Envidia Publicada!!!

martes, 15 de febrero de 2011

Grace Lloper - Envidia

Price per Unit (piece): 7.00U$D

Título: Envidia
Serie: Pecados
Autor: Grace Lloper
Editorial: Editora Digital – www.editoradigital.info
Género: novela romance erótico
Páginas: 185
Fecha de publicación: 7/02/2011
Diseño de portada: Graziella
Web del autor: http://gracelloper.blogspot.com


ARGUMENTO


La suerte de la fea...
Amanda Taylor nunca se destacó por su belleza, de niña siempre fue la regordeta y estudiosa Mandy. De adulta, había triunfado en todos los aspectos de su vida, menos en lo personal, hasta que un día decidió probar sus alas y compartió una noche de lujuria con el hombre que la había despojado de su inocencia hacía quince años, aunque él no la reconoció.
La linda la desea...
Los planes de Evelyn Friedmann no estaban saliendo bien. A esta altura de su vida ya debería estar ocupando un mejor cargo, debería estar en el puesto de Amanda. Eran amigas desde niñas y Amanda había ganado aún sin proponérselo, todas las batallas. Ahora tenía en sus manos el poder de hundirla y despojarla del hombre que ella deseaba, y lo iba a utilizar.
Ambas conocían a Christian Ostertag desde que eran adolescentes. Luego de quince años sin verse, él se había convertido en cliente de la empresa publicitaria donde ellas trabajaban, eso ocurrió el día después de conocer a una «gatita voluptuosa» que lo volvió loco y desapareció misteriosamente. Había decidido que haría todo lo posible por encontrarla...
¿Sería él capaz de reconocer los ronroneos de su gatita a su alrededor?

Grace Lloper - Envidia - Portada y argumento (252,86 KB)
Grace Lloper - Envidia - Capítulo 1 (367,46 KB)

Serena - Capítulo 10

Era miércoles de la Semana Santa y el viaje a La Esperanza se realizó sin contratiempos.
Serena y Joselo los estaban esperando, ya que ellos hicieron el viaje unos días antes, para estar toda la semana con sus padres.
Luego de los saludos pertinentes, Serena llevó a Anna aparte:
—Anna, me instalé en tu casa ayer. Adrián y su esposa llegaron con sus tres hijos. En casa no hay tantas habitaciones disponibles desde que la abuela vino a vivir con mis padres, teníamos que compartir, decidí que Cati y yo estaríamos más cómodas en tu casa. ¿Te importa, amiga?
—Cariño, me encanta. Mi casa es tuya, lo sabes. Aún hospedando a Teresa y su familia, a ti, a Cati y a Arturo con su hijo, sobra espacio.
—Me alegro, ya lo organicé todo.
—Que bueno, amiga. Estoy muerta de cansancio, me sacas un peso de encima.
—Tú ve a instalarte y descansar, querida, yo me ocuparé de todo.
—Gracias, Sere —dijo Anna aliviada.
Eduardo no había dado señales de vida la semana que pasó antes de su viaje. Parecía que todo no había sido más que un sueño. Se sentía segura en la hacienda, bien alejada de la capital.
Y Arturo, ¡Dios, ese hombre era tan especial! No la había dejado sola, lo había visto casi todos los días, incluso le había enviado flores. Era tan atento.
Luego de la cena, el cansancio de todos era evidente.
—¿Nos encontramos en la terraza luego que acostemos a los chicos, Serena? —Arturo le habló al oído cuando nadie los miraba.
Ella asintió, sonriendo.
Cuando llegó a la terraza lo vio ahí, al final, recostado contra el balaustre, a un costado de la hamaca, en posición relajada, mirando hacia el jardín.
La vio y abrió los brazos invitándola a acercarse.
Serena no necesitó palabras de por medio para apoyarse contra él, abrazarlo y presionar la mejilla contra su torso, sintiendo su corazón latir.
—Preciosa, me alegro que decidieras quedarte aquí, conmigo —dijo él.
—En realidad fue una cuestión de espacio, pero me alegro también, podemos estar más tiempo juntos. —Levantó la vista hacia él—. ¿No estás cansado?
—Carlitos y yo vinimos solos en el carruaje, dormimos casi todo el viaje. No tengo una pizca de sueño. —Le acariciaba suavemente el pelo y la espalda mientras hablaba—. Y aunque lo tuviera, prefiero mil veces tenerte en mis brazos, besarte y acariciarte, como pienso hacer esta noche, hasta que me digas basta.
Y bajó lentamente la cara hacia ella. Sus labios se rozaron, él respiró en su boca, ella también, sin besarse, sentían sus alientos calientes, con olor a vino y a especias, intoxicante.
Mientras la rozaba con los labios, desprendió las horquillas de su pelo y lo soltó, los suaves mechones cayeron en cascada sobre su mano, acariciándole la piel como si fueran de seda. Introdujo los dedos y los peinó. Se llevó un mechón a la cara y aspiró su aroma.
—Hueles a jazmín y a placer —dijo contra su boca.
Ella subió las manos por el pecho hasta su cuello y lo abrazó. Él la abarcó totalmente con los brazos y la apretó contra su pecho, contra sus piernas. Todos y cada uno de los puntos de sus cuerpos se tocaron, ella podía sentir su creciente erección a la altura de sus partes íntimas.
Se movió contra él, haciéndolo gemir.
Subió una de sus manos hasta la cara de Serena y le pasó el pulgar por los labios entreabiertos, mirándola. Lo introdujo en su boca y dijo:
—Chúpalo.
Ella lo hizo. Fue tremendamente erótico, salado.
Y entonces, él sustituyó su dedo por sus labios. La besó, despacio, suavemente, la punta de su lengua delineó sus labios. Ella suspiró y abrió la boca para él. Una de sus manos se deslizó en su pelo mientras él hacía una delicada incursión en su interior. Murmuró su reconocimiento cuando su lengua se reunió con la suya en una apasionada danza de avance y retroceso.
La giró y apoyó su espalda contra la columna, sin dejar de besarla, desprendió los botones del frente de su vestido y bajó la cara para besar cada espacio de piel que iba a dejando al descubierto, hasta el inicio de sus senos. Los abarcó con las manos sobre la ropa y pasó los pulgares por sus pezones.
Serena se tensó.
―¿Necesitas que vaya más despacio, quieres que pare… no?
Ella se enderezó. No quería que pare. ¿Por qué lo decía?
―¿No es eso lo que se supone que yo te diga a ti? ―No quería parecer una mojigata, se hizo la valiente. ―No es como si yo fuese virgen ni nada por el estilo.
―Preciosa, tú eres una virgen en cada sentido que importa. Sé que nunca te desnudaste frente a un hombre y apuesto lo que quieras a que nunca tuviste un orgasmo, o que nunca viste a un hombre desnudo.
Él pudo notar cómo se sonrojaba, no necesitó que se lo confirmara, le encantaba ese rubor en su cara, su inocencia a pesar de todo lo que había vivido.
Quería saber más, así que continuó con el interrogatorio:
―¿Alguna vez viste el miembro de un hombre excitado, erecto? ¿Lo tocaste, lo acariciaste? ―Ella negó con la cabeza, sonrojada. ―Eres virgen, cariño, en casi todos los aspectos. Quiero mostrarte, ser el primero. ¿Me lo permitirás?
Él seguía acariciándola mientras hablaba, ya le había desprendido todos los botones e introdujo su mano dentro, acariciando uno de sus senos, abarcándolo totalmente, pasando el pulgar por su excitado pezón.
Ella gimió.
―Tengo miedo, Arturo.
―Conmigo estarás a salvo, preciosa. Soy médico, sé cómo protegerte. Yo no te abandonaré, eres tú la que rehúye al compromiso, no yo. Sabes que si de mí dependiera ya estaríamos comprometidos, incluso casados. ―Abarcó sus nalgas con la otra mano y la presionó contra su erección. ―Siénteme, siente lo que me haces. Serena, ambos somos adultos, viudos, libres, podemos disfrutar de nuestros cuerpos, siempre que seamos discretos.
―S-sí ―dijo ella en un susurro.
―¿Tu habitación o la mía? ―Preguntó contra su cuello mientras le pasaba la lengua y mordía su oreja.
―La mía, ―dijo gimiendo.


Serena estaba casi histérica por los nervios que sentía.
Se paseaba por su habitación pensando en miles de cosas. ¿Y si llaveaba la puerta? Así no podría entrar. Pero ella lo deseaba, quería estar con él.
Todavía faltaba una hora para medianoche, el horario que él le había dicho que vendría. Ella ya estaba lista, se había aseado, se puso el camisón más hermoso que tenía.
Se acostó en la cama y se tapó con la sábana, pensando que él sólo estaba a dos puertas de ella. ¿Y si no le gustaba lo que veía cuando la desnudara? Sus senos eran pequeños, era demasiado esbelta, sus curvas poco pronunciadas. No era precisamente el tipo de cuerpo que a los hombres les gustaba, con pechos grandes y lleno de curvas, como Teresa.
¿Cómo sería el cuerpo de él?
Pensando en todo eso, y sin darse cuenta, se quedó profundamente dormida.
A medianoche, el suave «clic» de una puerta al llavearse se sintió en la habitación de Serena, aunque ella no lo escuchó.
Arturo se acercó a su cama y la vio gracias a la luz de la luna que se filtraba por las ventanas abiertas. Una suave brisa acariciaba la piel de Serena que dormía profundamente.
Estaba de costado y uno de los breteles del suave camisón de satén había dejado al descubierto su hombro redondeado y se podía ver el nacimiento de sus senos. La sábana se había deslizado y una de sus piernas quedó al descubierto. Era larga y curvilínea, perfecta.
El miembro de Arturo se tensó.
Aunque no pudiera despertarla, tendría el placer de abrazarla y dormir con ella esta noche, la tendría en sus brazos.
Arturo, que era un hombre alto y elegante, esbelto pero fibroso, se sacó la bata, y desnudo, se deslizó detrás de ella y la abrazó.
Serena suspiró en sueños y se arqueó hacia él.
Él le bajó los breteles y deslizó su camisón hacia abajo, hasta la cintura, dejando sus senos al descubierto.
La volteó de espaldas a la cama y la contempló, adorándola.
Necesitaba tenerla desnuda en sus brazos.
Se incorporó y le sacó el camisón por los pies.
Allí estaba, el objeto de su tormento, totalmente desnuda a la vista, con su cabello esparcido en la almohada. Era hermosa, sus pequeños senos eran firmes y cremosos, con sus preciosos pezones rosados apuntando hacia él. Sus rizos rubios, a juego con su pelo, lo invitaban a explorarlos.
Se acomodó a su lado apoyando su cabeza en una mano, de costado, totalmente excitado y tocó la punta de uno de sus pezones con el dedo, luego el otro, se tensaron y se volvieron dos capullos de rosa. Pasó la lengua por uno de ellos.
Serena gimió, retorciéndose.
Ella se giró y se apretó contra él. Por fin sus cuerpos desnudos se tocaban.
Arturo la abrazó y acarició su espalda y sus nalgas. Ella lo abrazó también, metió una de sus piernas entre las de él y despertó gimiendo.
―Ohh, Arturo.
―Hola preciosa ―dijo él susurrando.
―Estoy desnuda.
―Estamos desnudos, cariño. ¿Sabes hace cuánto tiempo quería sentirte así en mis brazos?
―¡Santo Cielo! Se siente tan bien.
El duro miembro de Arturo empujaba contra su cadera mientras se mecía contra ella. Serena sentía la piel como si mil alfileres se clavaran sobre ella. Quería más, quería todo de él.
Uno de sus senos descansaba en su mano. Le acarició el otro con la otra mano y sintió cómo ella le recorría el torso con la yema de los dedos. Se le aceleró la respiración y cerró los ojos. Entrecerró la mano que contenía el pecho y sintió la increíble calidez y suavidad de la piel femenina. ¿Era posible tanta perfección? Entreabrió los ojos al mismo tiempo que Serena. Vulnerable y medio dormida, le resultaba irresistible. Se acercó a ella y la besó mientras le recorría el pezón con el pulgar. La joven gimió y movió las caderas.
La lengua de Serena buscaba ansiosa la de él. Arturo gimió contra sus labios desde lo más hondo de su garganta, y le dibujó los labios con el pulgar. Los sintió húmedos y suaves. Sustituyó la caricia de su dedo por sus labios. Serena suspiró de nuevo, y eso hizo que su erección ardiera y se sacudiera. El ombligo de ella se apretaba contra su excitado miembro.
La sujetó por la nuca y empezó a besarla con urgencia, como si quisiera castigarla por hacer que él la deseara tanto. Ella volvió a gemir, y le pasó los dedos por el torso.
―Enséñame ―susurró contra sus labios, mientras iba bajando la mano hasta su miembro, ávida de explorarlo. ―Quiero conocerte.
La besó y siguió besándola, dibujando sus labios con la lengua mientras Serena tímidamente recorría su erección con la mano. Al sentir sus curiosos dedos sobre su miembro, Arturo se estremeció, y cuando con una uña fue desde la punta hasta la base, gimió de incontenible placer. Si seguía tocándolo de ese modo, pronto llegaría al orgasmo.
Algo estalló en su interior y, con un gutural gemido de rendición, le apartó la mano y la volteó de espaldas, con las piernas separadas.
―Arturo…
―¿Quieres que te enseñe? ―Dijo gimiendo. ―Te enseñaré algo que te gustará.
Se arrodilló ante ella, inclinándose.
―No sé... ―dijo ella, tomándolo de la cabeza.
Él gimió entre sus muslos.
―Yo sí sé. ―Pero al sentirla aún indecisa, preguntó―: ¿Confías en mí?
―Es que yo creía... ―se detuvo―. Sí ―susurró―, confío en ti.
―Entonces deja que te bese ―le pidió emocionado.
Las manos de Serena, que habían estado sujetándole la cara para que no se acercase, se deslizaron hacia su nuca. Arturo volvió a gemir, y luego, tal como llevaba soñando desde hacía meses, besó los rubios rizos de su entrepierna despacio, saboreando sin prisas, dibujó con la boca el contorno de su sexo. Ella gritó de placer y luego suspiró.
El sabor de Serena lo volvió loco de deseo, pero luchó por controlar las ganas que tenía de poseerla como un animal salvaje. Le separó los labios con los pulgares para que su lengua voraz pudiera deslizarse en su interior.
Apenas se dio cuenta de que, a medida que la lamía y la saboreaba, ella se movía para acercarse más a él, gimiendo de frustración porque todavía no la había devorado por completo, Arturo le separó aún más las piernas.
―¡Arturo! ―exclamó ella.
―Confía en mí ―repitió él, tomándole los muslos y colocándoselos encima de los hombros. Ahora ya no había barreras, y el sabor de ella impregnaba ya su lengua. Le levantó las nalgas. Había soñado con sus suaves curvas, con su cuerpo cremoso, y ahora veía que se adaptaba a la perfección a sus ansiosas manos.
Serena le tocó los hombros, el pelo, el rostro, todo lo que alcanzaba, mientras se excitaba cada vez más bajo sus labios. Empezó a estremecerse y, a medida que se acercaba al clímax, sus piernas lo sujetaban con más fuerza.
―Ohhh, Dios ―dijo entre jadeos. ―Arturo, ¡no pares, por favor...! ―Al gritar la última palabra el placer la envolvió por completo, y tembló de un modo que él no había visto jamás. Arqueó la espalda y onduló las caderas buscándole la boca con el sexo. Aún más desesperado que antes, la lamió hasta que ella se derrumbó sobre la cama.
Arturo no se atrevía a moverse, temeroso de terminar sólo con el roce de las sábanas. Debió de gemir porque Serena, desnuda y temblorosa, se arrodilló delante de él y lo abrazó con fuerza. Él se sentía a punto de estallar.
Luego, sin pensárselo dos veces, ella rodeó el miembro con su mano y apretó los dedos. Él se movió hacia adelante y atrás, y casi llegó al éxtasis. Acarició toda su longitud, la necesidad de llegar al final estaba a punto de volverlo loco. Ya no había marcha atrás.
Se sentía vulnerable mientras ella seguía acariciándolo, recorriendo con los dedos aquella piel que ardía sin tregua. Serena apretó más los dedos y acercó los labios al cuello de Arturo. Los entreabrió y lo tocó con la lengua, a la vez que respiraba junto a su piel. Él colocó las manos sobre los pechos femeninos, apretándolos, atormentándoselos, y cuando él empezó a temblar, ella gimió de placer.
Al alcanzar el orgasmo, Arturo gritó y se sacudió debido a la fuerza del mismo, de una intensidad absoluta. No podía dejar de moverse, de arquear las caderas contra la mano de Serena. No se sentía débil. Serena lo hacía sentir como un dios.
Segundos más tarde, con la cabeza de ella descansando de nuevo en el pecho de él, se tumbaron uno junto al otro, suspirando.



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Serena - Capítulo 09

Las dos semanas pasadas prepararon a Serena para este encuentro, pero de todas formas sintió que necesitaba aire y que sus piernas no la aguantarían en caso que se levantara.
No podía dejar de mirarlo.
—Buenas tardes, milord. —Contestaron al unísono Anna y Teresa.
Como todo caballero, preguntó por las familias de ambas, comentó con Anna que había conocido a su marido y a Teresa que Daniel lo estaba atendiendo maravillosamente en el banco, luego se dirigió a Serena:
—Señora Vial, no tuve el placer de saludarla en el cumpleaños de la pequeña hija de la Señora Lezcano. —Serena negó con la cabeza, aunque intentara hablar, no creía que pudiera emitir sonido alguno. Como Serena no contestaba, continuó hablando—: ¿Cómo está su familia? ¿Siempre tan hermoso el jardín de su madre?
Todo este intercambio absurdo estaba fastidiando a Serena.
Ella no era la que tenía que avergonzarse de nada. ¿Por qué actuaba como una adolescente? ¡Era una mujer hecha y derecha, Por Dios!
Se giró suavemente en el asiento y miró hacia las niñas, al ver que seguían jugando y no daban indicios de venir hacia ellas, se tranquilizó.
—Mi familia goza de buena salud, gracias a Dios y los jardines de mi madre cada día están más bellos, agradezco que lo recuerde —dijo mirándolo a los ojos.
—No sé si están enteradas, señoras, —dijo dirigiéndose a Anna y serena, educadamente incluyéndolas en la conversación—, que la señora Vial y yo somos amigos de hace unos años.
Serena se cansó de tanta educación.
—Las señoras saben, «Eduardo», son mis mejores amigas. ¿Recuerdas que te hablé de ellas?
Anna y Serena abrieron los ojos como platos, por lo que implicaba esa respuesta y por el hecho de que lo tratara tan familiarmente. ¡Era un conde, Santo Cielo!
Él sonrió, aparentemente complacido de que ella lo tuteara, dándole así permiso a hacer lo mismo.
—Lo recuerdo, Serena. Pero no las asocié con esas dos amigas de las que tanto me hablaste.
—Ya nos estábamos yendo, ¿no es cierto, chicas? —Dijo Serena mirando a sus amigas y haciéndoles señas con la cara para que junten a las niñas. Rogando que entendieran que tenían que esconder a Cati—. Tenemos actividades más tarde.
Las amigas se levantaron y fueron hacia las niñas, despidiéndose educadamente del conde.
—Buenas tardes, Eduardo, —dijo Serena amagando retirarse.
—Serena, ¿me permitirías visitarte? —Preguntó el conde, casi cerrándole el paso—. Hay algo importante que me gustaría hablar contigo.
Ella no podía creer su osadía.
—No creo que tengamos nada que hablar.
—Difiero en eso. Yo tengo mucho que decirte, —y mirándola a los ojos, casi rogándole, dijo—: Por favor, Serena.
Ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Si tienes algo que decir, dímelo ahora, Eduardo.
Anna se acercó.
—Sere, ya estamos en el carruaje.
—Anna, por favor, adelántense. Luego mandas al cochero de vuelta, por favor.
Anna asintió, con el ceño fruncido y se retiró.
—¿Quieres dar un paseo?
Serena asintió. Su mirada era dura.
—Estás diferente, Serena.
—El tiempo no pasa en vano.
—Me refiero a tu carácter, no al aspecto físico. En eso estás tan hermosa como siempre, incluso más hermosa. Te recordaba como una jovencita tímida y extrovertida. Te has convertido en una mujer segura y sofisticada.
—¿De qué querías hablar conmigo? —Serena cambió de tema—. Como te dije, tengo cosas que hacer.
—Quería disculparme contigo, Serena. Por la forma cómo sucedieron las cosas. —Llegaron a un recodo del camino y él la invitó a sentarse—. Me gustaría explicarte lo que pasó hace tres años y el motivo por el que desaparecí sin darte ninguna explicación.
—Eduardo, por favor… —Él le puso un dedo sobre sus labios suavemente, para que calle. Ella se estremeció por el simple contacto.
¡Dios mío! Pensó. No puede seguir teniendo ese efecto en mí.
—Yo te pido por favor, Serena. Escúchame. Todos estos años he vivido con remordimientos por lo que pasó. Todos estos años me he sentido un miserable por lo que te hice. Necesito contarte, necesito que me perdones. —Quiso tomarla de la mano, pero ella no se lo permitió—. Yo… quiero que sepas que yo estaba realmente enamorado de ti, estaba loco por ti.
Ella rió amargamente y bajó la vista.
—No digas tonterías, Eduardo. No se deja plantado sin explicaciones a alguien a quien se ama.
—Tuve que hacerlo, Serena. Tienes que conocer mi historia para entender. Yo siempre fui la oveja negra de mi familia, el rebelde, el que todo lo hacía mal, el hijo no digno de confianza. Mi hermano mayor era el consentido, el perfecto, el que heredaría todo, incluso el título. Yo no era nada. Cometí muchas locuras, todas por llamar la atención de mis padres. Me exiliaron a América. Mi vida no tenía sentido, vagué por todos lados durante mucho tiempo sin encontrar mi rumbo hasta que me enlisté al ejército, poco después te conocí y me cautivaste. Pero esa tarde, luego de nuestro último encuentro, tenía una carta de mis padres esperándome. Mi hermano había muerto.
Eduardo puso los codos sobre sus rodillas y bajó la cabeza, sosteniéndola con las manos. Parecía realmente atormentado. Continuó su relato:
—Mis padres me pidieron que regrese. Yo me había convertido en el heredero, el futuro conde, con todas las obligaciones que eso conlleva. Mi padre había hecho malas inversiones y había perdido todo y era mi obligación recuperar la grandeza del título. No me dieron opción, me obligaron a casarme con una heredera, Serena, lo prepararon todo.
Al ver que ella no decía una palabra, él continuó:
—Yo sabía que si volvía a verte no podría hacerlo. Estaba dividido entre ti y mis orígenes, entre complacer a mis padres, por primera vez en mi vida o quedarme contigo. Sé que fui un cretino, un inmaduro, no tengo excusa alguna. Me imagino que sabes que me he quedado viudo. —Ella asintió con la cabeza—. Serena… ¿sabes por qué volví?
—No tengo idea.
—A buscarte. —Se miraron fijamente—. Necesitaba verte, explicarte, que me perdonaras. Necesitaba saber si todavía existía la posibilidad de que podamos reconocernos y amarnos otra vez.
—Es una locura lo que estás diciendo, Eduardo. Lo nuestro terminó. Tú lo terminaste de la peor manera. No hay vuelta atrás.
—No me voy a dar por vencido tan fácilmente esta vez, Serena. Voy a luchar por ti.
—Tengo que irme. —Estaba a punto de desmayarse, le faltaba el aire, sentía malestar—. Lo siento…
Dio media vuelta y casi corrió hasta el carruaje que estaba esperándola.


Serena estaba descontrolada, caminaba de aquí para allá en su habitación. No sabía qué hacer. ¿Por qué tenía que venir ese hombre a alterar su vida? Vino a buscarla. ¿Estaría diciéndole la verdad?
Volver con él era impensable.
¡Pero era el padre de su hija! No había nada en este mundo más lógico que el hecho de que estuvieran juntos. Era el balance perfecto.
Se recostó y llamó a su criada para que le traiga unas compresas de agua fresca. Estaba exhausta emocionalmente, le dolía la cabeza. Pidió que nadie la molestara.
De la preocupación se había olvidado que Arturo dijo que iría a visitarla ese día. Cuando llegó y el mayordomo le explicó la situación, pidió verla de todas formas. Como era su médico, la llevaron hasta la habitación.
La encontró dormitando, con un paño fresco sobre la frente.
Le dio indicaciones en voz baja a la criada para que le prepare un té, se sentó al borde de la cama y le tomó la mano.
Ella abrió los ojos despacio y lo miró.
—Hola cariño —dijo el médico.
—Arturo, ¿qué haces aquí? —Se incorporó un poco.
—Te dije que vendría, ¿recuerdas?
—Pero no puedes estar en mi habitación… los criados…
—Estoy en calidad de médico. —La interrumpió con un guiño.
Ella sonrió.
—Que ventajoso.
El sonrió también y se acercó a ella, le tomó a barbilla con la mano y le dio un suave beso en un párpado, luego en el otro.
—Espero que esta medicina te haga mejorar, —y siguió dándole ligeros besos en la mejilla, la nariz, hasta llegar a los labios, donde se detuvo por más tiempo. Ella suspiró y se agarró de las solapas de su traje para acercarlo más.
Él la abrazó y profundizó el beso, pasó la lengua ligeramente por sus labios y ella se abrió a él, desesperada por sentirlo. Sus alientos se mezclaron y sus lenguas danzaron un baile que ellos ya conocían muy bien.
Cuando estaba en sus brazos se olvidaba de todas sus preocupaciones, era como una droga, era lo que necesitaba, su calor, su compañía, su apoyo sin condicionamientos. Arturo no cuestionaba, no juzgaba, solo comprendía y aceptaba.
Sabía que lo estaba utilizando, y se sentía miserable por eso, pero su confusión era tanta, que no se hacía muchos cuestionamientos al respecto. Se justificaba pensando que ella no lo llamaba, era él quien siempre buscaba su compañía.
—Mmmmm, —suspiró junto a su boca—. Definitivamente siempre es un buen bálsamo para todos los males.
Tocaron a la puerta y se separaron.
Le trajeron el té relajante. Se lo tomó bajo la atenta mirada de Arturo.
Una vez que la criada se retiró, él preguntó:
—Preciosa, ¿Qué te pasa? Te noto un poco ansiosa.
No podía contárselo, no a él. Pero lo necesitaba.
—¿Puedes abrazarme, Arturo?
El se recostó contra la cabecera de su cama, le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia él, acariciándole la mejilla con sus dedos.
—Esta no es una medicina convencional, cariño. ¿Qué vamos a hacer si entra alguien?
—Nadie entra a mi habitación sin llamar, y Joselo no está, no te preocupes.
—Pero no puedo quedarme mucho tiempo, los criados estarán contando los minutos que estoy dentro de tu habitación a solas contigo.
—¿Por qué yo nunca pienso en las consecuencias cuando hago las cosas? Por eso mi vida es un caos, por eso cometí tantos errores, y ahora los estoy pagando. Hago las cosas sin pensar. Arturo, soy un desastre. —Hundió la cara en su pecho.
El té estaba haciendo efecto, sentía que sus párpados se cerraban.
—A mi me gustas tal cual eres, no cambies. —Y le dio un beso en la frente.
—Mmmm, ¿sabes que Anna te va a invitar a ir con nosotros a la hacienda en Semana Santa? En casa no habrá lugar, pero en La Esperanza hay de sobra. ¿Irás conmigo, Arturo?
Él se sorprendió, le encantaba la idea de pasar varios días en compañía de Serena, nunca tuvieron una oportunidad así. Podría organizar la clínica para que no cuenten con él unos días. Hacía tanto que no se tomaba unas vacaciones.
—Cariño, no hay nada que me gustaría más que ir contigo.
Ella cerró los ojos y se relajó.
—Mmmm, tú y yo… —sonriendo se quedó dormida.
Arturo se quedó mirándola un rato, acunándola en sus brazos hasta que se quedó dormida. ¿Qué habrá pasado? Se preguntó. ¿Cuándo confiaría en él lo suficiente para contarle qué era lo que la atormentaba?
Él era un hombre paciente, siempre lo fue. Y el saber que ella se sentía segura en sus brazos, que le gustaba su compañía lo ayudaba a serlo. Ella disfrutaba de los momentos que estaban solos, de los besos que se daban, de eso no había duda.
Pero… ¿qué era lo que realmente sentía por él? Eso no lo sabía.
Él la amaba.
Desde aquella primera vez que la vio cuando atendió a Teresa en su enfermedad le gustó. Luego se casó, y él lo entendió. Estaba en problemas, se dio cuenta. Sabía la condición de Sebastián Vial, sabía que era pareja de su hermano.
Durante toda la enfermedad de su marido y su convalecencia se trataron de cerca, se conocieron, fueron haciéndose amigos y cada vez la admiró más. Pero recién un tiempo después de la muerte de Sebastián fue cuando él se animó a dar un paso más, aunque nunca le dijo que la amaba, ella aceptó sus avances, hasta cierto punto.
Pero Arturo quería más.
Deseaba saber todo de ella: ¿Quién sería el misterioso padre de su hijo? ¿Cómo se había quedado embarazada? Eran interrogantes que se hacía constantemente.
Tendría que aprovechar ese viaje para saber todo sobre ella.
Y lo haría.

Continuará

CLTTR

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