AUTORAS EN LA SOMBRA!!!

martes, 26 de octubre de 2010

Amigas, estoy recontraemocionada, cada día una sorpresa nueva, nuevas emociones.
Una amiga mía me envió el link de autoras en la sombra donde aparezco.
NO PODIA CREERLO!!!


No sé que decir, ni todo el oro del mundo puede pagar la satisfacción que siento.
Quería compartirlo con ustedes, que fueron mi primer nexo con los libros, y siempre me apoyaron, desde el inicio.
Besos, las quiero mucho.

Teresa - Capítulo 10

miércoles, 6 de octubre de 2010


Riendo como niños, salieron al jardín y se perdieron detrás de la casa. Se tomaron de la mano, ella con la intención de llevarlo hacia los establos, pero él la estiró hacia su enorme y fuerte cuerpo y la aprisionó en sus brazos, besándole el hombro, abrazándola sin pudor alguno.
—Ahhh, osita. Estás tan suave y blandita sin ese corsé que te aprisiona. —le dijo Daniel pasando sus manos por la cintura y las caderas de ella.
—¡Me siento libre! —respondió ella riendo, mandando su cabeza para atrás, como gritándole al viento.
—Mmmm, me gustaría comprobar qué tan libre estás, —y le besó el cuello expuesto a su vista. —¿Dónde vamos?
—En el galpón de las herramientas. Es un depósito y hay un entrepiso donde nosotros solíamos jugar cuando niños, era como nuestra «casita en el árbol» ¡Vamos ahí!
Y corrieron tomados de la mano, escondiéndose para que ninguno de los criados los vea entrar. Era un lugar oscuro y cerrado.
Daniel frunció el ceño.
Ella rió.
—El entrepiso solía estar mejor, mi amor, y tiene una ventanita que da al exterior, hay una escalera marinera por aquí, ven.
Daniel encontró en el camino unos pequeños fardos de paja y levantándolos, los tiró arriba, hacia el entrepiso.
—Nuestro colchón, —y le guiñó un ojo.
—Buena idea. Sube.
—Sube tú primera, osita. Yo te ayudo.
—Mejor sube primero tú y me ayudas a llegar desde arriba. —Le daba cierto pudor subir delante de él sabiendo que estaba desnuda debajo de sus ropas.
El sonrió y asintió, entendiendo su dilema.
—Creo que es lo mejor, así me dejas verificar el lugar antes de que subas. No deseo que nos encontremos con alguna sorpresa.
Subió por la pequeña escalera, abrió ligeramente la ventanita para que entre un poco de luz, verificó la solidez del piso de madera, esparció la paja en el piso y se acercó para indicarle que subiera.
Apenas asomó su torso, él metió las manos debajo de sus brazos y la levantó fácilmente, aprisionándola contra su pecho, sin que toque el suelo.
Ella rió, emocionada.
—Ay, mi amor, eres tan fuerte. —Y le pasó los brazos por el cuello.
La apoyó en el piso y con un gemido de placer casi agónico, inclinó la cabeza y la besó. Ella se derritió ante su contacto. Su boca, su cuerpo, toda su suavidad presionando aquellas partes suyas que más lo deseaban. La aceptación de la necesidad de sus cuerpos hizo que cualquier idea que no fuera el hambre abandonara la cabeza de Daniel. No podía recordar la diferencia entre lo que le habían enseñado que estaba bien o mal. Sólo podía desear, sólo podía adueñarse del momento y no dejarlo ir.
Entró profundamente en su boca, necesitando degustarla, reclamarla, saciar su deseo desde que la había tocado por última vez. Cuando él le mordisqueó los labios y la lengua, ella emitió un ruido asustado.
—Ohhh, Dani… —le dijo ella contra sus labios, —cada día me muestras algo nuevo. Hay tantas cosas que tengo que aprender.
—Yo te enseñaré, osita, todo lo que quieras saber, te enseñaré lo que es morir de placer —dijo, con la garganta apretada. —Pero sólo hasta cierto punto antes de casarnos y si me prometes que esto quedará entre nosotros.
—Te lo prometo, mi amor. Enséñame.
La tomó por las nalgas sobre el vestido, la levantó hasta su entrepierna y siguió besándola. Aquella presión añadida hizo que su erección latiera tan intensamente que llegó a hacerle daño. No conseguía obligarse a abandonar su boca, ni siquiera pedir disculpas por su rudeza. Por una impaciencia que ya no podía controlar. Pero a ella parecía gustarle.
La apoyó de nuevo en el piso y fueron bajando lentamente, hasta el colchón de paja que él había preparado. La recostó lentamente mirándola en todo momento y se puso a su lado, ordenándose mentalmente ser más suave con ella, dominar su ímpetu.
—Quiero verte, —le susurró ella.
Rápidamente, el se desabotonó la camisa y se la sacó, casi desgarrándola, para volver a su lado, muy cerca de ella y mientras acariciaba su torso con dedos temblorosos, maravillada de verlo por primera vez desnudo de cintura para arriba, él le bajó las mangas y el frente de su vestido para dejar al descubierto sus pechos plenos, grandes y firmes.
Tomó en sus labios la ardiente plenitud de su seno, lamiéndolo, mordiéndolo suavemente, mojándolo. El pezón apuntaba firme hacia él, se lo sopló y se endureció aún más. Con un susurro, le preguntó:
—¿Lo sentiste? ¿Sentiste el deseo en tus pechos? ¿Entre tus piernas?
Ella asintió con la cabeza, temblorosa, y él la besó de nuevo como recompensa. La besó hasta que su cabeza retumbaba al unísono con su miembro, hasta que su pasión le brotó del pecho con un gruñido primitivo y animal. Siguió acariciándole los senos, pinchando la sensible punta, arañando suavemente la aureola hinchada con las uñas. Ella comenzó a retorcerse contra la trampa de su cuerpo, no para escapar sino para obtener más. Él sabía lo que sentía. ¡Oh, cuánto lo sabía! Bajó la cabeza hasta sus senos y le mordió una punta suavemente.
Mientras tanto, una de sus manos fue levantando poco a poco su falda, hasta que tuvo acceso a sus piernas desnudas. Acarició su sensible piel, y levantó la vista para apreciar lo que había desnudado. Sus piernas eran largas y curvilíneas, cerró los ojos con un espasmo de deseo, subiéndole aún más la falda hasta dejar al descubierto lo que más añoraba conocer.
—¡Ay! —dijo ella asustada, —Ay, Dios mío…
Él sonrió cuando vio que sus dedos se cerraban en su puño, y entonces deslizó las manos hacia arriba. «Su osita era una mujer sensible, —pensó él, —un violín bien afinado». Apoyó la sien contra su cadera y sopló suavemente a través de los hermosos rizos negros que cubrían sus pliegues. Su estremecimiento le provocó más placer que otro de sus gemidos.
—Cumpliste lo que prometiste, osita. Ahora yo cumpliré lo que te prometí.
Los muslos le temblaron cuando él los acarició y los abrió ligeramente. Ahora podía olerla, un suave y dulce olor. Con el corazón desbocado, buscó con la boca los rizos tupidos. Ella se tensó pero no se movió. Él sintió que lo esperaba con el aliento entrecortado. Le peinó sus vellos con la mano para poder acariciar sus pliegues y descubrir su secreto oculto. ¡Qué dulces eran aquellos secretos, y qué placer que ella los compartiera con él!
Suavemente, acarició el tierno lecho de vellos, delicadamente, hasta que sus caricias la convencieron para relajarse. Abrió más sus muslos para apreciar mejor su centro y pasó el pulgar, ligeramente, por encima del tímido y cálido pliegue de sus labios. Teresa estaba mojada. La humedad bañaba su piel y la de ella. Que él tuviese el poder para despertar esa reacción en Teresa lo hacía a la vez humilde y lo excitaba.
Al no oír protestas, separó sus pliegues con los dedos, frotando hacia dentro y hacia arriba. Su piel ahí era sedosa como el satén, lubricada por el deseo. Teresa dio un salto cuando él le rozó el clítoris. Volviendo a sonreír, él lo presionó ligeramente, con la yema de los dedos apretando en ambos lados. Su recompensa fue un violento estremecimiento. Ella dejó caer una mano sobre él como si quisiera detenerlo y, en seguida, con la misma rapidez, la retiró.
—¿Estás seguro de que es ahí donde tienes que estar, mi amor? —preguntó jadeante.
—Estoy seguro, mi dulce osita —rió él, y la apretó aún más fuerte. Esta vez, ella gimió. —Éste es el secreto del placer de la mujer. —Y ella gritó cuando él cubrió con la boca aquella confluencia de nervios. Teresa inclinó las caderas hacia delante, con un apetito inocente. Daniel sintió que la sangre le rugía en las orejas. Con la lengua, él siguió rozándola. Con los labios, la chupó. Deslizó los dedos y frotó su sexo hinchado.
—Oh, Dani… —exclamó ella, y lanzó la cabeza hacia atrás. —¡Casi duele!
Él no prestó atención a las palabras, sólo al tono, y ella estaba gozando. La hizo subir por la colina hasta el clímax saboreando cada sorpresa de ella, cada gemido de deseo. Daniel ansiaba su placer como un hombre hambriento ansía la comida. Ésta era Teresa. Ésta era la mujer que él amaba.
Llevando las manos a sus nalgas, para apretarla más contra su boca, recurrió a todos sus conocimientos para llevarla hasta la cima del éxtasis. Cuándo empujar, cuándo provocar, cuándo murmurar cosas que quería hacer. Escuchaba su cuerpo por sobre todas las cosas. Sus temblores le decían lo que le agradaba, la tensión de sus muslos, su mano cada vez más apretada contra su cabeza.
Ese acto le pertenecía sólo a ella. Cuando experimentó la pequeña muerte, su alma se sintió exultante ante su grito. Deslizó un dedo en su abertura, para sentir las contracciones en su interior cuando con la boca la hizo gozar una vez más y otra vez. Podía parar, le había enseñado lo que había prometido. Pero no quería dejarla ir. Esto era lo único que tendría de ella por ahora. Aquel primer conocimiento de su cuerpo. La primera introducción al goce de Teresa.
Quería hacerlo tan memorable como fuera posible.
—Para, mi amor, por favor, para… no puedo más. —Le rogó, casi gritando.
Se incorporó hasta ella, todavía con la mano muy quieta apoyada sobre sus rizos, abarcando todo su centro, para tranquilizarla.
Pensó que Teresa se quedaría tendida, rendida. Pensó que solo la estrecharía mientras se calmaba. Pero al parecer, ella no quería calmarse. Se retorció contra su cuerpo y le mordió el cuello. Sus labios despertaron en él un pulso desbocado.
—Enséñame más, mi amor —pidió. —Enséñame cómo puedo darte placer a ti, necesito tocarte yo también.
Aquello era una demanda que él no se atrevía a satisfacer. Emitió un rugido grave a la altura del pecho. Ella se incorporó sobre él y volvió a insistirle:
—Enséñame —Su larga cabellera negra caía sobre ambos y los envolvía en una cascada de fragancia a jazmín.
—No me pidas eso, osita —dijo, con los dientes apretados, tocando su pelo. Puedo perder el control. —Y le besó los pezones que estaban muy cerca de su boca.
Cuando ella, tímidamente acarició y besó su pecho y fue bajando la mano hasta la erguida cresta que amenazaba con rasgar su pantalón, oyeron unos gritos en el exterior, que iban haciendo cada vez más fuertes a medida que se aproximaban:
—¡Teresa! ¡Teresa! —eran Serena y Anna.
—¡Indiecitaaaaa! ¿Dónde estás? —gritaba Joselo.
—Sepárense, —dijo Anna. —Así abarcaremos más.
Ambos se incorporaron al unísono.
—¡Dios mío! Tenemos que salir de aquí inmediatamente. Ellos conocen este escondite.
Se acomodaron las ropas en segundos y bajaron rápidamente. Él primero, y la esperó abajo para ayudarla.
—Espera, osita, estás llena de paja.
Trataron de limpiarse lo mejor que pudieron y salieron por la pequeña puerta trasera del cobertizo, corriendo y riendo cruzaron hasta los establos y lo rodearon, para hacer como si estuvieran llegando del invernadero.
 —Espero que no hayan buscado todavía por aquí, —dijo Teresa riendo casi a carcajadas.
Los dos estaban jadeando por la carrera, escondidos detrás de los establos.
—Todo lo que me haces hacer, mi dulce osita. —respondió él sonriendo. —Tranquilicémonos primero antes de verlos.
Y como si estuvieran conectados, se dieron un pequeño pero apasionado beso. Y sin pensarlo, solo expresando lo que sentía en ese momento, ella le dijo en un susurro:
—Te amo, Daniel.
Él la miró y sintió que el corazón explotaba en su pecho. Era la primera vez que ella se lo decía tan abiertamente.
—Osita, yo…
—¡Teresaaaa! —el grito de Anna muy cerca de ellos lo interrumpió, aunque todavía no podían verla.
—Hora de actuar, —dijo Daniel. Tomó su mano y la puso en su brazo, saliendo desde detrás del establo, caminando tranquilamente.
—¿Qué es lo que pasa, Anna? —le dijo Teresa tranquilamente, como si nada hubiera pasado.
—¡Dios mío, Teresa! ¿Dónde estaban? Llevamos buscándolos casi media hora.
—Fuimos a caminar cerca del invernadero. Joselo se quedó dormido y Serena fue a no sé donde, entonces decidimos dar un paseo. ¿Pasa algo malo?
Anna frunció el ceño.
—Mmmm… espero que no. —Y le sacó un resto de paja del cabello, mostrándoselo como evidencia.
—¿Qué te pasa, amiga? No estábamos haciendo nada malo, —y soltándose de Daniel, la llevó lejos, estirándola del brazo y le dijo en tono más bajo: —Pareciera que el matrimonio en vez de ampliar tu mente, te hizo más mojigata. Sabes cuales eran mis planes, ¿no?
—Eso es justamente lo que me preocupa, Tere. —Anna suspiró. —Creo que tus planes pueden escaparse de tu control. Por favor, no me hagas responsable de tus locuras. Si algo llegara a pasar en mi casa, no me lo perdonaría y menos aún tus padres o tía Sofi. Y Alex tampoco.
Teresa la abrazó.
—Te quiero, amiga. No pasó nada, tranquilízate. Soy muy feliz, no destruyas mi dicha con tus gritos y reprimendas, ¿sí?
—Ay, Tere… ¿qué voy a hacer contigo? —dijo Anna poniendo los ojos en blanco.
—Solo quiéreme, —le dijo riendo, y le dio un beso en la mejilla.
Se abrazaron y así fueron caminando hasta la casa, seguidas de Daniel, que volvía a respirar tranquilo, y miraba a su prometida contorneando las caderas frente a él, imaginando sus nalgas desnudas debajo de sus faldas.
A pesar del enredo posterior «La experiencia valió la pena», pensó Daniel, complacido y todavía sintiendo el olor y el sabor de Teresa en sus labios.


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Teresa - Capítulo 09

El resto de la tarde y noche ya no pudieron estar solos, cuando volvieron de visitar los jardines, deseosos el uno del otro, se incorporaron al juego de cartas que duró hasta la hora de cenar.
Teresa no podía dejar de mirarlo. Todo en él le parecía insólito, era como si estuviera descubriéndolo de nuevo, reconociéndolo. Y todo lo que veía en él le gustaba cada vez más. Se sentía como si estuviera enamorándose de él de nuevo.
A Daniel le ocurría lo mismo, la miraba y veía en ella a la mujer apasionada que estaba conociendo y no podía creer en su buena suerte. Las reacciones de ella ante sus avances lo dejaron grata y satisfactoriamente sorprendido. A él le gustaba tener el control y descubrió sorprendido que ella, a pesar de su carácter fuerte, se prestaba a todo lo que él deseaba.
Esperaba ansioso verla mañana y comprobar si realmente era capaz de llevar a cabo lo que le había pedido y ella había accedido sin chistar. Y estaba dispuesto a constatarlo con sus propias manos. ¡Que Don Augusto le perdone! Pero ya no podía resistir más.
Casi a medianoche Anna y Alex manifestaron su cansancio y anunciaron que se retiraban. Por supuesto, Daniel iba con ellos.
Teresa los acompañó hasta el carruaje para despedirse, y preguntó a la pareja:
—¿Pueden jugar a los sordos, ciegos y mudos un rato, chicos?
Anna la miró sorprendida.
Alex rió y ayudó a su mujer a subir, casi empujándola.
Apenas Anna y Alex estuvieron dentro del carruaje, Teresa se lanzó a los brazos de su prometido y él la recibió gustoso. Se mezclaron en un profundo abrazo y se besaron apasionadamente, ávidos el uno del otro.
Anna estaba con el ceño fruncido, casi asomando la cara en la ventanilla, queriendo ver qué ocurría fuera.
—No mires y relaja esa cara, cielo, sólo se están despidiendo —le dijo Alex en voz muy baja ya acomodados dentro del carro y rodeándola con el brazo. —Te vas a arrugar antes de tiempo si sigues así.
—No puedo disimular, es más fuerte que yo. La veo más entusiasmada que nunca, temo que cometa una locura. Quisiera poder decirle lo que vimos, no quiero que haga nada irreparable.
—Amor, no puedes tener el control de todo.
—Si puedo. Voy a hablar con Serena y Joselo mañana. Aunque no les cuente lo que vi, no voy a permitir que se queden solos ni un segundo de estos días que seguiremos aquí, y ellos van a ayudarme.
—No te metas, cielo…
—Alex, tú no puedes entender lo que Teresa, Serena y Joselo significan para mí. Son la familia que yo he elegido, aparte de ti son lo único que tengo en este mundo y haría lo que fuera por ellos. Me voy a meter todo lo que yo quiera y considere oportuno.
Alex solo suspiró y se relajó. Sabía que era inútil discutir con su mujer cuando había tomado una decisión.
Al rato entró Daniel y se acomodó frente a ellos, con semblante satisfecho y casi sonriente. Anna frunció el ceño más aún, si era posible, y Alex escondió la cara de ella en su cuello, abrazándola, para que su enojo no fuera evidente frente a su invitado.

Al día siguiente, Teresa remoloneaba en la cama. Serena ya se había levantado y estaba vistiéndose.
—¡Arriba, dormilona! —le dijo risueña.
—Mmmm, ya voy… déjame un rato más. —No quería que Serena la viera vistiéndose, ni que se diera cuenta de que obviaba ciertas prendas en su vestuario.
Una vez que Serena se retiró, Teresa despidió a la criada que las ayudaba a vestirse, diciéndole que la llamaría más tarde cuando la necesitara. Y sonriendo pícaramente se levantó de la cama y se vistió sola.
Serena estaba en el salón con su madre y Joselo, desayunando.
—¿Qué van a hacer hoy, hija?
—No tenemos nada planeado, madre. Creo que Alex todavía está inspeccionando la hacienda, así que nos quedaremos todo el día en La Esperanza.
—¿Y Daniel lo acompañará otra vez?
—No lo sé, madre. Probablemente sí. —le dijo para que se tranquilizara.
—Si se queda con ustedes, no dejen de vigilarlos. —Y miró a su hijo, que estaba escondido detrás del periódico, leyendo. —¡Joselo! ¿Me escuchas?
—Mmmm, sí, madre… vigilarlos. —Contestó Joselo. —Cuenta con ello. Nada le pasará a mi indiecita mientras yo esté alrededor.
—¡Como si pudieras contra Daniel! —Serena rió a carcajadas, —te dobla en tamaño y altura.
En eso entró Teresa.
—¿Están hablando de mí? —Y saludó sonriente, aunque un poco cohibida, se sentía casi desnuda y le daba la impresión que todos se darían cuenta de su osadía. —Buen día tía Sofi, buen día Joselo.
—Buen día, hija.
—Hola indiecita, ¿Cómo amaneciste?
—Bien, dormimos como troncos, ¿no es así, Sere?
—Así es, —contestó Serena sonriendo.
Terminaron de desayunar y partieron hacia La Esperanza. Teresa insistió en ir caminando, alegando que hacía un día estupendo y todavía no hacía mucho calor. Aunque en realidad no se animaba a trepar a un caballo sintiéndose casi desnuda.
—Más tarde les mando el carruaje, chicos. Vayan, tiene razón Teresa, hace un día espléndido para caminar. Diviértanse y pórtense bien. —les dijo tía Sofi despidiéndose.
Apenas llegaron vieron a Daniel en la galería que rodeaba la casa, sentado en la hamaca de madera leyendo el periódico.
Él levantó la vista y ladeó la boca casi en una sonrisa. Vio acercarse a Teresa, contoneando levemente sus caderas, con esa gracia innata en ella al caminar y se la imaginó desnuda debajo de su vestido. Su entrepierna se tensó inmediatamente.
«¡Será un día muy caluroso!», pensó.
Se levantó para recibirla.
—Buen día, chicos. —Saludó en general. Tomó la mano de Teresa y besó dulcemente sus dedos. —Buen día, osita. —le dijo en voz baja.
Ella sonrió y bajó la cabeza, ruborizándose.
Lo veía tan guapo, tan relajado, como nunca antes lo había visto. Se había vestido informalmente, con una camisa sencilla y sin chaqueta.
—¿Ya desayunaste? —le preguntó Teresa, sentándose en la hamaca junto a él.
—Sí, hace bastante. Me levanté casi al mismo tiempo que Alex. A Anna todavía no la vi.
—Voy a buscarla, —anunció Serena.
—Aquí estoy, buen día a todos, —dijo Anna asomando a la galería, no había bajado antes porque sabía que Daniel estaba solo y no quería encontrarse con él. —¿Me acompañan a desayunar?
—¡Claro! —dijeron al unísono Serena y Joselo.
—Nosotros nos quedaremos aquí, si no te molesta, Anna, —dijo Teresa, guiñándole un ojo.
—Para nada, —contestó Anna, que justamente lo que quería era hablar a solas con Joselo y Serena.
Una vez sentados a la mesa, abordó el tema sin dilación:
—Chicos, tenemos que vigilar a esos dos.
Ambos la miraron intrigados, Joselo dijo:
—¿También tú? Mamá nos hizo la misma recomendación ¿Por qué esa urgencia de vigilarlos?
—Solo háganme caso, no tenemos que dejarlos solos mucho tiempo en ningún momento.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Serena.
Anna, que había prometido a su esposo no decir nada, se excusó con lo primero que se le ocurrió:
—Lo veo a Daniel muy suelto y relajado, distinto de lo que normalmente es. Y a ella muy entusiasmada por ese cambio. No quisiera que cometa una locura. Yo sé lo que ocurre cuando una está enamorada y hasta donde es capaz de llevarnos esas, mmmm… pasiones.
Serena se ruborizó. Joselo rió y dijo:
—Te estás volviendo una anciana. Cuenta conmigo, mami.
Anna rió y le arrojó una servilleta.
En la terraza, Teresa y Daniel estaban sentados muy juntos, tomados de la mano. Apenas vieron desaparecer a sus amigos, él acercó sus labios a los de ella, le dio un suave beso y la saludó como si recién la viera.
—Buen día, mi dulce osita.
—Hola mi amor ¿cómo amaneciste?
—Mal, lo único que pienso es en poder amanecer contigo en mis brazos, desnudos, haciendo el amor.
Teresa se tensó ante esta revelación. Su entrepierna desnuda palpitó. «Él si sabe cómo mantenerme excitada, es un maestro» pensó.
—¡Santo cielo! Eso sería fabuloso, —contestó y se acomodó a su costado. Él pasó una mano por sus hombros y la abrazó, besándola en la frente. —Cuéntame más…
Y él le relató al oído todo lo que le gustaría hacerle. Estuvieron largo rato abrazados, prodigándose mimos, diciéndose palabras cariñosas, hasta que Daniel le hizo la pregunta que llevaba queriendo saber desde que la vio:
—¿Me complaciste en lo que te pedí, osita?
Y ella, que estaba aprendiendo del mejor, pasó la mano por su pecho, sobre la camisa, la deslizó lentamente hasta su estómago y le susurró en su oído:
—Tendrás que averiguarlo por ti mismo, mi amor.
—Será un placer para mi, cariño —le contestó, pasándole la lengua por los labios, abriéndolos para él.
Daniel puso el periódico sobre su regazo, para tapar la evidencia de su excitación, antes de levantar la otra mano hacia el rostro de ella y profundizar el beso.
—Ejem, —carraspeó Anna.
Ambos se soltaron inmediatamente. Teresa sonrió, sonrojada y Daniel, visiblemente avergonzado de que los hayan encontrado en esa situación, pidió disculpas:
—Lo siento, Anna. No queríamos faltar el respeto a tu casa. Sólo estábamos saludándonos.
Anna frunció el ceño.
Serena y Joselo reían en su interior.
—A Anna no le importa, ¿no es así, amiga? —le dijo Teresa, mirándola son expresión de complicidad.
—De hecho, sí me importa, —contestó Anna todavía ceñuda. —No quiero que tu madre o tía Sofi me hagan responsable de nada, Tere.
Teresa la miró con expresión interrogante. No entendía que le pasaba a su amiga. No pudiendo con su genio respondió:
—¿Qué te pasa, Anna? ¿Acaso te has vuelto una mojigata?
—Mojigata no, Tere, solo sensata.
Joselo intervino:
—Bueno, chicas. No ha pasado nada. Olvídenlo. No discutamos por esto.
—Sí, mejor planeemos qué haremos hoy. —dijo Serena para suavizar la situación. —¿Qué tal un paseo a caballo hasta el pueblo?
—Alex vendrá a almorzar con nosotros, no nos va a dar el tiempo para ir y volver. —Contestó Anna, —anoche no se sintió bien y durmió mal. Me dijo que volvería pronto a descansar.
Luego de interesarse por la salud de Alex e intercambiar pareceres sobre las actividades que podían realizar todos juntos, decidieron quedarse en la hacienda y no hacer nada.
Teresa y Daniel no lograron estar solos en todo el resto de la mañana, por más que lo intentaron.
Cuando Alex volvió, almorzaron. Era evidente se sentía mal, estaba pálido y fruncía el ceño. Apenas probó bocado y decidió ir a descansar. Anna lo acompañó, no sin antes hacerles señas a Serena y a Joselo para que no pierdan de vista a los enamorados.
Estaban descansando en la sala, cuando Serena se excusó y fue al cuarto de aseo. Luego de un rato, Joselo se quedó profundamente dormido en el sofá.
Teresa y Daniel, con mirada cómplice, sonrieron y dejaron el recinto sin hacer ruido.


Continuará...

Teresa - Capítulo 08


—¡Mamá nos va a matar si se entera lo que ocurrió! —dijo Serena.
Estaban de vuelta en la Esperanza, todavía con la ropa mojada.
—¿Y quién se lo va a contar, bichita? —le preguntó Joselo.
—No debería decir esto, porque se supone que soy el mayor y más responsable aquí, pero por mí no se va a enterar, chicos, relájense, —les tranquilizó Alex.
Para tranquilizar a Serena, que parecía la más preocupada por la reacción de su madre, Daniel intervino:
—Creo que el único problema a los ojos de la señora Ruthia soy yo, y por mi parte, estuve todo el día recorriendo la hacienda con Alex.
—Mientras crea que estábamos solo los cuatro juntos no habrá problemas, —dijo Teresa, a quien Daniel, para asombro de todos, la tenía abrazada muy pegada a él.
Decidieron que el cuarteto iría a cambiarse a “Rancho Grande” —así se llamaba la hacienda de los Ruthia, —como si acabaran de llegar del arroyo. Eso no molestaría a la tía Sofi. Y no tendrían que dar explicaciones, siempre que la madre de Serena creyera que solo estuvieron los cuatro.
—¡Los esperamos en Rancho Grande para merendar! —dijo Anna a modo de despedida, cuando los cuatro, a caballo, se dirigieron hacia la propiedad de los Ruthia.
Alex miró a Daniel y le dijo sonriendo:
—Nos convertimos en cómplices de ese terrible cuarteto.
Ambos rieron.
A Daniel se lo veía más relajado y Alex pensó que nunca había visto reír antes al novio de la amiga de su mujer.
La hacienda de los Ruthia no era ni tan grande ni abarcaba tanta extensión de tierra como La Esperanza, pero era sumamente pintoresca. Estaba llena de flores, —la tía Sofi amaba las plantas, —y los caminos de acceso estaban artísticamente delineados por árboles, piedras, y arbustos. La casa patronal y su entorno inmediato, eran un paraíso de la jardinería.
La tía Sofi rió cuando le contaron las hazañas de esa tarde, sin mencionar el incidente posterior. Aunque les recriminó el hecho de que ya no eran unos niños para jugar en paños menores en el arroyo, y los mandó a todos a cambiarse inmediatamente.
Obedecieron sin rechistar para que no les hiciera más preguntas y se pusieron a conversar mientras se cambiaban en la habitación de Serena.
—Esta tarde lo vi más relajado a Daniel, Tere. —dijo Anna.
—Yo tuve la misma impresión, ¡y sonrió! —dijo Serena, riendo.
—Sí, yo también me di cuenta, —suspiró Teresa, pensando en lo que había ocurrido, pero sin querer compartirlo con nadie, solo dijo: —Y se ve tan guapo cuando sonríe. Mmmm.
Sus amigas pusieron los ojos en blanco y le lanzaron almohadones.
En eso entró la señora Ruthia con una jarra de limonada.
Para cambiar de tema, rápidamente Teresa dijo lo primero que se le ocurrió.
—¿Qué tal el paso de la caballería por el pueblo, Sere?
Serena se puso pálida, ambas amigas se dieron cuenta. La tía Sofi no, ya que estaba apoyando la bandeja sobre el pequeño escritorio, de espaldas a ellas.
Al ver que Serena no respondía ella dijo:
—Fue maravilloso tenerlos una semana rondando por aquí. ¿No es cierto, Serena? —Se dio vuelta hacia ellas, —Hasta te hiciste amiga de uno de ellos… ¿cuál era su nombre?
—Eh… no recuerdo, —dijo en un susurro, bajando la cabeza.
—¿Cómo no? Se llamaba… humm —puso expresión pensativa, con las manos en la barbilla. —¡Eduardo! Ahí está. No recuerdo el apellido.
Las tres miraron a Serena, que parecía a punto de desmayarse.
—No recuerdo tampoco, —respondió deseando que la tierra la trague, para cambiar de tema dijo rápidamente: —creo que me siento mareada, parece que hemos tomado mucho sol.
—Ohh, déjame tocar tu frente, hija, a ver si tienes temperatura.
Anna y Teresa se miraron intrigadas. A Serena le pasaba algo, y no tenía nada que ver con el sol. ¿Qué sol? Si el arroyo estaba cubierto de árboles frondosos.
Pero conociendo lo reservada que era Serena, ninguna de las dos dijo nada. Cuando ella crea conveniente, se los contaría.



Alex y Daniel llegaron a Rancho Grande a la tardecita, ya bañados y cambiados, y se unieron a la merienda en la terraza de la casa.
Alex saludó a su mujer con un abrazo y un beso en la mejilla, como era su costumbre, a nadie le sorprendía. Pero sí les sorprendió, incluso a Teresa misma, que Daniel se haya acercado a ella y también haya depositado un tierno beso en su frente.
Ella lo miró a los ojos y sonrió, más enamorada que nunca por ese simple gesto. ¡Cielos! Solo quería lanzarse a sus brazos.
Una vez terminada la merienda, Daniel elogió los jardines de la tía Sofi, y ella, orgullosa de su creación, le agradeció con una sonrisa.
Aprovechando ese momento de debilidad de su tía, Teresa dijo:
—Quizás quieras verlo más de cerca, Daniel. ¿Puedo llevarlo a conocer tus maravillosos jardines, tía Sofi?
—Por supuesto, Tere. Pero no tarden mucho, ¿sí? —pensándolo mejor, agregó: —¿Quizás alguien más quiere acompañarlos?
Los otros cuatro levantaron la mirada de la mesa, donde estaban preparándose para empezar una partida de cartas.
—Parece que no, tía. —respondió Teresa.
—Vayan, chicos. Hay un diseño nuevo que terminé cerca de la glorieta, te va a encantar, hija. Pórtense bien y vuelvan enseguida.
—Gracias, tía.
—Señora Ruthia, —dijo Daniel, —inclinando su cabeza a modo de saludo, y ofreciendo el brazo a su prometida.
Apenas estuvieron lo suficientemente lejos para que no los vean desde la casa, se fundieron uno en brazos del otro, con urgencia desatada,  detrás de un árbol.
—Mi dulce osita, —le dijo él en un susurro cerca del oído, llenándole de besos húmedos la frente, la cara, la oreja, el cuello hasta finalmente llegar a sus labios, que se abrieron, deseosos de la intrusión. La sujetó contra sí obligándola a inclinarse sobre él y la besó hundiendo la lengua en su interior e imitando con sus acometidas el ímpetu del acto más primitivo existente entre hombre y mujer.
Como si no pudiese dejar de tocarle, Teresa se abrazó a él con fuerza. Sus manos ansiosas recorrieron la fuerte complexión de sus hombros, su pecho, para terminar entrelazadas en su cabellera.
Daniel atrapó una de sus manos para llevársela a la boca y la obligó a estirar los dedos; los observó con concentrada dedicación, los besó uno a uno introduciéndoselos en la boca, haciendo rotar su lengua en torno a ellos y chupándolos. Agitada, Teresa se retorció contra él.
—Haces cosas tan extrañas, mi amor.
—¿Y no te gustan, cariño?
—Me encantan, me vuelven loca, —dijo en un susurro, —ni siquiera entiendo lo que me ocurre. —Ella estaba asombrada de que una caricia aparentemente tan inocente, pudiera hacerla sentir esas descargas de energía tan fuertes.
—Tú solo tienes que dejarte llevar por mí. —le dijo apoyando su frente en la de ella y manteniéndola abrazada. —Una vez te dije que yo sabía lo que necesitabas. Y lo sé, mi dulce osita.
—Agregaste un adjetivo a mi apodo… —le dijo sonriendo.
—Es que he probado tu sabor en mi dedo, y eres dulce como la miel. No te imaginas la urgencia que tengo de saborearte entera. De hundir mi boca en tu delicioso centro y hacerte gritar de placer.
Solo oír esa declaración hizo que una descarga eléctrica bajara hasta la entrepierna de Teresa y se estremeció totalmente. Él sintió su convulsión y sonrió, abrazándola más íntimamente.
—¿Está eso permitido? —le preguntó abriendo los ojos como platos.
El rió y le contestó:
—Todo lo que nos complazca a los dos estará permitido entre nosotros.
—Ohhh.
Ambos suspiraron.
¡Qué diferente estaba Daniel! Que maravilloso era verlo relajado. Tonta ella que creyó que él no era capaz de complacerla.
—¿Qué vamos a hacer, cariño? —le preguntó él.
—No lo sé. —le contestó, apoyando la cara en su pecho y rodeando su cintura con las manos, debajo de la chaqueta.
—Fijemos la fecha de la boda. Ya.
—Aunque la fijemos ahora, nunca podrá ser antes de tres o cuatro meses, Dani. ¿Podremos aguantar tanto?
—Podremos, osita. Existen alternativas para mantenernos más relajados.
—¿Ah, sí? Has pensado en todo, —le contestó ella sonriendo pícaramente. —Eres una constante fuente de sorpresas, mi amor.
Él suspiró y miró al cielo, pensando lo poco que le gustarían a Don Augusto esas alternativas, y lo mucho que ellos la disfrutarían.
—Dos meses a partir de hoy. Ya está, nuestras madres tendrán que esmerarse para lograr algo en ese tiempo. Y una de las alas de nuestra casa ya estará terminada. No tendremos que vivir con ninguno de nuestros padres. —Ella sonrió, complacida. —Ahora tienes que mostrarme esa glorieta, osita, o tu tía Sofi pensará que hicimos algo raro.
Y tomados de la mano, con los dedos entrelazados, caminaron por los jardines, maravillados por su hermosura.
—Tu tía es una artista, osita. Realmente es precioso.
—Sí, ¿verdad? Díselo. No hay nada que le guste más escuchar.
—Se lo diré, por supuesto, —y la ayudó a subir al cenador, a un costado de la glorieta.
Admiraron los jardines que les rodeaban. Teresa le contó algunas anécdotas sobre el lugar, Se apoyó en uno de los postes y estaba señalando un sitio específico, cuando él se acercó por detrás de ella y la rodeó con los brazos en la cintura, observando lo que le mostraba, con la cabeza apoyada en la suya y sus mejillas tocándose.
Ella se sentía tan bien en sus brazos, tan segura, que se relajó y se apoyó totalmente en él, posando sus manos en las de Dani, acariciándolo.
Pero tenerla tan cerca, oler su delicioso aroma, despertaba sus instintos más bajos. No podía dejar sus manos quietas. Le acariciaba lentamente la cintura, los costados, el abdomen, por sobre la ropa. Hasta que llegó a la base de sus senos y los abarcó, levantándolos y juntándolos. Observándolos desde arriba y detrás de ella cómo se formaba un canal entre ellos.
Teresa suspiró.
—Tienes los senos más hermosos que vi en mi vida, osita. Nunca me cansaré de mirarlos y tocarlos. Son tan grandes, como a mí me gustan. Toda tú eres tan voluptuosa y llena de curvas, como yo adoro, así tengo muchos sitios por donde agarrarme. —Ella sonrió ante esa revelación. —Estás hecha para mí.
—Y tú para mi, mi amor, —le contestó ella. —Eres grande y fuerte, alto y lleno de músculos como a mí me gusta. Me haces sentir pequeña, protegida y muy segura en tus brazos.
Daniel abarcó totalmente los senos de ella con sus grandes manos y los acarició por sobre la fina tela del vestido. Luego pasó sus dedos por sobre donde sentía los pezones y los fue excitando con movimientos circulares.
—Me gustaría tanto verlos. —le dijo Daniel en un susurro junto a su oído.
Era solo un sentimiento de deseo puesto en palabras, pero ella lo sorprendió bajándose las mangas del vestido y los dos trozos de tela que cubrían sus senos, dejándolos libres a la vista, para que él los mirara.
—Tus deseos son órdenes para mi, mi amor. —le dijo suavemente.
Y él procedió a acariciarlos, rindiéndole culto con sus manos, presionando sus pezones con los dedos, rozándolos con las yemas.
—Hay algo que quiero que hagas para mi, osita.
—Mmmm, —suspirando, le dijo: —Dime.
—Mañana cuando te vistas, olvídate del corsé y la ropa interior. Quiero saber que estás desnuda debajo de tu ropa, al mirarte quiero imaginarme tu entrepierna libre, húmeda y caliente.
Ella abrió mucho los ojos, pero no se amilanó.
—Lo haré, mi amor… cuenta con ello.


Continuará...

Teresa - Capítulo 07

—¿Qué hacemos hoy, chicos? —Preguntó Anna en el desayuno tardío. —Alex estará todo el día recorriendo la hacienda para conocerla, así que decidan ustedes, yo me apunto a lo que digan.
Teresa la miró con el ceño fruncido.
—¿Y dices que Daniel lo acompañó?
—Sí, Tere… ambos se levantaron temprano y salieron juntos. Lo siento, amiga. Alex estaba también sorprendido cuando me contó la decisión de Daniel, aunque apenas lo recuerdo, estaba medio dormida.
—Quizás quisieron darnos la oportunidad de estar juntos los cuatro todo el día, chicas, —dijo Joselo. —Por mi perfecto, tendré a mi florecita, a mi bichita y a mi indiecita solo para mí.
Todos rieron, menos Teresa.
Se suponía que esos días eran para estar ellos dos juntos. ¿Cómo y por qué osaba escaparse?
—¿Qué tal un picnic a orillas del arroyo? —propuso Serena.
—¡Me encanta la idea! —apoyó Anna.
—Cuenten conmigo… las mojaré a todas.
Teresa, todavía enojada, solo asintió con la cabeza.
Pero pronto se le pasó el enojo porque realmente se estaban divirtiendo. Fueron a caballo, galoparon, jugaron carrera, hasta intentaron trepar un árbol sin conseguirlo.
Exhaustos, al mediodía se dejaron caer en las mantas frente al arroyo, al cobijo de los árboles y dieron cuenta del almuerzo frio que habían llevado.
—¡Dios Santo! Voy a explotar, —dijo Joselo.
—Creo que ya no estamos tan jovencitos como para estos juegos, —dijo Serena, muerta de cansancio y saciada con la comida.
Todos le tiraron servilletas y restos de pan por atreverse a insinuar que se estaban poniendo viejos.
—¡Descansemos un rato! —dijo Teresa.
—Mmmmm, —murmuró Anna que ya se había acomodado para dormir la siesta. —Necesito mi almohada de carne.
Todos rieron y fueron relajándose.
A media tarde despertaron y hacía mucho calor, así que decidieron mojarse los pies en el agua, que era poco profunda. Una cosa llevó a la otra y todos terminaron en ropa interior, como cuando eran chicos, sin complejo alguno, tirándose agua y mojándose.
Ninguna de las chicas tenía vergüenza de que Joselo las viera en camisola y enaguas, para ellas era normal, y él menos aún de que lo vieran en paños menores, aunque se había dejado la camisa puesta.
Eran un cuarteto muy especial.

Daniel y Alex estaban recorriendo los alrededores, cuando escucharon sonidos de risas y gritos provenientes del arroyo. Les intrigó y se acercaron a ver qué ocurría.
Lo primero que vieron fue a Joselo balanceándose de la vieja cuerda que ellos mismos habían puesto ahí de niños, colgada de un árbol sobre el arroyo. Cayó de forma poco elegante en el agua, salpicando a las chicas que corrían, saltaban y lanzaban gritos de júbilo.
Se miraron con sorpresa.
—Daniel, dime que lo que estoy viendo es un espejismo, —le dijo Alex.
—Creo que no, Alex —contestó anonadado. —¿Te puedo pedir una cosa, por favor?
—Dime.
—No mires a mi prometida. —pidió frunciendo el ceño.
—Y tú no mires a mi esposa. —le contestó de la misma forma.
En ese momento, Teresa —que era la única que se había salvado de zambullirse, —pasó al costado de Joselo corriendo, y él, que estaba tirado en el agua, la tomó del tobillo y la tiró frente a él.
—¡Al agua, indiecita!
—¡Ayyyy! —Y cayó de bruces en el arroyo mojándose completamente el frente de su camisola.
Daniel y Alex se miraron avergonzados, sin saber qué hacer.
—Creo que deberíamos irnos sin que sepan que estuvimos aquí. —dijo Alex.
—¿Estás loco? No voy a dejar que ese mequetrefe siga manoseando a Teresa.
Alex lo miró y rió con carcajadas silenciosas.
—¿Y qué peligro representa el pobre Joselo para ellas? Me preocupa más que nosotros estemos mirando a las chicas en paños menores.
—¿No te molesta que ese tipo vea a tu mujer casi desnuda?
Alex siguió riendo y negó con la cabeza. Si no era capaz de darse cuenta de la realidad, no sería él quien se lo dijera.
Pero Daniel no podía dejar de mirar la forma en que la camisola y la enagua mojada se pegaban a todas y cada una de las voluptuosas curvas de su prometida. Cómo se transparentaban sus pezones oscuros debajo de la fina tela mojada. Su miembro despertó.
—Daniel, creo que debemos irnos. Sería muy vergonzoso para ellas si nos pillan observándolas.
—Pero… —Daniel se negaba a irse. —Este tipo…
—¿Quieres avergonzarlas? —preguntó Alex, ya molesto.
Pero en ese momento oyeron un grito.
—Muy tarde, —dijo Daniel. —Ya nos vieron.
Entre alaridos, carreras y risas, las chicas se cubrieron con lo que encontraron a mano, las mantas, el mantel, cualquier cosa.
Serena había huido despavorida, escondiéndose detrás de unos matorrales y le pidió a Joselo que le llevara su ropa.
Anna se resguardó detrás de un árbol y le pidió a Alex con señas que le alcanzara su ropa en el bosquecillo.
Y Teresa no sabía qué hacer. Se había tapado el frente con el mantel, pero sus ropas estaban a los pies de Daniel. Chorreaba agua, estaba descalza, con el pelo alborotado y mojado. Estaba preciosa.
—Ven aquí, osita. —Y levantó su vestido del suelo.
Ella se acercó, avergonzada, tapándose como podía.
—Me siento casi desnuda, Daniel. ¿Puedes voltearte mientras me visto?
—¿Ah, sí? ¿Joselo puede verte y yo no? —le respondió evidentemente enojado. —Levanta las manos.
Ella titubeó, pero le obedeció, y el mantel cayó al piso.
—¿Estás celoso, mi amor? —le dijo ella casi en un susurro.
Él le metió el vestido por los brazos y la cabeza, no sin antes apreciar como sus senos se elevaron al levantar las manos, como sus pezones estaban pequeños y duros por la excitación debajo de la camisola pegada a su cuerpo.
Él no le respondió. Le acomodó el vestido y la volteó para abotonárselo.
Escucharon el grito de Joselo:
—¡Nos vamos a La Esperanza! Serena está roja como un tomateeee… —y se oyó un golpe. —¡Auch!
Teresa rió y llevó su pelo hacia adelante con la mano, dejó su espalda descubierta para que Daniel pudiera abotonarle.
Pero Daniel, al ver su delicada espalda abierta, la curva de sus hombros y cuellos y la tela pegada a su piel, sintió que ya no podía contenerse, un deseo incontrolable se apoderó de él y metió ambas manos dentro del vestido abierto y tomó sus senos con las manos, abarcándolos completamente por encima de la fina tela de la camisola mojada.
Sorpresivamente para Teresa, casi la arrastró hasta detrás de un árbol cercano y volvió a bajarle el vestido, que cayó al suelo y bajó su camisola, que quedó suspendida en la cintura, sostenida por la enagua.
—¡Ohhh, Dani! —casi gritó Teresa, asustada, e intentó cubrirse.
Pero él fue más rápido.
—Osita, —fue lo único que pudo decir antes de meter un pezón en la boca y chuparlo apasionadamente, lamiéndolo, succionándolo, mientras jugueteaba con el otro con sus dedos y mano, haciendo que un millón de descargas eléctricas bajaran por el abdomen de ella hasta su centro, convulsionándola.
—Dani… Alex y Anna… ohhh, —gimió desesperada, —pueden vernos.
—Ellos también, mmmm —gimió contra sus senos, —están ocupados, cariño, te lo aseguro.
El sudor perlaba la frente de él y sentía que le latía la sangre en las venas del cuello. En cualquier momento estallaría en llamas, tan ardiente era su deseo. Daniel introdujo sus manos debajo de la enagua mojada y sintió la piel fría de sus piernas, muslos, acariciándolos de abajo para arriba, subiendo cada vez más, hasta abarcar sus nalgas con las manos y alzarla a horcajadas.
—Envuélveme con tus piernas, osita.
Ella obedeció.
Pero tratando de mantener el equilibrio, con ella cargada en sus caderas, pisó la raíz del árbol que sobresalía en la alfombra de pasto y perdió el equilibrio. Para no golpearla, apoyó su espalda en árbol, y fueron bajando despacio hacia el suelo, como en cámara lenta.
Y terminaron en una posición poco ortodoxa. Él casi acostado en el suelo, si no fuera por una parte de su espalda que estaba apoyada en el árbol, y ella sobre su estómago, a horcajadas, con sus senos casi a la altura de su cara y sus manos a los costados de Daniel.
Ella empezó a reír a carcajadas.
Él la miraba embelesado, y rió también.
Daniel se dio cuenta entonces de lo que estuvo a punto de ocurrir.
—Ay, osita, creo que vas a terminar matándome. —Llevó ambas manos hasta su cabeza y le acarició el pelo. Luego enterró su rostro entre los senos de ella y se quedó muy quieto, presionándola contra él.
—¿Ocurre algo, mi amor? —le preguntó ella al sentirlo estremecerse. —¿Te arrepientes otra vez?
Él levantó la cabeza, y tomando uno de sus senos con la mano le dio un ligero beso al pezón, estremeciéndola, hizo lo mismo con el otro, y se incorporó hasta quedar sentado, con la espalda apoyada en el árbol. Ella seguía sentada en su regazo con las piernas a cada uno de sus costados.
—Nunca podría arrepentirme de sentirte, cariño. —Le dio un beso en los labios y le subió la camisola hasta cubrirle los senos de nuevo. La miró con dulzura y le dijo suavemente: —Muero de ganas de verte llegar, ¿sabes?
Olvidándose que alguna vez había leído algo al respecto en sus extraños libros, Teresa le preguntó inocentemente:
—¿Dónde?
Él rió a carcajadas, y ella pensó que nunca lo había visto tan apuesto.
Daniel la abrazó muy fuerte y le prometió:
—Te lo enseñaré, osita. Pero no ahora. No aquí. Casi cometimos una locura.
—¿Lo prometes?
—Te lo prometo. —le aseguró, suspirando resignado.
Se levantaron del suelo, la ayudó a vestirse, —esta vez sin perder el control, —montaron en un solo caballo y avanzaron despacio, sin apuro, dejando las riendas del otro atado a la silla para que los siguiera.
Como ya había recuperado su control habitual, todo el camino de vuelta Daniel la envolvió en sus brazos, acariciándole suavemente todo el cuerpo, y prodigando besos en su nuca, cuello, hombros y espalda.
Recorrió con sus manos, —sobre el vestido —la curva de sus senos y su estómago. Subió su falda, metió la mano debajo de ella y fue recorriendo suavemente sus piernas hasta detenerse muy cerca de su centro, en la cara interna de sus suaves muslos sintiéndoles temblar y moverse inquietos.
Ella inspiró, esperando tensionada. Daniel se dio cuenta que estaba conteniendo el aliento.
—Respira, osita.
Y cuando volvió a respirar, relajándose, metió su mano entre la maraña de telas y la posó sobre su sexo, rozando los pliegues que le rodeaban, acariciándola arriba y abajo. Se sorprendió de lo caliente y húmeda que estaba.
—Ahhhhh, —Teresa lanzó un grito agudo.
—Shhh… ¿Te gusta, cariño?
Ella meneó con la cabeza y cerró los ojos, asintiendo sin poder decir una palabra, estremeciéndose.
—A mí también me gusta tocarte.
Y sus grandes dedos empezaron a acariciarla entre sus piernas, cada vez más adentro, con movimiento regulares, invadiendo sus lugares más íntimos.
Uno de sus dedos finalmente traspasó los límites imaginarios, deslizándose fácilmente en su interior, sintiéndola muy mojada y excitada, deliciosamente abierta. Y ella dio un respingo con un gemido, y un espasmo le aprisionó el dedo.
La fuerza de aquel espasmo le tomó desprevenido. Levantó el pulgar para apoyarlo en la pequeña protuberancia femenina y acariciársela suavemente. Ella lanzó un grito entrecortado.
Dándose cuenta que ya estaban llegando a la hacienda, retiró la mano debajo de sus faldas —con un gemido de protesta por parte de ella, —y metió el dedo acababa de sacar de su interior dentro de su boca, chupándolo.
Teresa lo miraba atónita.
—Delicioso. Todavía no he acabado contigo, mi dulce osita —le dijo, su voz tensa, ronca de deseo reprimido. Y mirándola fijamente, agregó: —Esta noche quiero saborearte, cariño.
—Ohhh…
Y rozó los labios femeninos con su lengua, abriéndola y explorándola en un dulce y apasionado beso.
Al parecer, Daniel había decidido dejar de luchar contra sus deseos.


Continuará...

Teresa - Capítulo 06

—Es la primera vez que voy a decirte algo así, cielo… —Alex suspiró antes de hablar, y con firmeza, le dijo: —Te lo prohíbo. Te prohíbo que le digas una sola palabra a Teresa.
Estaban en el carruaje de vuelta a casa. Luego de ver a Daniel, todos sus planes se aguaron. Anna estaba furiosa y quiso seguirlo hasta el área privada del burdel. Alex tuvo que sacarla casi a rastras.
—¿Estás bromeando, no? —Le contestó Anna cada vez más molesta, —Si mi mejor amiga me oculta algo así yo no querría saber de ella nunca más. ¿Cómo puedes prohibirme que le diga a Teresa que encontré a su prometido en un burdel?
—Escúchate, amor… has dicho un «burdel». ¿En qué cabeza entra que tú hayas estado en un lugar así? Solo un tarado como yo accede a llevar a un lugar así a su esposa, ¡porque lo prometí pensando con la entrepierna!
—Bah, a Teresa no le importará ese detalle. —contestó frunciendo el ceño.
—Pero a mí sí, y a Daniel y otros que se enteren también. ¡Por Dios Santo! Si esto explota llegará a oídos de todo el mundo… —Alex se pasó la mano por el pelo, nervioso. —Anna, piensa en las consecuencias, no puedes hablar sobre esto. Hay una regla no escrita que dicta que lo que uno ve en un lugar como ese, se le olvida al salir. Nadie tiene ojos ni oídos en ese lugar. Todos son igual de culpables solo por entrar.
—¡Yo no estaba haciendo nada malo! No tengo por qué sentirme culpable por haber ido allí con mi esposo, de curiosa. —Y señalándole con el dedo, continuó: —Pero él no debería haber estado allí, es una falta de respeto hacia Teresa.
—Amor… Daniel es un hombre.
—¿Y eso lo justifica? ¡Ja! Es un hombre, sí… y uno muy deshonesto, por cierto.
—Los hombres hacen eso.
—¿Ah, sí? —Ella lo miró desconcertada, —¿Tú lo haces?
—Sabes que no. De todas formas, también comprendes que tengo razón. No lo hagas, cielo. No hables. Sabemos que la sociedad es una mierda de hipocresía, pero vivimos en ella, y podría ser nuestra ruina. Sería un escándalo que se supiera que tú fuiste a un burdel y que yo lo permití.
—Entonces tendrás que hablarle tú.
—¿Ah, sí? ¿Quieres que Daniel piense que yo fui a ese lugar solo? ¿Te gustaría que piense que yo te pongo los cuernos?
—Inventa algo, ¡Por Dios! Pero las cosas no pueden quedar así.
—¿Y si lo pensamos una semana? Si no quieres arruinar a todos el viaje, a la vuelta decidiremos qué hacer, ¿te parece? Y con la mente más fría.
Ella lo pensó un rato y decidió:
—Una semana, Alex. No voy a esperar un día más. Si no se resuelve esto cuando volvamos de La Esperanza, yo hablaré con Teresa sin importarme las consecuencias. —Se dejó caer en el asiento del carruaje y cerrando los ojos dijo para rematar: —Y odiaré a Daniel Lezcano todos los días que pase a nuestro lado en la hacienda.



Llegó el miércoles y todos partieron hacia La Esperanza en dos carruajes, el de los Constanzo y el de Daniel. Mamá Chela también formaba parte de la comitiva, eran siete personas en total, y se fueron turnando en los carruajes a medida que paraban en algún lugar para refrescarse y hacer descansar a los caballos.
Anna estuvo todo el viaje taciturna y malhumorada. Si Teresa se dio cuenta, no dijo nada al respecto. Pero Serena y Joselo sí lo notaron, y cuando le preguntaron el motivo, Anna solo les dijo que estaba cansada, que ya se le pasaría.
Llegaron a la hacienda entrada la tarde. Daniel se instaló con los Constanzo —para desgracia de Anna, —y Teresa con los Ruthia. Pero luego de descansar unas horas, ya estaban todos juntos de nuevo en La Esperanza cenando, conversando y tomándose del pelo.
Llegó un momento en que Alex y Daniel se sintieron un poco fuera de lugar en el cuarteto que formaban las chicas y Joselo, y decidieron salir a fumar un puro a la galería de la casa patronal.
—Creo, Anna y Teresa, que están haciendo sentir mal a sus parejas.
Las dos reaccionaron juntas:
—¿Por qué lo dices?
—Me parece que se sienten desplazados por nosotros, vayan a hacerle unos mimos, ¿quieren?
—Ahhh, pero a Alex no le importa… sabe que seré toda suya esta noche —dijo Anna riendo tontamente.
—Feliz de ti. Pero tienes razón con Dani, Joselo. No lo traje hasta aquí para que fume puros con Alex en la galería. Ni siquiera fuma. —dijo Teresa asintiendo.
—No lo sabes, Tere. —respondió Anna.
—¿Qué no sé qué?
—Si fuma o no.
—¿Cómo no voy a saberlo? Claro que no lo hace.
—Puede que lo haga y nunca lo viste.
—Ya me hubiera enterado.
—A lo mejor hay cosas de él que no sabes.
Joselo y Serena miraban el intercambio sin entender a dónde quería llegar Anna.
—¿A qué te refieres?
—Ay, no me hagas caso. Estoy delirando. —contestó molesta por no poder cerrar su boca. —Vamos a buscar a esos dos.
Teresa frunció el ceño. Conocía a su amiga, y ocultaba algo.
Pero no insistió.
—Vamos.



Al llegar a la galería, Alex recibió a Anna con una sonrisa, pasándole un brazo por el hombro y dándole un beso en la frente.
—Hola, amor. —le dijo. —¿Ya me extrañabas?
Anna solo ronroneó apretándose contra él.
Teresa presenció ese intercambio con envidia. Daniel sólo la tomó de la mano y la apoyó en su brazo.
 Estuvieron un rato conversando, cuando Serena salió a preguntar si alguien quería jugar a las cartas.
Anna estiró a Alex y entraron.
Teresa aprovechó y le preguntó:
—¿Tu fumas, Dani?
—Sabes que no, querida. ¿Por qué lo preguntas?
—Mmmm, nada. —Seguía sin entender lo que le quiso decir Anna. Se acercó a él despacio y pasó los dedos por su pecho.
Él le tomó la cara con ambas manos y la acercó a él, dándole un beso en la frente y otro en la nariz.
—Hola osita, —le dijo cerca de sus labios. —Yo sí ya te extrañaba, —haciendo referencia a la pregunta de Alex.
Ella sonrió ampliamente. Solo necesitaba escuchar eso para derretirse.
—Hola, mi amor. —Y aceptó los labios de él con una urgencia contenida, temblando ligeramente y apoyándose contra su torso. Al comienzo sus labios apenas se rozaron, su aliento era como una caricia.
Ella gimió, protestando.
Daniel devoró su protesta capturando su boca, profundizando el beso hasta que ella abrió los labios, tentándole a que lo convirtiera en algo más íntimo. Le pasó una mano por la cintura y otra por la espalda hasta hundirla en sus cabellos, sujetándole la cabeza mientras la echaba ligeramente hacia atrás, fundiendo sus cuerpos.
—Esto es una locura, —susurró él.
—Puedes jurarlo. Una locura maravillosa. —contestó separando apenas sus labios de los de él para contestarle.
Volvió a besarla y penetró en su boca con la lengua. Las manos de Teresa se aferraron a las solapas de su chaqueta. Cuando la lengua de ella se unió a la suya, Daniel se olvidó de la cordura y se dejó llevar. Teresa lo abrazó y ahondó en el beso. Su sabor casi le hizo perder la cabeza.
«Respétala», la palabra de Don Augusto se filtró en su inconsciente y le hizo recobrar el juicio. Daniel se apartó despacio de ella, sacó el reloj de su chaleco y lo consultó.
—Cielos, osita… es tardísimo.
Aturdida, ella lo miró sin entender.
—Pe-pero… estamos de vacaciones. ¿Qué importa la hora?
—Creo que ya deberían irse.
—No puedo obligarlos, están jugando a las cartas.
Él apoyó ambas manos en la baranda de la galería, bajando la cabeza, como queriendo recuperarse. Pero ella no le dio tregua. Se puso detrás de él abrazándolo por la cintura y apoyando la mejilla en su espalda.
Daniel cerró los ojos cuando sintió las manos de ella deslizarse tentativamente por su pecho y su estómago sobre la camisa, acariciándolo suavemente… su mano estaba tan cerca, «solo un poco más abajo», pensó él, deseando la caricia pero no animándose a pedírselo.
—Osita…
Y ella lo sorprendió:
—Guíame, mi amor —le dijo en un susurro.
Él, contrariamente a todos sus pronósticos, bajó lentamente una de las manos de ella hasta su cresta palpitante. Teresa lo tocó tímidamente primero, valerosamente después. A pesar del obstáculo que representaba la tela del pantalón, ella pudo apreciar la magnitud de su creciente erección.
—¿Sientes lo que me provocas, osita? —le dijo Daniel, suspirando y con voz ronca por la emoción.
—Ohhh… sí.
Sorprendida de sí misma, ella siguió acariciándolo, sintiendo cómo su erección se hacía más plena cada vez.
El suspiró y le dijo:
—Ahora retírate, cariño. Deja de acariciarme. Ten más cordura que yo, por favor te lo pido.
Ella entendió su lucha interna, se apartó lentamente y fue a sentarse en la mecedora al final de la galería dándole tiempo a que se recuperara. Aunque jamás lo admitiría, estaba asustada por su osadía.
Un rato después, él se sentó a su lado y tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de ella. Ella bajó la cabeza y la apoyó en su hombro. No dijeron nada, no era necesario. Él posó un ligero beso sobre el pelo de Teresa, cerraron los ojos y disfrutaron de su cercanía, de ese nuevo conocimiento que experimentaron.
Un rato después, escucharon voces y fueron interrumpidos por Serena que le anunciaba a Teresa que ya debían regresar a la casa.
La magia se rompió, pero quedó un sabor a triunfo.
Una vez solo en su habitación, no pudiendo conciliar el sueño, Daniel soportaba una lucha interna entre sus deseos y sus deberes. Llegó a la conclusión que la única solución para no sucumbir era mantenerse lo más alejado posible de ella.
Teresa sin embargo, rememoró lo ocurrido y sonrió complacida. No tenía idea de lo que deseaba realmente, no sabía hasta donde era capaz de llegar, pero tenía la certeza que quería más. Mucho más.
Esta sería una batalla de voluntades, en la cual nadie sabía quién saldría victorioso, ni cuál era la verdadera victoria.


Continuará...

Teresa - Capítulo 05

Como siempre que ocurría alguna situación apasionada entre ellos, él actuaba como si nada hubiera pasado. Ella todavía temblaba de la emoción y no podía sacarse de la cabeza las sensaciones que había sentido. Y él… —Teresa no podía entenderlo, —parecía tan tranquilo.
Sin decir una sola palabra más, la había ayudado a componer su vestido, y tomándola de la mano la acompañó de nuevo a la fiesta. La invitó a bailar bajo la mirada aturdida de ella.
—Cariño, sonríe. —Le dijo en mitad del baile al notar su evidente tensión. —Todos están pendientes de nosotros. Van a pensar que nos peleamos.
Y con una sonrisa forzada, ruborizándose, le dijo:
—No puedo entender cómo estás tan tranquilo, Dani. Yo todavía estoy temblando y me da la impresión que todos saben lo que hicimos.
Él la miró con dulzura y le contestó:
—Osita, estás hermosa, toda sonrojada. Lo único que ésta gente piensa es lo feliz de debemos estar porque al fin vamos a casarnos. Por cierto, debemos decidir la fecha.
—Lo haremos…
Y la hizo girar y girar por toda la pista al ritmo de un vals, ella se relajó y rió antes tantas vueltas.
Se pasaron el resto de la noche recorriendo los diferentes grupos de invitados, conversando, hasta que llegaron tomados del brazo donde estaban Anna, Alex, Serena y Joselo.
—¿Qué tal, amigos? ¿Preparados para la gran aventura? —les preguntó Alex.
—Ay, ¡sí! —contestó Teresa, —me muero de ganas de viajar todos juntos. ¿Cuándo exactamente nos vamos?
Anna rió y le dijo:
—Creo que Alex se refería a la boda, Tere.
—Oh, —lo siento, —todavía no me acostumbro, —dijo y miró su mano izquierda.
Sus amigas tomaron su mano y apreciaron el anillo.
—Está precioso, Tere, —dijo Serena.
—Maravilloso… —acotó Anna, —debió costarte una fortuna, Daniel.
—Todo es poco cuando se refiere a ella. —contestó Daniel muy formal.
Se miraron entre las tres y sonrieron. Alex intervino, cambiando la conversación:
—Contestando a tu pregunta anterior, Teresa, podemos partir hacia La Esperanza el miércoles, ¿qué les parece? Y nos quedamos hasta el domingo ó lunes, máximo.
—A mí me parece fantástico, —dijo Joselo, —y por si no sabían, los voy a acompañar de ida. Espero que haya lugar para mí.
Alex respondió:
—De hecho vamos en dos carruaj… —pero Teresa no le permitió terminar.
—Ohhh, Joselo… ¡qué bueno! Estaremos otra vez los cuatro juntos en la hacienda. —dijo emocionada, dando saltitos.
Anna y Serena lanzaron unos grititos de contentas.
—Sí, indiecita, y espero verte otra vez con tus dos trencitas correteando y subiéndote a los árboles.
Todos rieron y siguieron haciendo planes para el viaje.
Menos Daniel, a quien no le causó gracia que José Luis Ruthia tratara tan familiarmente a su prometida. «Indiecita», esa no era forma de referirse a su futura esposa.
A pesar de saber que eran amigos, y compañeros de correrías durante la niñez, nunca le cayó bien el hermano de Serena. Había algo en él que no le gustaba. Sus finos modales le repelían. Pero no dijo nada.
El único que se dio cuenta del cambio de expresión de Daniel fue Alex.

La fiesta de cumpleaños llegó a su fin, Teresa, y Daniel despidieron a los últimos invitados en el zaguán de acceso. Ella estaba feliz, pero cansada. Se apoyó en él, de espaldas y Daniel la rodeó con sus brazos apoyando su mejilla en la de ella desde atrás.
Así los encontró Doña Eugenia. Era la primera vez que los veía hacerse demostraciones de afecto, sobre todo Daniel, que era tan serio. En otro momento los hubiera separado, pero ya el compromiso era formal, solo les faltaba fijar la fecha de la boda. Sonrió y carraspeó para que se dieran cuenta de su presencia.
—¡Mamá! —dijo Teresa, separándose de Daniel.
—Está todo bien, chicos, no tienen que saltar en mi presencia solo porque estén mimándose un poco. Se los ve muy bien juntos. Estoy muy orgullosa de ustedes.
Teresa y Daniel se miraron, sorprendidos. Daniel fue el primero que habló:
—Gracias, Doña Eugenia. Eh… yo ya me iba.
Teresa se acercó a su madre, y le dijo al oído:
—Mami, todavía no le agradecí como corresponde por el anillo, ¿puedo quedarme un ratito más?
—Claro, hija, diez minutos y luego entras, ya es muy tarde. —y dirigiéndose a Daniel se despidió: —Buenas noches, Daniel, que descanses.
—Usted también, Doña Eugenia. Buenas noches y dele mis saludos a Don Augusto, no pude despedirme de él.
—Gracias, hijo. —y se retiró.
Teresa miró a Daniel con picardía, diciendo:
—¿Puedes creerlo? En otras circunstancias nos hubiera lanzando un sermón y un par de amenazas. —Levantó teatralmente su mano izquierda y riendo a carcajadas le dijo: —¡El poder del anillo!
—Tal parece que tendremos un poco más de libertad a partir de ahora.
Ella se acercó y lo tomó de las solapas de su traje.
—Ya era hora. No tuve oportunidad de agradecerte el hermoso anillo. —Y mirándolo a los ojos, le dijo en un susurro: —Gracias, mi amor y perdona mi reacción anterior.
—Es poco para lo que tú te mereces, osita. Si pudiera te llenaría de joyas, pero tendrás que esperar a que me recupere. Los gastos de nuestra nueva casa son muchos.
—Lo entiendo. No necesito joyas, Dani. Solo te necesito a ti. —Y pasó sus manos por la nuca de él, abrazándolo. Él le correspondió, acunándola en sus brazos, apretándola contra él y llenando su cuello y mejillas de besos.
—Osita, eres tan mimosa.
—Y estoy descubriendo sorprendida que tú también puedes llegar a serlo, Dani. Todo lo que he descubierto estas semanas solo hace que desee más de ti. Lo que pasó en la biblioteca fue…
—Osita, no hablemos de eso, por favor. —la interrumpió el. —Me siento avergonzado de mi conducta. He faltado a la palabra que le he dado a tu padre. Te he faltado al respeto y no está bien, no debe volver a ocurrir.
—Pero, Dani… yo…
—Por favor. —Le dijo suave pero firmemente.
Con su temperamento explosivo y caprichoso, Teresa se separó de él, enojada.
—Está bien, como quieras. Buenas noches.
Él intentó acercarse para darle un beso de despedida, ella desvió la cara y solo pudo darle un ligero beso en la mejilla.
—Buenas noches, cariño.
Y Teresa entró rápido, dejándolo solo en el zaguán.
«En algún momento entenderá», pensó él y suspirando se retiró.
Ya dentro del carruaje se puso a pensar. Temía ese viaje que harían, él no sabía hasta que punto podía llegar a controlarse. Tenerla en sus brazos esta noche, acariciar su hermoso seno, lamerlo y besarlo, lo único que hizo fue multiplicar su deseo por ella.
De un tiempo a esta parte, solo tenerla cerca y oler su aroma, ya despertaba al león que tenía dentro. Era una tortura.
Sin embargo ella dudaba de él, estaba seguro. Por eso recurrió a esa táctica para tranquilizarla y demostrarle que podía satisfacerla. Pero eso no hizo más que empeorar la situación, porque ahora ambos querían más.
Todo dependía de él y su auto-control.
Y temía que sería puesto a prueba muchas veces durante el viaje.

El fin de semana transcurrió sin sobresaltos. A Daniel le costó mucho esfuerzo y persuasión que Teresa volviera a la normalidad. Pero lo había logrado, era domingo a la tarde y en ese momento estaban en el parque dando un paseo —¡sin carabina! Situación que había sorprendido a ambos gratamente —cuando Teresa lo sorprendió más aún con sus preguntas.
—Dani, ¿cómo aprendiste a satisfacer a una mujer?
Él tosió, nervioso y la miró con el ceño fruncido.
—Teresa, esa no es una pregunta que se le haga un caballero.
—Eres casi mi marido, no creo que tenga nada de malo enterarme. Yo quiero saber todo de tu vida. Evidentemente no eres un novato. Por favor, cuéntame.
—Querida, no voy a contestar a tu pregunta, no insistas.
Ella no se daba por vencida.
—Pero… en algún lado tuviste que haber aprendido ¿no?
—Tú eres una damita muy apasionada, osita, sin embargo nadie te ha enseñado nada antes, ¿no? ¿Cómo entonces has sabido responder a mis avances? Es instinto, querida… es algo que todos sabemos, el cuerpo nos lleva a responder de determinadas formas.
—Bueno, si quieres saber la verdad… yo he leído mucho. Si no lo hubiera hecho, creo que me hubiera desmayado el día que… tú sabes. Cuando me besaste… —y se miró los pechos, —mmmm.
Él sonrió.
—No me hagas acordar, por favor. Los hombres no podemos esconder ciertas evidencias, y el parque público no es el mejor lugar para… —saludaron con la cabeza a una pareja que se les cruzó, —…para que se manifiesten.
—Puede que lo mío sea por instinto, pero lo tuyo no lo es, Dani… ¿quién te enseñó? ¿Con cuántas mujeres estuviste? —el carraspeó y se llevó una mano a la sien, nervioso, —las publicaciones que leí dicen que los hombres no pueden dominarse, ¿con quién satisfaces tus… mmmm, necesidades actuales?
—Has leído demasiada porquería, Teresa. Volvamos a la casa.
Y la estiró del brazo, para retomar el camino de vuelta. Casi corriendo, para ponerse a su lado, ella continuó:
—Las chicas tenemos que buscar alternativas para documentarnos, Dani, nadie quiere hablar con nosotras sobre eso.
—Y así debe ser, es tu marido quien debe enseñarte.
—¿Y si mi marido no está capacitado?
—Yo lo estoy, querida, es todo lo que necesitas saber.
—Pero… ¿cómo?
—Vamos, camina, osita y no preguntes más.
Vio que hacía un puchero con la boca. Se veía adorable.

Fue Anna la que creyó haber descubierto el misterio que ocultaba Daniel.
—Cielo, cúbrete mejor, —le dijo Alex. —No puedo creer que me haya dejado convencer para hacer esto.
—Ay, amor, todo es fascinante.
Era lunes a la noche y estaban en un conocido burdel de las afueras de la ciudad. Hacía semanas que Anna le insistía que quería conocer un poco del bajo mundo. Y en un momento de debilidad, teniéndola encima a merced de ella, había accedido. Ella llevaba un pequeño sombrerito con un velo que tapaba su rostro e iba vestida provocativamente. Él mismo se encargó de elegir su vestuario, para que no destacara por estar demasiado vestida.
Observaba todo con interés, las mujeres estaban prácticamente desnudas, los pechos desbordaban de sus finas camisas abiertas, sus corsés realzaban sus atributos y estaban a la vista, llevaban faldas abiertas, y algunas hasta tenían sus piernas subidas sobre las mesas, para que las admiren.
Los hombres las tocaban, algunos hasta tenían sus rostros hundidos en sus escotes, otros metían la mano por debajo de las faldas y las acariciaban a la vista de todos. ¡Oh, cielos! Una de ellas estaba practicándole sexo oral a un hombre casi debajo de la mesa.
A Alex le hubiera gustado ver la expresión de su cara. La puso delante de él, de modo a que nadie pudiera tocarla, avanzaron hasta uno de los sofás y se dejaron caer en él.
—¡Cielos, Alex! Esto es increíble, nunca me imaginé algo así.
Tenían una buena vista de todo el entorno. Y Alex empezó a contarle algunas cosas que ella desconocía. Le explicó la función de la mujer subida a  la barra a la cual nadie podía tocar, pero se contorsionaba con movimientos eróticos, las bebidas que las acompañantes pedían —aunque solo le traían agua, —eran pagadas por los clientes.
Y la extraña puerta que había un costado de la barra, era el límite entre lo público y privado. Allí estaban las habitaciones y solo se podía acceder pagando, ya sea acompañado previamente o solicitando una compañera de turno, a elección.
—¡Llévame, por favor, quiero conocerlo! —le rogó Anna.
—Claro, amor… te llevaré. Esta noche eres mi… mmmm, —con sólo pensarlo se puso duro, —eres mi «puta» privada. ¿Prometes comportarte como tal?
Anna se ruborizó, aunque él no lo notó. Pero no se amilanó, se acercó más y restregándose contra él, metiendo su mano bajo su chaqueta, le dijo:
—Caballero, haré todo lo que usted desee.
Él rió, pensando que una mujer de mala vida jamás hablaría de esa forma. Acercó el rostro a su cuello y comenzó a besarla, metiendo la mano bajo su falda y acariciando sus piernas debajo de la mesa.
Ella se tensó, no por las caricias de su marido, sino por lo que estaba viendo.
—Ohhh… amor, para… —él no le hacía caso, seguía jugueteando con su cuello, lamiendo sus orejas. —¡Alex! ¿Quién es esa mujer?
Él levantó la cara y miró hacia donde ella le indicaba.
—Mmmmm, es la dueña del lugar. —Y seguía acariciándola, acercándose peligrosamente a su entrepierna. —Se hace llamar «Madame Amour».
Ella levantó el velo que le cubría la cara, para ver mejor.
Él volvió a mirar para ver que tanto llamaba su atención como para evidenciarse de esa manera.
«Mierda», pensó.
Madame Amour estaba con Daniel Lezcano, y se perdieron dentro de las áreas reservadas, cruzando el límite entre lo público y privado.
Y Anna lo había visto. «Mierda»

Continuará...

Teresa - Capítulo 04

Y el gran día llegó.
Daniel le había enviado de regalo un jarrón de flores con veinte rosas rojas, —igual a los años que cumplía —y una nota formal deseándole felicidades y prometiéndole una sorpresa cuando se encontraran en persona.
Teresa estaba preciosa, no en el sentido usual de la palabra, porque no tenía una belleza clásica. Era más bien exótica, y en eso radicaba su encanto. Su pelo negro como la noche, sus grandes ojos igualmente negros y sus carnosos labios, combinados con sus curvas pronunciadas, su nívea piel y su carácter alegre y extrovertido la hacían irresistible a los ojos de quien la mire.
Llevaba un vestido amarillo casi dorado, con florecitas también doradas en el escote, que se iban diluyendo hacia la cintura estrecha. Su pelo recogido, con ligeros mechones que caían a los costados de su cara, enmarcando su rostro, estaban adornados por las mismas florecitas.
Daniel había llegado temprano, —como ella se lo había pedido, —para acompañarla a recibir a los invitados. Cuando la vio bajando las escaleras, interiormente su pecho se hinchó de orgullo y sus ojos brillaron de la emoción, pero ninguna expresión llegó a su rostro.
Ella prácticamente corrió a recibirlo y él la tomó de ambas manos. Se miraron como si nadie más en la habitación existiera, y él le dijo:
—Feliz cumpleaños, Teresa. — Le dio un beso en la mejilla y acercando su boca al oído de ella, le dijo en un murmullo: —Estás hermosa, osita.
Ella lo miró, exultante de alegría y le dijo:
—Ay, Dani… si no hubiera  tanta gente dando vueltas me tiraría a tus brazos. Estoy tan feliz que quisiera… —bajó la vista fingiendo pudor —mmmm, ya sabes.
—Encontraremos un momento durante la noche para que me demuestres tu alegría, querida.
Ella sonrió.
—Eso espero. —Y apoyó su brazo en el de él para recibir a los primeros invitados.
Doña Eugenia miraba orgullosa a la pareja. Todo marchaba sobre ruedas, su hija estaba hermosa, y su futuro yerno era todo lo que ella alguna vez deseó para Teresa. Pensaba que ya deberían estar casados, pero entendía las razones de la demora.
Recordó el viaje que harían en breve y frunció el ceño. Al comienzo se negó, pero cuando llegó la carta de Doña Sofía Ruthia, la madre de Serena, ya no tuvo excusas para negarse. Sofía prometía cuidarla como si de su hija se tratara, y confiaba en ella, aunque eso no significaba que dejara se sentir temor por dejar a su hija «probar sus alas» por primera vez.
«Ya tiene veinte años», pensó… es hora.
Teresa estaba radiante de felicidad, bailó casi todas las piezas. Hasta Alex la invitó a bailar, y Daniel aprovechó ese momento para invitar también a Anna. Cuando terminó el baile intercambiaron parejas.
En un momento de la noche se encontraron las tres amigas en el buffet.
—Tere, tu fiesta está estupenda, —le dijo Serena.
—¿Verdad que sí? Me estoy divirtiendo mucho.
—¿Cómo van las cosas con Daniel? —preguntó Anna sin más preámbulos.
Teresa frunció el ceño y les dijo:
—Está tramando algo, lo siento…
—¿Algo como qué? —Le preguntó Serena, —¿Por qué lo dices?
—No sé, solo siento que está un poco nervioso, y estuvo hablando con mi padre largo rato, siempre me ponen nerviosa las conversaciones que tienen entre ellos.
—Deberías dar las gracias que se lleven tan bien. —le dijo Anna e insistió: —Pero dime, amiga… ¿Cómo van los intentos de seducción?
—Esta semana estuvo tranquila, no tuve mucho tiempo para nada, con la organización de la fiesta. Todavía lo siento muy frío y distante, pero tengo muchas esperanzas que en el viaje se relaje.
—Yo realmente no comprendo por qué no se casan de una vez, —dijo Serena, —allí resolverás todos los problemas que tienes.
—O se agudizarán, —dijo Teresa preocupada. —Y ya no habrá vuelta atrás. No, yo creo que debería lograr conocerlo un poco más íntimamente antes de dar ese paso. —Y cambiando de tema, le preguntó a Serena: —Sere, no veo a Joselo ¿va a venir? Lo invité especialmente. Tengo muchas ganas de verlo y conversar con él.
José Luis era el hermano de Serena, casi dos años mayor que ella. “Joselo”, como lo llamaban, era uno de sus mejores amigos, siempre se entendieron muy bien. Cuando eran pequeños y Teresa visitaba a sus amigas en la hacienda, Joselo no se separaba de ellas, era un compañero de juegos más. Pero con quien siempre se llevó mejor era con Teresa.
Ahora estudiaba en la capital, pero se veían muy poco, ya que sus estudios y nuevos amigos no le dejaban prácticamente tiempo para encontrarse.
—Sí, claro que vendrá. —Contestó Serena, viendo a su hermano que se acercaba detrás de Tere, haciéndole señas con el dedo para que se callara. —Pero ya sabes cómo es, los horarios para él no existen. Vive en un mundo de fantasía.
Todas sonrieron recordando lo especial que era.
Dos huesudos brazos rodearon a Teresa por detrás, sobresaltándola.
—Hola mi indiecita, —le dijo Joselo al oído. —Adivina quién soy.
—¡Joselo! —gritó Teresa, dándose vuelta y lanzándose a sus brazos, —Has venido, justo estaba preguntando por ti.
—¿Cómo iba a faltar al cumpleaños de la más hermosa flor de toda la ciudad? —Le dio un beso en la mejilla —¡Feliz cumpleaños indiecita!
Indiecita era el apodo cariñoso que él le había puesto de niños por su largo cabello negro y las trenzas que siempre llevaba.
—Tú siempre tan galante, amigo. ¿Cómo estás?
—Estupendamente bien, —le dijo, saludando a su hermana y a Anna con un beso a cada una. —Extrañándolas un montón, a veces me gustaría que volviéramos a ser chicos otra vez para corretear por la hacienda.
Y los cuatro se pusieron a recordar sus andanzas cuando eran niños, riéndose y tomándose el pelo, hasta  que el tintineo de un tenedor golpeando ligeramente de una copa de cristal, los obligó a mirar hacia la plataforma donde los músicos estaban tocando suavemente los últimos acordes de una melodía.
Teresa abrió los ojos, asustada. Sus amigos se dieron cuenta.
A partir de ahí todo se sucedió como en un sueño, Daniel avanzó hacia ella y la tomó del brazo para llevarla también a la plataforma.
Teresa miró suplicante a sus amigos, como pidiéndoles auxilio.
¡Cómo si hubiera algo que ellos pudieran hacer!
Sus peores temores se estaban concretando.
Los músicos dejaron de tocar, estaban sobre la plataforma, frente a toda la gente. Teresa miraba a Daniel y a su padre con expresión asustada en los ojos, pero disimulaba su turbación con una sonrisa nerviosa, tampoco deseaba que todos los invitados se dieran cuenta del pánico que sentía en ese momento.
Y como si fuera lo más natural del mundo, su padre empezó su discurso felicitando a su hija por su cumpleaños —la madre de Teresa observaba todo fascinada. —y anunciando que ese día había una doble celebración.
Como en un trance, sin entender claramente lo que estaba sucediendo, queriendo evaporarse milagrosamente de ahí, Teresa vio cuando Daniel sacó una pequeña cajita del bolsillo interior de su traje, la abrió con solemnidad y extrajo un precioso anillo de compromiso de brillantes.
Tomó su mano izquierda, estiró una a una la suave tela que cubría sus dedos, le sacó el guante de seda e introdujo lentamente el anillo en su dedo anular. Luego lo levantó hasta su boca, besó su mano y el dedo donde había puesto el anillo.
Hubo un murmullo generalizado en la sala. Todos empezaron a aplaudir y a vitorear. Y Teresa solo rogaba no desmayarse ahí mismo. Su corazón latía descontrolado. Miraba el anillo y a Daniel indistintamente.
Ya era un hecho, estaban comprometidos formalmente, frente a todos los invitados, no había vuelta atrás. A partir de ese momento, solo había un paso para la boda.
Él se dio cuenta de su turbación. La conocía perfectamente. Para evitarle más trastornos, la tomó por la cintura y bajó con ella de la plataforma, sin prever que todos querrían felicitarlos.
Todavía pasó casi una hora de tortura, como si de un sueño se tratara, entre abrazos, besos, felicitaciones y demostraciones de cariño de la gente, antes de que Daniel pudiera llevarla a un sitio más tranquilo para conversar en privado.
—Querida, tenemos que hablar ¿Dónde podemos ir sin que nos interrumpan?
—Vamos a la biblioteca, Daniel.
«Daniel», que formal, pensó él. Sólo cuando estaba molesta lo llamaba así.

—¿Qué se creen para tomar una decisión así sin consultarme?
Estaban en la biblioteca y ella dejó caer esa pregunta, molesta, desafiante, apenas entraron.
Él la miró, serio, sin entender cuál era el problema. Muy tranquilo, —como era usual en él, —le contestó:
—Querida, no te entiendo, pensé que esto era lo que querías, creí que sería una sorpresa agradable para ti. —Se pasó la mano por el pelo, —de verdad me sorprendes, yo pensé…
—Daniel, en todo lo que se refiere a mi vida, no pienses… consúltame. Si vamos a casarnos se supone que seremos un equipo, ¿no es así? Las decisiones se toman de a dos, no unilateralmente.
—Teresa, teníamos planeado éste momento desde hace casi dos años, ¿por qué te pones así solo porque no te consultamos? ¿Acaso estás arrepentida? ¿Ya no quieres casarte conmigo?
—No es ese el punto, Daniel. Claro que quiero que nos casemos, pero no estaba preparada para esta sorpresa. No me gustan las sorpresas.
—Eso no tiene sentido, querida… ¿por qué dices eso? Te encantan las sorpresas.
Sabía que estaba actuando irracionalmente, no tenía justificación. No podía decirle abiertamente que dudaba de su desempeño futuro como esposo, en la cama específicamente. Que deseaba que sea menos frío, más apasionado. Solo pudo decir, titubeando:
—No éste tipo de sorpresas. Yo… yo no sé.
Él se acercó a ella y la tomó de los brazos, poniéndola frente a él.
—Cariño, lo siento. Realmente pensé que esto era lo que querías. No hace mucho me dijiste que te demostrara mi amor por ti. Y esa era mi intención, sólo quería que supieras lo importante que eres para mí. Quería darte un lindo momento para recordar, pero parece que me equivoqué…
Eso desequilibró a Teresa. Era lo más bonito que ella había escuchado nunca salir de su boca. Se lanzó a sus brazos.
—Soy una tonta, ¿no?
Él la rodeó con sus brazos, ella metió sus manos dentro de la chaqueta del traje y se abrazaron largo y tendido, acariciándose. Él apoyó su barbilla sobre la frente de ella y le dijo suavemente:
—No, osita. Sólo te pusiste nerviosa por la sorpresa. Y te molestaste porque no te consulté. Prometo que tomaremos juntos todas las decisiones referentes a nosotros de ahora en adelante… ¿está bien?
Le levantó la barbilla con una mano y la miró. Acercó sus labios a los suyos y le rozó suavemente.
—S-sí… —dijo ella en un murmullo, y el aprovechó su boca entreabierta para pasarle la lengua por los labios e introducirla dentro.
Eso fue suficiente para que todas sus defensas se anularan, se entregó al beso en cuerpo y alma. Enredaron sus lenguas y combinaron sus alientos mientras él le acariciaba suavemente la espalda con una mano y apretaba su cintura firmemente hacia él.
Se dio cuenta sin palabras que eso era lo que ella necesitaba. Fue llevándola abrazada hasta el sofá que había en la biblioteca, la recostó sobre uno de los brazos del sillón y siguió besándola apasionadamente, sentado al lado de ella al borde del sofá. Dejó sus labios y le besó el lóbulo de la oreja, —ella gimió, —recorrió su cuello con la lengua y más abajo.
Deslizó las mangas de su vestido y siguió besando sus hombros, dándole ligeros mordiscos, hasta llegar al inicio de sus senos, que quedaron más descubiertos al deslizar las mangas. Los contempló y pasó suavemente sus dedos por sus níveos montículos, metiéndolos ligeramente por debajo de la tela.
Ella suspiró y se retorció bajo sus brazos.
Entonces, él la sorprendió.
Introdujo más el dedo y bajó suavemente la porción de tela que cubría uno de sus senos y lo dejó a la vista.
 —Es precioso, —le dijo en un susurro, antes de pasarle suavemente la yema de los dedos en movimiento circulares para excitarlo. Bajó la cabeza e hizo lo mismo con su lengua, lamiéndolo, luego le sopló el pezón mojado.
Ella tembló, y el estremecimiento bajó hasta su estómago y se alojó en su entrepierna haciéndola lanzar un grito.
—Shhh, osita, no grites… —le dijo antes de apoderarse completamente del pezón con su boca, besarlo y chuparlo apasionadamente.
Ella le pasó ambas manos por el pelo, aprisionándolo, sin querer que termine tanto placer. Al contrario, quería más, mucho más.
Pero él puso fin al asalto, sonrió al verla tan excitada, miró su seno descubierto como si se tratara de un objeto precioso.
¡Santo cielo! A ella le encantaba que la mirara.
Era una noche de sorpresas continuas, porque él, adivinando sus pensamientos más íntimos, le dijo en un susurro:
—Osita, sé lo que necesitas. No te preocupes, cariño, te lo daré cuando llegue el momento adecuado.
Y la cubrió.

Continuará...

Teresa - Capítulo 03

La fiesta de cumpleaños estaba estupenda. Anna llegó poco después que Teresa con Serena, que había llegado esa tarde. Las tres amigas no se habían separado desde que llegaron, poniéndose al día en las últimas novedades.
—Teresa, dime… ¿cómo te fue con el plan? —preguntó Anna.
—¡Ay, chicas! Creo que está resultando, logré dos avances ya.
—¿Tan pronto? —Se sorprendió Serena, —no hace ni cuatro días que planearon todo.
—¿Qué tipo de avances? —preguntó Anna.
—Ya saben, un beso apasionado, un poco de toqueteo, cosas así. La verdad que hoy cuando veníamos para acá, me sorprendió… —y empezó a contarles a sus amigas lo que ocurrió en el carruaje.
Serena, por supuesto se ruborizó hasta la raíz del pelo, y Anna no podía dejar de reír.
—¿Se puede saber de qué ríen? —preguntó Alex, quién se acercó a su esposa, y cariñoso como siempre, le dio un beso en la mejilla.
—No, mi amor, imposible. —Le dijo Anna todavía riendo, —lastimosamente hay una parte de mi vida que no puedo compartir contigo. Y son las conversaciones con estas dos atorrantas.
—Bueno, en ese caso, ¿me concede este baile, señora mía? —preguntó sin molestarse por la declaración y le tendió la mano.
—Por supuesto, señor. —le contestó Anna mirándolo con adoración.
Teresa y Serena quedaron solas y siguieron conversando.
—Es increíble lo bien que se llevan, ¿no? Me alegro tanto por ellos. —dijo Serena refiriéndose a Alex y Anna.
—Ay, sí, Sere… quisiera que Daniel fuera aunque sea la mitad de cariñoso que Alex. ¡Qué feliz sería!
—Tere, Daniel te quiere, te respeta, es un hombre honorable y un gran partido. Creo que estás siendo injusta con él.
—Puede ser, pero hoy tuve un atisbo de lo que puede llegar a ser, y me gustó mucho, así que persistiré en mi plan. —Teresa miró hacia un punto detrás de su amiga, —Sere, no conozco a ese hombre, pero no deja de mirar para acá, creo que te está mirando a ti. —Cuando Serena iba a voltear, Teresa le ordenó: —¡ni se te ocurra mirar ahora! Espera… se le acerca una mujer, es la creída y aristocrática Mabel, hija de los Durante Meyer. Ahora puedes mirar.
Serena volteó lentamente la cara.
Y sin poder pronunciar una sola palabra, se quedó pálida.
Teresa frunció el seño al ver el semblante de su amiga.
—¿Pasa algo, Sere? ¿Lo conoces?
Serena negó con la cabeza, mirando a otro lado y bajando la vista.
—¿Podemos salir a la terraza, Tere?
—Por supuesto, vamos.
En eso se les unió Daniel.
—Si no les importa, les acompaño, señoritas. —Y tomó el brazo de su prometida.
Serena suspiró de alivio. La presencia de Daniel evitaría que tenga que responder las preguntas de la suspicaz Teresa, que se había dado cuenta de su reacción involuntaria. No quería tocar ese tema, ni ahora ni nunca. Estaba enterrado para siempre.
Una vez en la galería que daba al patio de la propiedad, un amigo de Daniel se acercó a invitar a bailar a Serena, se notaba que ella estaba renuente de volver al salón, pero por educación aceptó.
Olvidándose de su amiga, Teresa tomó de nuevo el brazo de su prometido y hablando de cosas intranscendentes lo guió hasta los escalones que separaban el jardín de la galería.
—¿Damos un paseo por el jardín, Dani?
Al ver todo bien iluminado, accedió gustoso.
—Por supuesto, querida.
Cuando estaba de buen humor era muy fácil y ameno hablar con Teresa. Recorrieron despacio el jardín, ella le contaba algunas anécdotas riendo, y él la miraba embobado. ¡Era tan alegre y abierta!
—Creo que fueron contadas las veces que te vi sonreír, Dani y ninguna vez desde que te conozco te he visto reír de verdad. ¿Hay algo que te haga feliz?
Sin pensarlo dos veces, Daniel respondió:
—Tú me haces feliz, querida.
—Vaya, eso fue muy bonito, —Teresa sonrió, soltó su brazo, tomando su mano y entrelazando los dedos con los suyos, siguieron caminando por el jardín. —¿De verdad te hago feliz? —y se dio la vuelta de frente a él para encararlo.
Sin darse cuenta, habían llegado a una zona del jardín no visible desde la casa, un hermoso y frondoso árbol de mango los tapaba de la vista.
—Por supuesto, Teresa.
Ocurrente como siempre, Teresa le pidió:
—Ponme un apodo cariñoso, Dani. Algo dulce, algo con lo que te sientas cómodo llamándome. —Y subió ambas manos por su pecho, acariciándolo.
—Tere… —el tomó sus manos y las dejó quietas.
—No hace falta que sea ahora, pero yo si tengo un apodo cariñoso para ti, pero debo comprobar antes si se cumple un último requisito para llamarte así. —desató el pañuelo que llevaba al cuello y desabotonó uno a uno los botones de su chaleco ante la mirada atónita de él.
—Querida, ¿qué haces?
Ella se puso de puntillas, y le dijo en un susurro, cerca de su oreja y comisura de sus labios:
—Por favor, déjame comprobar algo, sólo serán dos minutos, luego volvemos. —ella siguió hablándole al oído para desconcentrarlo y seguir con su objetivo: —Eres tan grande, Dani, tan alto y poderoso, me siento tan pequeña a tu lado, tan segura y protegida.
Una vez que hubo logrado lo propuesto, se separó de él un poco y abrió despacio su camisa a la vista, suspirando.
—Ohhh… —el no hizo ademán de cubrirse ni de apartarla, sabía que tenía un buen físico, fuerte y esculpido. —Dani, eres hermoso. —Su pecho estaba cubierto de un suave y espeso vello que se hacía menos abundante a medida que bajaba por su estómago y se perdía dentro del pantalón. Era un hombre muy grande, pero era puro músculos.
—Querida, uno no se refiere al torso de un hombre con el término «hermoso», —increíblemente lo vio sonreír ligeramente, mientras ella aturdida, recorría su pecho con la yema de sus dedos.
—Bueno, «poderoso» entonces, ó «potente y vigoroso». Eres… eres como un gran oso, mi oso peludo, —y acercó su mano a uno de sus pezones planos y lo rozó con la yema de los dedos, él suspiró profundamente, pero la dejó continuar. Sabía que ella necesitaba saciar su gran apetito de conocimiento. Él podía controlarse. Se apoyó contra el árbol y la acercó hacia él.
Ella apoyó la mejilla contra su pecho, sintiendo los fuertes latidos de su corazón, el suave vello acariciándola y su delicioso aroma. Él apoyó la barbilla sobre la frente de ella, abrazándola.
—Si yo soy tu oso, entonces tú serás mi «osita», ¿qué te parece? —Y mientras una de sus manos estaba apoyada en su cintura, la otra subió hasta su nuca y le acarició suavemente la piel del hombro, el cuello y la mejilla, —eres suave, redondeada y mimosa como una osita.
—Me gusta, —le dijo Teresa levantando la vista y mirándolo con los labios muy cerca de los suyos, ligeramente abiertos.
Esta vez él estaba preparado. Ya no lo tomaría por sorpresa.
Bajó suavemente sus labios hasta posarse en los tentadores labios de ella, presionando y moviéndolos ligeramente. Pasando tentativamente su lengua por los carnosos bordes, abriéndola. Sus lenguas danzaron juntas, se buscaron, se reconocieron por segunda vez, mientras ella continuaba con la suave exploración del pecho de él, bajando hasta el estómago, estremeciéndolo con el roce de sus uñas.
Él se apartó suavemente, mirándola a los ojos, y ella se perdió en esa mirada. Era como si se vieran por primera vez en su vida. Estaban descubriendo otras facetas de ellos mismos y eso fascinaba los sentidos de ambos, sobre todo los de ella.
—Osita, debemos parar —le dijo suavemente en un susurro ronco.
—Se siente tan bien. —murmuró ella, jadeante.
—Lo sé, cariño. —«dos palabras cariñosas seguidas, eso era todo un logro», pensó ella. —Iremos descubriendo más cosas juntos, te lo prometo. Pero todo a su  tiempo y en el momento adecuado.
—¿Y eso cuando es?
—Cuando nos casemos, por supuesto. —entonces la apartó suavemente, abotonándose de nuevo la camisa y el chaleco. —Ahora deja que me recupere.
Esas palabras hicieron que Teresa bajara la mirada a su entrepierna, estaba abultada más de lo normal.
Lo había excitado. Sonrió pícaramente.

Ya no tuvieron oportunidad de estar a solas esa noche, al volver a la fiesta se comportó como si nada hubiera pasado. Volvió a ser el Daniel serio y formal. La envió de vuelta a la casa con Anna, Serena y Alex, así como había quedado con su padre, con un casto beso en la mejilla como despedida.
El Daniel del jardín y el de la fiesta parecían dos personas diferentes. Bueno, ya no podía quejarse tanto… ¡Bendita sea la ambigüedad!
De acuerdo a lo conversado con Anna, Alex invitó a Daniel a acompañarlos a “La Esperanza” luego de la fiesta de cumpleaños de Teresa. Daniel agradeció educadamente y prometió tener una respuesta apenas resuelva sus horarios en el banco y coordine sus materias en la facultad.
La semana pasó rápidamente, —mayormente entre preparativos de la fiesta de cumpleaños, —sin que Teresa logre estar a solas de nuevo con él, los únicos momento de intimidad eran cuando se despedían en el zaguán de acceso de la casa de ella.
Cuando la visitaba, Teresa solo esperaba que sean las nueve de la noche para poder estar de nuevo en sus brazos, aunque si bien sus despedidas se volvieron más apasionadas, se notaba que él ponía distancia y minimizaba sus emociones con maestría, tenía un gran control sobre sí mismo, cosa que no podía decirse de ella.
Esa noche, se estaban despidiendo, con un beso contenido, cuando ella le preguntó, muy cerca de sus labios:
—Dani, ¿ya sabes si podrás acompañarnos a La Esperanza?
—Creo que sí, queri… —y sabiendo que a ella le encantaba que le diga frases cariñosas, añadió: —…osita.
—Mmmm, me encanta que me digas así. —Se acurrucó más en sus brazos, sintiendo sus fuertes músculos bajo su seria vestimenta. —Será maravilloso para nosotros estar juntos allá, sin mamá revoloteando a nuestro alrededor a todas horas y sin papá que te de recomendaciones a cada rato.
—Las recomendaciones de tu padre no se me olvidarán solo porque estemos a varios kilómetros de distancia, cariño. Y espero que a ti tampoco. —Se sentía atemorizado por lo que Teresa pueda hacer, sabía que ella estaba tramando algo, por lo que le preguntó: —¿Te portarás bien, querida? Prométemelo.
—Oh sí, mi amor. Te prometo que me portaré «muy bien», —y le ofreció sus labios para que le diera un último beso antes de partir.
La apretó contra él y mirando hacia la puerta, le dio un apasionado beso, sorprendiéndose de las sensaciones maravillosas que sentía al tener a Teresa tan pegada a él, tan cariñosa y dispuesta, tan exquisitamente suave y tierna, tan llena de curvas a pesar de ser tan pequeña.
Satisfecho por el beso y la promesa que le había hecho, Daniel se despidió y subió a su carro.
Complacido por la nueva intimidad que se había creado entre él y su prometida, se relajó pensando: «Será una buena esposa, es una dama, pero también es muy apasionada. Esa es la combinación perfecta»
Se acomodó en el asiento cerrando los ojos, y sus pensamientos siguieron vagando en torno a Teresa. Sería una linda experiencia viajar juntos. Él podía manejar los anhelos de su prometida, su espíritu revoltoso, podía hacerlo, además ella había prometido portarse muy bien.
De repente, abrió los ojos, con expresión asustada.
Ella prometió comportarse, es cierto.
¡Pero Santo cielo!
¡Solo Dios sabía que era «muy bien» para Teresa!

Continuará...

CLTTR

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