaron al unísono:
—¿Cómo está?
—¿Qué le pasó? ¿Por qué se desmayó?
—Vayamos por parte, señoras. Déjenme revisarla. —Arturo, que mandó bajar su maletín del carruaje, le tomó el pulso, revisó sus ojos, le pidió que abra la boca y saque la lengua, apoyó su oído contra su pecho para escuchar su corazón, todo lo usual, muy profesionalmente—. Serena, no veo nada anormal ¿qué sentiste al desmayarte?
—No lo sé, mareo, pesadez, me fallaron las piernas.
—Pueden ser varias las razones, señoras —dijo dirigiéndose a todas—. ¿Comiste bien hoy, Serena? ¿Tomaste suficiente líquido?
—S-sí. —Contestó.
—Hay una pregunta que como médico tengo que hacerte… eh… ¿Existe la posibilidad de que estés embarazada?
—¡No, Arturo! Por Dios… —Se ruborizó totalmente.
—Lo siento, es una pregunta usual. —El alivio en la cara del médico fue evidente—. ¿Tuviste alguna impresión? ¿Te asustaste de algo?
—Ya estoy bien, en serio. No fue nada. —No quiso contestar esa pregunta.
—Me preocupas, cariño, —dijo tomando su mano y llevándosela a los labios.
Serena miró a sus dos amigas de soslayo, avergonzada y vio que ambas suspiraron tomándose de la mano y sonriendo con cara de tontas.
—No te alarmes, te aseguro que no es nada, Arturo. Me quedaré un rato a descansar aquí y luego iré a casa. Estaré bien, cualquier cosa, te mandaré llamar.
—¿Lo prometes? —Preguntó el médico, intranquilo.
—Lo prometo. —Respondió ella—. Necesito hablar un rato a solas con Anna y Teresa, si no te molesta, por favor.
—Claro, —le dio un beso en la frente y se despidió.
Apenas el médico se retiró, Serena casi saltó de la cama.
—Manda a buscar a Cati y la niñera, por favor, Teresa —dijo desesperada—. Nos vamos.
—¿Qué pasa, Sere? —Preguntó Anna—. Estás muy extraña.
El labio inferior de Serena empezó a temblar y sus ojos brillaron por las lágrimas contenidas. Al ver que su desesperación volvía, se sentó en la cama para tranquilizarse, no podía desmayarse de nuevo. Tenía que ser fuerte, por Cati.
—Sere, tranquilízate. ¿Qué es lo que te ocurre? —Teresa estaba preocupada.
—Chicas, la peor de mis pesadillas se hizo realidad. —Y como preguntándose a sí misma, dijo—: ¿Qué voy a hacer, Dios mío?
Sus amigas se sentaron una a cada lado de Serena, una la abrazó y la otra tomó su mano.
—Cuéntanos, cariño —dijo Anna preocupada.
Ya no pudo aguantar más, sollozando desesperada, les dijo:
—Amigas, el padre de Cati está aquí, en tu casa, Tere. —Hundió la cara en el hombro de una de ellas y rompió en llanto.
Lloró todas las lágrimas que contuvo durante tantos años, con llanto reprimido y desesperado, mientras sus amigas trataban de tranquilizarla suavemente.
De pronto, ambas comprendieron quién era el misterioso padre de Cati. No había duda alguna. No necesitaron que se lo confirmara.
Apenas se tranquilizó, volvió a hacerse la misma pregunta:
—¿Qué voy a hacer? —Gimió —¿Qué voy a hacer, Dios mío?
—Cariño, —dijo Anna—. No necesitas decidirlo ahora. Tranquilízate y medítalo. Mañana verás las cosas más claramente.
—S-sí, necesito irme ahora, Tere. Busca a Cati y a la niñera, por favor.
Teresa se levantó a buscarlas y Anna la abrazó. Era todo lo que necesitaba ahora. Saber que no estaba sola, saberse apoyada y contenida.
—Iremos a tu casa mañana, cariño. ¡Necesitas desahogarte, por Dios Santo! Demasiados años guardaste todo esto tú sola, no me sorprende que te hayas desmayado de la impresión. Tendremos una larga sesión, aunque nos lleve todo el día. Verás que te sentirás mejor.
—Gracias, amiga —dijo, suspirando los últimos vestigios de su llanto.


Esa noche, en la intimidad de su habitación, no podía dormir.
Pensaba en él, en Eduardo, a sólo unos metros de distancia de ella. Él la había visto, ella pudo visualizar su expresión de sorpresa antes de desmayarse.
¡Dios Santo! Estaba tan guapo. Tal cual lo recordaba, con esos ojazos grises, ese cabello color del oro, su porte tan elegante y esas facciones tan delicadas, tan bellas para pertenecer a un hombre.
Hundió su cara en la almohada, y por fin, después de mucho tiempo, se permitió a sí misma recordar, con lujo de detalles, lo que había pasado tres años atrás:

Serena estaba en la parroquia, cuando escucharon las trompetas y los tambores característicos de un desfile. La milicia se estaba presentando al pueblo, ya que usarían uno de los destacamentos militares existentes en la zona para sus prácticas durante un mes.
Los niños a quienes estaba enseñando catecismo empezaron a agitarse, querían ver el desfile, entonces reunió a todos en dos grupos y junto con otra voluntaria y el permiso del párroco, caminaron hasta la calle principal para observarlo.
Allí lo vio por primera vez, en su impecable uniforme militar.
Destacaba entre todos los otros soldados por su porte y su belleza. Él también la vio, y a pesar de tener que mantener la vista al frente, fue volteando suavemente la cabeza para seguirla con la mirada a medida que avanzaba.
Ella sonrió tímidamente, no podía dejar de mirarlo, esos enormes ojos grises claros, casi transparentes, la hipnotizaron. Nunca en su vida había visto un joven tan hermoso como él y jamás había sentido sensaciones tan perturbadoras con solo observar a un hombre. El corazón de Serena latió descontroladamente desde que lo vio hasta que se perdió entre un mar de gorras militares al final de la calle.
Serena suspiró, pensó que, aunque nunca más volviera a verlo, esa mirada profunda la perseguiría toda la vida.
Esos días estaba más susceptible que nunca. Se sentía muy sola, había cumplido veintiún años y su vida se le antojaba vacía y sin sentido. Anna hacía más de un año que se había casado y vivía en la capital, incluso las visitas de Teresa se hacían cada vez más espaciadas, ella también tenía sus actividades, su prometido, su vida encaminada. Sus hermanos estudiaban en la capital y los veía muy poco. Dudaba que Joselo, su hermano preferido, alguna vez decidiera volver a vivir en la hacienda, también él estaba haciendo su vida lejos de ella. Estaba sola, y desesperada.
Vislumbraba su futuro cuidando a sus padres, solterona y siendo una carga para ellos. Todos los jóvenes casaderos de la zona huían a la capital apenas terminaban de instruirse, para continuar sus estudios superiores allí. ¿Qué marido podía conseguir? ¿Qué futuro había para una joven soltera en un remoto pueblo del interior del país? Ninguno.
Con esos pensamientos y esa carga emocional vivió todos y cada uno de los días desde que Anna, su amiga y compañera de juegos desde la niñez, decidió instalarse en la capital también.
Dos días después del desfile, fue al correo a buscar un lote de libros que habían llegado para la biblioteca de la parroquia. Eran más de los que había imaginado, y se tambaleaba por la calle para poder cargarlos todos, cuando escuchó una profunda y melodiosa voz preguntar detrás de ella:
—¿Puedo ayudarla, señorita?
Serena se asustó, la caja con los libros se deslizó de entre sus brazos y fue a parar al suelo.
—Ohhh, Dios —dijo con el ceño fruncido, arrodillándose para recoger los libros.
Él también se arrodilló frente a ella y sus ojos se encontraron.
¡Era él! El corazón de Serena amenazaba con salírsele del pecho, sólo con mirar esos profundos ojos claros.
—Permítame ayudarla, señorita, fui el causante de éste desastre, no creí que fuera a asustarla, discúlpeme.
Con eficiencia, él recogió todos los libros y se puso de pie.
—La sigo, —dijo el apuesto soldado.
Una vez en la parroquia, lo llevó hasta la biblioteca y le indicó donde podía apoyar los libros.
—Muchas gracias sargento… eh…
—Mercier, Eduardo Mercier para servirla, ¿señorita…?
—Serena Ruthia. —Y le ofreció su mano.
Él la tomó entre la suya y apoyó los labios en sus nudillos.
Serena se estremeció, él lo sintió y sonrió.
—No tenía idea de que en un pueblo tan alejado podían existir jóvenes tan bellas como usted, señorita Ruthia. Discúlpeme el atrevimiento, pero desde que la vi en el desfile la he estado buscando.
Sorprendida, Serena retiró su mano y contestó:
—¿Buscándome, no lo dirá en serio?
—Palabra de soldado, —dijo levantando la palma como juramento—. Pregunté por la joven de ojos azules y cabello del color del trigo maduro más bella de la zona y todos coincidieron en que la encontraría en la parroquia, estaba viniendo hacia aquí cuando la vi salir del correo.
Una bandada de niños entró corriendo en ese momento, interrumpiéndolos, para ubicarse en las mesas de la biblioteca, que también se usaba como aula de catecismo.
—Oh, disculpe, sargento Mercier —dijo Serena fastidiada por la interrupción, pero sin demostrarlo—. La clase está por empezar.
—¿Me permitiría acompañarla a su casa cuando termine la clase, señorita Ruthia? Sería un placer para mí escoltarla.
Ella sonrió, asintiendo, y con una inclinación de la cabeza a modo de saludo, el sargento se retiró educadamente.
Nunca en su vida una clase con los niños había resultado tan larga y tediosa para ella como ese día, pero se vio recompensada, cuando al retirarse, lo encontró esperándola, recostado contra los balaustres que protegían el asta donde se izaba la bandera.
Le sonrió ¡Dios, tenía una sonrisa magnífica!, ella se la devolvió tímidamente.
La ayudó a subir al caballo y él hizo lo mismo.
Ninguno de los dos tenía apuro, así que llevaron a los caballos a paso lento por el camino, uno al lado del otro, conversando, conociéndose.
Se despidieron al llegar a la hacienda, prometiendo volver a encontrarse.
Como nunca, ella buscó actividades para realizar en la parroquia todos los días en los horarios que él le dijo que tenía libre. Y él todos los días la esperaba para escoltarla a su casa de vuelta.
Una de las tardes, al ser domingo, coincidieron en la misa, y Serena le presentó a sus padres, quienes educadamente lo invitaron a almorzar en la hacienda.
Eduardo alagó fervientemente los jardines de la madre de Serena, y ella, henchida de orgullo, urgió a Serena a que se los mostrara.
Estaban recorriendo los jardines, hasta que llegaron a la glorieta .
—¡Esto es maravilloso! Parece el paraíso terrenal, —dijo Eduardo.
Serena sonrió. Estaba deslumbrada por la educación del sargento, no parecía un soldado. Era un caballero, su conversación era interesante, su andar era la de un felino, sus ojos la cautivaban, su voz la derretía.
—Mi madre está muy orgullosa de sus jardines, les dedica mucho tiempo y esfuerzo. Creo que acaba de ganársela, sólo por el hecho de haber alabado su obra, sargento Mercier.
El sargento giró frente a ella y la miró a los ojos.
—Me gustaría si pudieras llamarme Eduardo.
—Eh… creo que… —Serena balbuceó.
—También me gustaría poder llamarte Serena —dijo suavemente, acercándose a ella—. Serena, —repitió—, ese nombre fue hecho para ti. Transmites paz y bondad, igual que tú ¿sabías?
Serena se ruborizó y bajó la vista. No sabía que contestar a eso.
Él levantó su barbilla con la mano.
—Debes permitirme que te tutee, Serena. Necesitamos más familiaridad para llevar a cabo lo que muero de ganas de hacer desde el primer día que te vi.
—¿Y eso que es? —Preguntó tímidamente.
Y sin mediar palabras, él la besó.

Continuará...

Serena - Capítulo 04

jueves, 9 de diciembre de 2010

Arturo la miró fijamente, sin soltarla. No podía creer que ella hubiera dicho eso.
Tocaron a la puerta suavemente.
Él se desprendió de ella de un salto y rápidamente se sentó en el sofá individual frente a ella.
El mayordomo entró y anunció que la cena estaba lista.
Serena no pudo responder, estaba totalmente aturdida.
—En breve iremos, Almada. Gracias, —dijo Arturo. Se levantó, y suavemente la tomó de las manos, poniéndola de pie frente a él. Le levantó la barbilla con el dedo—. Yo me siento igual, preciosa. Cuando nos tranquilicemos iremos al comedor, no hay apuro.
Ella asintió.
Él no tocó el tema en el comedor.
Mientras cenaban, conversaron de asuntos importantes, pero cotidianos. El trabajo de él, los hijos de ambos, el albergue, el cumpleaños de la hija de Teresa.
—Hablando de Teresa, Arturo, se dio cuenta que algo pasaba entre nosotros, es imposible ocultarle algo a ella, es demasiado perceptiva.
Él la miró, anonadado.
—¿Se lo contaste?
—A grandes rasgos, sí, y a Anna también más tarde. ¿Te molesta?
—¿Molestarme? —Sonrió plenamente y apoyó su mano en la de ella—. Preciosa, hace casi un año que deseo que me saques de la clandestinidad.
Ella lo miró, sonrojándose.
—¿Es así como te sientes?
Él sonrió. ¡Dios, esa sonrisa ladeada, medio pícara, medio burlona! La volvía loca. Podía postrarla a sus pies con solo sonreírle.
Levantó su mano y besó los nudillos.
—Serena, en realidad no me importa, yo sólo deseo que estemos juntos, al ritmo que tú quieras, cariño.
—Eres demasiado bueno.
—No, sólo soy paciente.
Ella suspiró.
—Bueno, ¿qué te parece si tomamos el postre en la galería? Hace una noche preciosa. —Lo invitó Serena.
—Me parece perfecto, vamos.
Se levantó y como el caballero que era, le retiró la silla.
Serena le dio las instrucciones al mayordomo y se sentaron en la hamaca de la terraza que daba al patio de la casa.
Era una noche plena de luna llena. Les sirvieron ensalada de diferentes frutas y dulce de leche para acompañarlo.
—¡Santo Cielo! Todo estuvo delicioso, estoy saturado.
Ella rió.
—Me alegro que te haya gustado.
Mirando hacia los costados, y comprobando que estaban solos, se acercó más a ella, la apoyó en su costado, abrazándola y le dio un beso en la frente. Ella apoyó la mejilla en su hombro y miraron el cielo estrellado.
Fue un silencio cómodo, perfecto.
Luego de un rato, él preguntó:
—Cariño… ¿Has dicho en serio lo de estar preparada para llevar nuestra relación a un nivel más… mmmm, íntimo?
Ella se tensó, él la sintió, pero no la soltó.
—Arturo, yo… no lo sé. —Suspiro de por medio, continuó—: Creo que en ese momento lo dije convencida. Pero ahora no me parece tan buena idea.
—¿De qué tienes miedo, Serena?
—¿Por qué crees que es miedo lo que tengo?
—Porque lo siento. Algo hay en tu pasado que te ha hecho extremadamente cautelosa, algo o alguien te ha hecho mucho daño y no confías en nadie. Te encierras en ti misma y construyes un maldito muro alrededor tuyo, sólo me dejas entrar en las contadas ocasiones que logro tenerte en mis brazos.
Ella estaba sorprendida que él la conociera tanto, anonadada de que haya captado su esencia tan correctamente.
—Eres muy perceptivo.
—Sólo intento conocerte, preciosa, quiero entenderte para poder ser más paciente. A veces siento que todo lo que hago contigo no me llevará nunca a ningún lado, que todos mis esfuerzos son en vano. Y luego, cuando puedo tocarte, cuando logro besarte, siento que todo está bien. Pero esa sensación siempre se esfuma. Ahora mismo, —levantó su barbilla y le dio un ligero beso en los labios—: siento que estás conmigo, que nos pertenecemos, pero cuando salga por esa puerta, estoy seguro que sentiré otra vez el vacío se siempre.
—No sé qué decirte, no sé cómo ser de otra manera, Arturo.
—Yo no te pido que cambies, cariño. Me gustas tal cual eres, sólo deseo conocerte más, entender cuáles son tus miedos, para poder ayudarte a superarlos.
Ella suspiró.
Ojala pudiera confiar, tenía tanto sufrimiento congelado dentro de ella. Ni siquiera con sus mejores amigas pudo compartir jamás todo lo que le había pasado… ¿cómo haría para abrirse a él? Ella quería compartir su agonía, pero no podía, siempre quiso, incluso con Teresa y Anna, pero nunca pudieron salir esas palabras por su boca, y eso que en ellas confiaba ciegamente.
—No sé cómo hacerlo, Arturo. Nunca supe cómo expresar mis sentimientos, es mi naturaleza.
—Sin embargo los expresas muy bien con tu cuerpo, cariño. Esos son los únicos momentos en los que realmente siento que estás conmigo.
Ella se ruborizó.
Él sonrió, y la besó tierna y suavemente.
—Arturo, ya son más de las diez de la noche. No son horas decentes para estar en casa de una dama que está sola.
—Puedo irme y volver más tarde cuando los criados se acuesten —dijo contra su boca—. Todo depende de ti, Serena.
Ella suspiró.
—Creo que declinaré la oferta, por más tentadora que sea.
Se puso de pie.
Había vuelto a ponerse su armadura, completamente.


La fiesta de cumpleaños de Ámbar estaba resultando muy ruidosa. Los niños y niñas corrían por el patio, jugando y gritando, mientras las madres conversaban tranquilas en los sillones y sillas de la galería, observándolos.
Las amigas de Teresa, incluidas Anna y Serena, habían llevado a sus hijos de diferentes edades, había desde bebés, hasta niños de diez años.
Las madres no resultaron menos ruidosas que los niños, hablaban a la par y se reían, contando anécdotas de sus hijos o hablando sobre sus casas o sus maridos.
A Serena esos temas no le interesaban, así que se mantenía al margen, aunque escuchaba atentamente.
—¿Supieron la última novedad, señoras? —Dijo una joven regordeta llamada Serafina, hija de un amigo de los padres de Teresa—. Mabel Durante Meyer murió en Francia hace unos cuatro meses atrás, dando a luz a su hijo, ambos murieron. La noticia acaba de llegar a América, sus padres están destrozados.
Se escucharon lamentos, algunas lo sabían, otras no.
Serena no la conocía, así que se limitó a escuchar. Serafina, que era una cotilla conocida, siguió con su relato pormenorizado de lo que ocurrió.
—¿Recuerdan que se casó hace unos tres años atrás con ese conde venido a menos? Bueno, el conde es muy guapo, pero no tenía donde caerse muerto.
—No era conde en esa época, —aclaró otra—. Según cuentan, era la oveja negra de su aristocrática familia y sus padres lo exiliaron a América. Estando aquí, creo que se unió a la milicia.
Serena suspiró. El solo hecho de escuchar «Milicia» traía a su memoria un Adonis de ojos grises y cabellos de oro. Se removió en su asiento, inquieta.
—Sí, así cuentan. Y estando aquí, recibió la noticia de que su hermano mayor había muerto, para desgracia de su padre, él era el siguiente en la línea de sucesión. —Comentó otra.
—Los Durante Meyer, al enterarse de eso, y saber la situación en la que se encontraba la familia del joven, decidieron «comprar» el título de Condesa para su querida y mimada hija Mabel, que en paz descanse —comentó Serafina.
—Yo conocí muy bien al futuro conde, —contó otra—. Se hizo muy amigo de mi marido mientras vivieron aquí. Se mudaron a Francia cuando murió el padre de él y tuvo que asumir el título.
Un mozo pasó y les sirvió bebidas a todas, que de tanto hablar estaban sedientas. Serena aceptó un vaso.
—Qué triste final para Mabel, —dijo Serafina—. Ella era conocida mía, creo que nunca fue feliz con él. El único que sacó ventaja de ese matrimonio fue el desventajado conde, se quedó con la dote de ella, que era inmensa.
—¿Y cómo les comunicaron la muerte de su hija a los Durante? No me digas que les llegó una fría carta. —Preguntó una de ellas.
—No, —contestó otra—. El Conde en persona volvió hace un par de días y les dio la noticia.
—¿Cómo se llama ese bendito conde? —Preguntó otra.
—Eduardo creo, es el conde de Moreau. —Contestó Serafina.
Serena casi escupe su bebida, se puso a toser.
—¿Te pasa algo, Serena? —Preguntó Anna.
—Ehhh, no… —contestó. Se acercó a su amiga y le hizo una seña. En voz muy baja preguntó—: ¿Sabes cuál es el apellido del conde del que hablan?
—No tengo idea. ¿Por qué?
—Yo conocí a alguien de la milicia llamado Eduardo, pero dudo que sea él. Nunca me dijo que sus padres eran de la nobleza europea.
No creo, no puede ser, pensó. Es una locura, y le restó importancia al asunto.
—Teresa seguro lo sabe. Está allá, mira —señaló hacia el otro lado de la galería en "L" que rodeaba la casa—. Pregúntale a ella, conoce a medio mundo, ya sabes como es.
—Mmmm, sí. Lo haré más tarde.
Estaba anocheciendo, y los adultos empezaron a llegar.
Vio cuando Arturo llegó a la fiesta y saludó a su pequeño hijo que estaba con la niñera. Le hizo un ademán a ella con la cabeza como saludo, al verla rodeada de señoras y se dirigió a conversar con Alex, el esposo de Anna.
Al rato llegó Joselo, que se dirigió directamente hacia ella. Anna y Teresa se acercaron a saludarlo, entre abrazos, besos y muestras de cariño.
Serena aprovechó para preguntarle a Teresa:
—Tere, hoy estaban contando una historia sobre un conde que se casó con una tal Mabel, que ahora falleció en Francia. ¿Sabes cuál es su apellido?
Teresa, creyendo que se refería a la mujer, dijo:
—Mabel Durante Meyer, pobre mujer, era demasiado joven para morir.
—El apellido del conde, ¿cuál es? —Insistió Serena.
—Mmmm, no lo sé, Sere. Pero es cliente de Daniel en el banco, ayer estuvieron todo el día viendo el tema de sus inversiones aquí. Creo que lo invitó a cenar esta noche. ¿Se imaginan? Un Conde francés en mi casa.
Todos rieron, menos Serena, que cada vez estaba más nerviosa.
—Por cierto, debe ser el que está llegando, porque es la única persona en la lista de invitados que no conozco. —Continuó Teresa.
Serena miró hacia la entrada.
Un escalofrío surgió de sus entrañas y se extendió por todo su cuerpo. Sintió que le faltaba el aire y que sus piernas no podían sostenerla. Se puso pálida, sosteniéndose del brazo de Joselo.
Los ojos de Serena se cruzaron con los del recién llegado a lo lejos, él estaba evidentemente sorprendido también.
—Mercier… Cati, —fue todo lo que pudo decir Serena antes de sentir que todo daba vueltas su alrededor y desplomarse al suelo.

Continuará...

CLTTR

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