Serena se acercó a la puerta y la desllaveó.
Luego se dirigió a su escritorio y se sentó, diciéndole:
—Siéntate, por favor, y dime, ¿cómo están los niños?
—Bien, sólo están engripados, es usual en ésta época. La señora Hortensia ya sabe qué hacer. Lo más importante es mantenerlos alejados del resto, para que los demás no se contagien y si tienen fiebre, bajársela. —La miró fijamente.
Ella bajó la vista.
—Me alegro.
—Serena… no cambies de tema, por favor. —Le tomó la mano que estaba apoyada sobre el escritorio—. Dime; ¿A qué le tienes miedo? Me conoces hace tres años. Te he atendido las veces que enfermaste, traje al mundo a tu hija, por Dios Santo, a las hijas de tus amigas, todos confían en mí. Hace casi un año que te declaré lo que siento por ti, y sigues manteniendo nuestra relación en secreto. Si por o menos fueras sincera conmigo y me dijeras de una vez por todas que no quieres saber nada de mí, lo entendería. Pero no lo haces, y te derrites cada vez que te toco, corazón… lo sé, lo siento.
—Yo… eh, soy mujer, Arturo. Me tocas y reacciono.
—¿Quieres decir que reaccionarías igual si otro hombre te tocara?
Ella lo miró avergonzada. Su rostro se coloreó.
—¡Santo Cielo, no!
El sonrió.
Le encantaba cuando se sonrojaba como una adolescente, cosa que ocurría muy a menudo. Serena era un misterio para él. Por un lado era una viuda experimentada con una hija, pero por otro, no era más que una niña asustadiza que disfrazaba sus miedos con una fachada de independencia y autosuficiencia. Alguien le había hecho mucho daño, de eso estaba seguro, como también creía firmemente que ese alguien no había sido su marido.
—¿Entonces? Yo creo…
En ese momento se abrió la puerta del despacho y Serena retiró rápidamente su mano de la de él.
—¡Buenos días! —Saludó Teresa—. Oh, doctor Vega, que placer verlo por aquí. —Los miró a ambos y se dio cuenta que algo pasaba. Serena estaba roja de vergüenza—. Perdón, ¿interrumpo algo?
—¡Tere, amiga! —Saludó Serena visiblemente aliviada por su presencia. —Por supuesto que no interrumpes nada. El doctor Vega estaba dándome el diagnóstico de dos pequeños que están enfermitos, pero ya se iba, ¿no, doctor?
Arturo la miró con el ceño fruncido.
—Sí, señora Vial —se dirigió a Teresa—, Señora Lezcano, es siempre un gusto verla. Que tengan un buen día.
Inclinó la cabeza a modo de saludo y se dirigió hacia la puerta.
—Doctor, aprovecho la ocasión para invitarle a usted y a su hijo al cumpleaños de la pequeña Ámbar —dijo Teresa—. Es el sábado a la tarde en casa, pero los adultos están invitados a cenar. ¿Podrán asistir?
—Con mucho gusto, señora Lezcano, allí estaremos.
—Lo acompaño, doctor Vega —dijo Serena educadamente—. Ya vuelvo Tere.
Ya en el zaguán , Arturo la miró fijamente.
—Serena, tenemos una conversación pendiente. —Ella afirmó con una inclinación de la cabeza, él continuó—: ¿Puedo visitarte en tu casa?
—Siempre eres bienvenido a mi casa, Arturo.
—¿Qué te parece el miércoles?
—Te esperaré a cenar, si te viene bien.
—Estupendo. —Fijándose que no hubiera nadie a vista, la tomó de ambas manos y se acercó a ella.
Ella retrocedió un poco, pero él no se lo permitió.
Se acercó más a ella y le dijo al oído:
—Te deseo, Serena. —Dio media vuelta y se fue.
Esas simples palabras, que odiaba, la hicieron estremecer.
La remontaron a años atrás cuando en otro lugar y otro hombre le dijo lo mismo y ella creyó que esa declaración tenía más sustancia.
Recordó a su Adonis de ojos grises casi transparentes que la miraban con adoración y un cabello rubio como los rayos del sol, tan suave al tacto que a ella le resultaba imposible no tocarlos.
Él le había dicho lo mismo y ella creyó que significaba otra cosa. Esta vez no cometería el mismo error. Ya no era la niña ingenua de hace tres años atrás, no creía en palabras bonitas. Las aceptaba, era agradable escucharlas, pero no pasaban de ser eso, bonitas palabras, huecas.
Con un suspiro, volvió junto a Teresa.
—Tere, que placer verte, —dijo entrando al despacho—. No te esperaba por aquí, no es tu día usual de visita.
Se abrazaron y besaron.
—Vine a hacerte la misma invitación que le hice al doctor Vega.
—Por supuesto, allí estaremos Cati y yo. Espero que Joselo vuelva de su viaje para el sábado.
¡Oh, Dios! Se había olvidado que Joselo no estaba en la ciudad. El miércoles estarían solos Arturo y ella en la casa.
—Bien, a ustedes las espero a la tarde, por supuesto. Los niños se divertirán.
—Echarán la casa por la ventana.
Ambas rieron.
—Mmmm, amiga —dijo Teresa cambiando de tema—. ¿Estoy desvariando o sentí que saltaban chispas en esta habitación cuando los encontré al doctor y a ti juntos?
—Ohh, Tere… ehhh —Serena se sentó en el sofá y Teresa hizo lo mismo, sin dejar de mirarla. Era difícil ocultarle algo—. Arturo me ha insinuado algunas cosas, si.
—¿Arturo? Ni siquiera sabía que se llamaba así. Siempre fue el doctor Vega para mí —Teresa rió a carcajadas—. ¿Así que ya se tratan con esa familiaridad?
Serena se dio cuenta que cometió un error, pero ya era tarde.
—Pues sí, nos hemos hecho amigos a lo largo de todos estos años.
—¿Y qué te ha insinuado, si se puede saber? —Teresa estaba expectante de las palabras de su amiga.
—Bueno, pues… que le gustaría conocerme más. Quiere visitarme, no sé, cosas así.
—¡Quiere cortejarte! Ay, Sere… que emocionante. Hace tantos años que ninguna de nosotras tiene algo así para contar. ¿Y te gusta?
—Es un buen hombre. Pero ya sabes, no quiero ese tipo de complicaciones en mi vida. Estoy muy a gusto así.
—Sere, no te cierres. Conócelo, permite que te conozca. A lo mejor surge algo muy lindo entre ustedes. —La miró pícaramente—. Es un hombre muy interesante, un profesional muy respetado, y un gran partido, amiga.
—Lo sé, no lo pongo en duda.
—Sé que varias madres casaderas tienen sus ojos puestos en él. Lleva ya muchos años viudo, es raro que no haya vuelto a casarse.
—No le interesan las debutantes, según me dijo. No es ningún jovencito.
—Mmmm, ideal. Él viudo, tú viuda, los dos tienen hijos. —Teresa aplaudió de la emoción—. ¡Sere, no lo dejes escapar!
Serena sonrió.
—Ya veremos, amiga. —Y cambiando de tema, dijo—: ¿Qué tal si buscamos a Anna y a las niñas? Podemos ir a almorzar al parque, un picnic.
—Estupenda idea. Anna tiene que enterarse de esto.
Serena puso los ojos en blanco.
Era miércoles a la noche, Serena estaba acostando a Cati, cuando la criada anunció:
—Señora, el doctor Vega está esperándola en la sala.
—Gracias, dile que bajaré enseguida. —Su corazón empezó a latir descontroladamente.
Dejó a la niña con la competente niñera y bajó lentamente.
Antes de entrar a la sala se miró al espejo. Todo estaba en orden. Presentaba un aspecto inmaculado. Muy sobrio, elegante.
Arturo se levantó de un salto cuando ella entró a la habitación y sonrió.
¡Dios, como le gustaba su sonrisa!
—Buenas noches, doctor Vega. ¿Cómo está? —Saludó educadamente, el mayordomo estaba allí esperando órdenes.
—Señora Vial, un placer verla. —Tomó la mano que le ofrecía y presionó los labios en un beso tierno.
—¿Le gustaría tomar algo antes de la cena, doctor?
—Una copa de vino estaría bien, gracias.
Serena se dirigió al mayordomo:
—Por favor, Almada, dos copas de vino y algún aperitivo.
Conversaron de temas intranscendentes mientras el mayordomo servía el vino y les traía una bandeja con canapés.
—Puedes retirarte, Almada. Avísenos cuando está la cena.
—Si señora, con su permiso.
El médico esperó a que el mayordomo cerrara la puerta, para decirle:
—¿Puedo acercarme ahora a usted, preciosa dama?
Ella sonrió, asintiendo.
—Pareces un depredador.
—Este depredador está hambriento de tus labios. —Se sentó al lado de ella en el sofá, bien pegado, y le pasó un brazo por el hombro, acariciándole la mejilla con los dedos de su otra mano.
Ella se derritió con el contacto.
Acercó lentamente su cara a la de ella, sin dejar de mirarla a los ojos, Serena se perdía en esa mirada. Acarició suavemente sus labios con los de ella, respirando en su boca, ese simple roce produjo una fuerte contracción a la altura de su estómago.
Ella entreabrió los labios, tenía los sensuales contornos tentadoramente húmedos. Arturo le alzó la barbilla con un dedo y volvió a rozar su boca con la suya. Sabía a vino y a ambrosía. A pecado y a perversión. A placer sensual.
Quería más, ambos querían más.
Él volvió a tentar sus labios, esta vez con menos delicadeza.
Estaba decidido a inundar sus sentidos con el sabor y la esencia de Serena. Al principio su respuesta fue tímida, casi inocente. Pero cuando la besó más apasionadamente y le introdujo la lengua en la boca, ella ardió en llamas, tal y como él había esperado que sucediera. Le devolvió el beso, arqueándose y apretándose contra él, hundiéndole las manos en su cabello. Arturo capturó su gemido en la boca y respondió con uno suyo. La respuesta de Serena hizo que fuera más osado. Le succionó la lengua con la boca y se introdujo en ella.
Serena abrió los ojos de golpe ante la sobrecogedora sensación de su lengua adentrándose en su boca. Estaba perdida. Completa y absolutamente perdida. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó a su vez con la boca y también con todo su cuerpo y toda su alma.
El gemido que exhaló Arturo resultó grave y gutural, sus labios se mostraban exigentes y posesivos mientras sus manos se movían con decisión sobre sus curvas. Serena se revolvió inquieta, quería más, quería sentirlo más cerca. Los senos se apretaban contra el pecho de él, y le agarró de los hombros, bajando sus manos por el pecho, acariciándolo osadamente.
Sus dedos volvieron con desesperación a los suaves mechones del cabello de Arturo y su cuerpo se balanceó con las dulces y embriagadoras sensaciones que la estaban poseyendo; oscuras y arrebatadoras olas la inundaban cada vez que él deslizaba su lengua más dentro de ella y la abrasaba posesivamente, acariciándola. Serena contuvo el aliento y se arqueó contra su boca. Comenzó a estremecerse, asombrada ante el tórrido arrebato de exquisito placer que le arañaba profundamente el vientre y entre las piernas. Quería más; un intenso deseo le hacía temblar las rodillas.
Arturo debió percibir su desesperación, porque suavizó el beso. No era el momento oportuno ni el lugar adecuado, pensó, dentro de la neblina del deseo que lo poseía.
—Eres tan apasionada, Serena. —Le dijo al oído en un susurro—. Será un placer tenerte desnuda en mis brazos y hacerte el amor cuando sientas que estás preparada para mí.
—Lo estoy, —dijo ella casi gimiendo.
Luego se dirigió a su escritorio y se sentó, diciéndole:
—Siéntate, por favor, y dime, ¿cómo están los niños?
—Bien, sólo están engripados, es usual en ésta época. La señora Hortensia ya sabe qué hacer. Lo más importante es mantenerlos alejados del resto, para que los demás no se contagien y si tienen fiebre, bajársela. —La miró fijamente.
Ella bajó la vista.
—Me alegro.
—Serena… no cambies de tema, por favor. —Le tomó la mano que estaba apoyada sobre el escritorio—. Dime; ¿A qué le tienes miedo? Me conoces hace tres años. Te he atendido las veces que enfermaste, traje al mundo a tu hija, por Dios Santo, a las hijas de tus amigas, todos confían en mí. Hace casi un año que te declaré lo que siento por ti, y sigues manteniendo nuestra relación en secreto. Si por o menos fueras sincera conmigo y me dijeras de una vez por todas que no quieres saber nada de mí, lo entendería. Pero no lo haces, y te derrites cada vez que te toco, corazón… lo sé, lo siento.
—Yo… eh, soy mujer, Arturo. Me tocas y reacciono.
—¿Quieres decir que reaccionarías igual si otro hombre te tocara?
Ella lo miró avergonzada. Su rostro se coloreó.
—¡Santo Cielo, no!
El sonrió.
Le encantaba cuando se sonrojaba como una adolescente, cosa que ocurría muy a menudo. Serena era un misterio para él. Por un lado era una viuda experimentada con una hija, pero por otro, no era más que una niña asustadiza que disfrazaba sus miedos con una fachada de independencia y autosuficiencia. Alguien le había hecho mucho daño, de eso estaba seguro, como también creía firmemente que ese alguien no había sido su marido.
—¿Entonces? Yo creo…
En ese momento se abrió la puerta del despacho y Serena retiró rápidamente su mano de la de él.
—¡Buenos días! —Saludó Teresa—. Oh, doctor Vega, que placer verlo por aquí. —Los miró a ambos y se dio cuenta que algo pasaba. Serena estaba roja de vergüenza—. Perdón, ¿interrumpo algo?
—¡Tere, amiga! —Saludó Serena visiblemente aliviada por su presencia. —Por supuesto que no interrumpes nada. El doctor Vega estaba dándome el diagnóstico de dos pequeños que están enfermitos, pero ya se iba, ¿no, doctor?
Arturo la miró con el ceño fruncido.
—Sí, señora Vial —se dirigió a Teresa—, Señora Lezcano, es siempre un gusto verla. Que tengan un buen día.
Inclinó la cabeza a modo de saludo y se dirigió hacia la puerta.
—Doctor, aprovecho la ocasión para invitarle a usted y a su hijo al cumpleaños de la pequeña Ámbar —dijo Teresa—. Es el sábado a la tarde en casa, pero los adultos están invitados a cenar. ¿Podrán asistir?
—Con mucho gusto, señora Lezcano, allí estaremos.
—Lo acompaño, doctor Vega —dijo Serena educadamente—. Ya vuelvo Tere.
Ya en el zaguán , Arturo la miró fijamente.
—Serena, tenemos una conversación pendiente. —Ella afirmó con una inclinación de la cabeza, él continuó—: ¿Puedo visitarte en tu casa?
—Siempre eres bienvenido a mi casa, Arturo.
—¿Qué te parece el miércoles?
—Te esperaré a cenar, si te viene bien.
—Estupendo. —Fijándose que no hubiera nadie a vista, la tomó de ambas manos y se acercó a ella.
Ella retrocedió un poco, pero él no se lo permitió.
Se acercó más a ella y le dijo al oído:
—Te deseo, Serena. —Dio media vuelta y se fue.
Esas simples palabras, que odiaba, la hicieron estremecer.
La remontaron a años atrás cuando en otro lugar y otro hombre le dijo lo mismo y ella creyó que esa declaración tenía más sustancia.
Recordó a su Adonis de ojos grises casi transparentes que la miraban con adoración y un cabello rubio como los rayos del sol, tan suave al tacto que a ella le resultaba imposible no tocarlos.
Él le había dicho lo mismo y ella creyó que significaba otra cosa. Esta vez no cometería el mismo error. Ya no era la niña ingenua de hace tres años atrás, no creía en palabras bonitas. Las aceptaba, era agradable escucharlas, pero no pasaban de ser eso, bonitas palabras, huecas.
Con un suspiro, volvió junto a Teresa.
—Tere, que placer verte, —dijo entrando al despacho—. No te esperaba por aquí, no es tu día usual de visita.
Se abrazaron y besaron.
—Vine a hacerte la misma invitación que le hice al doctor Vega.
—Por supuesto, allí estaremos Cati y yo. Espero que Joselo vuelva de su viaje para el sábado.
¡Oh, Dios! Se había olvidado que Joselo no estaba en la ciudad. El miércoles estarían solos Arturo y ella en la casa.
—Bien, a ustedes las espero a la tarde, por supuesto. Los niños se divertirán.
—Echarán la casa por la ventana.
Ambas rieron.
—Mmmm, amiga —dijo Teresa cambiando de tema—. ¿Estoy desvariando o sentí que saltaban chispas en esta habitación cuando los encontré al doctor y a ti juntos?
—Ohh, Tere… ehhh —Serena se sentó en el sofá y Teresa hizo lo mismo, sin dejar de mirarla. Era difícil ocultarle algo—. Arturo me ha insinuado algunas cosas, si.
—¿Arturo? Ni siquiera sabía que se llamaba así. Siempre fue el doctor Vega para mí —Teresa rió a carcajadas—. ¿Así que ya se tratan con esa familiaridad?
Serena se dio cuenta que cometió un error, pero ya era tarde.
—Pues sí, nos hemos hecho amigos a lo largo de todos estos años.
—¿Y qué te ha insinuado, si se puede saber? —Teresa estaba expectante de las palabras de su amiga.
—Bueno, pues… que le gustaría conocerme más. Quiere visitarme, no sé, cosas así.
—¡Quiere cortejarte! Ay, Sere… que emocionante. Hace tantos años que ninguna de nosotras tiene algo así para contar. ¿Y te gusta?
—Es un buen hombre. Pero ya sabes, no quiero ese tipo de complicaciones en mi vida. Estoy muy a gusto así.
—Sere, no te cierres. Conócelo, permite que te conozca. A lo mejor surge algo muy lindo entre ustedes. —La miró pícaramente—. Es un hombre muy interesante, un profesional muy respetado, y un gran partido, amiga.
—Lo sé, no lo pongo en duda.
—Sé que varias madres casaderas tienen sus ojos puestos en él. Lleva ya muchos años viudo, es raro que no haya vuelto a casarse.
—No le interesan las debutantes, según me dijo. No es ningún jovencito.
—Mmmm, ideal. Él viudo, tú viuda, los dos tienen hijos. —Teresa aplaudió de la emoción—. ¡Sere, no lo dejes escapar!
Serena sonrió.
—Ya veremos, amiga. —Y cambiando de tema, dijo—: ¿Qué tal si buscamos a Anna y a las niñas? Podemos ir a almorzar al parque, un picnic.
—Estupenda idea. Anna tiene que enterarse de esto.
Serena puso los ojos en blanco.
Era miércoles a la noche, Serena estaba acostando a Cati, cuando la criada anunció:
—Señora, el doctor Vega está esperándola en la sala.
—Gracias, dile que bajaré enseguida. —Su corazón empezó a latir descontroladamente.
Dejó a la niña con la competente niñera y bajó lentamente.
Antes de entrar a la sala se miró al espejo. Todo estaba en orden. Presentaba un aspecto inmaculado. Muy sobrio, elegante.
Arturo se levantó de un salto cuando ella entró a la habitación y sonrió.
¡Dios, como le gustaba su sonrisa!
—Buenas noches, doctor Vega. ¿Cómo está? —Saludó educadamente, el mayordomo estaba allí esperando órdenes.
—Señora Vial, un placer verla. —Tomó la mano que le ofrecía y presionó los labios en un beso tierno.
—¿Le gustaría tomar algo antes de la cena, doctor?
—Una copa de vino estaría bien, gracias.
Serena se dirigió al mayordomo:
—Por favor, Almada, dos copas de vino y algún aperitivo.
Conversaron de temas intranscendentes mientras el mayordomo servía el vino y les traía una bandeja con canapés.
—Puedes retirarte, Almada. Avísenos cuando está la cena.
—Si señora, con su permiso.
El médico esperó a que el mayordomo cerrara la puerta, para decirle:
—¿Puedo acercarme ahora a usted, preciosa dama?
Ella sonrió, asintiendo.
—Pareces un depredador.
—Este depredador está hambriento de tus labios. —Se sentó al lado de ella en el sofá, bien pegado, y le pasó un brazo por el hombro, acariciándole la mejilla con los dedos de su otra mano.
Ella se derritió con el contacto.
Acercó lentamente su cara a la de ella, sin dejar de mirarla a los ojos, Serena se perdía en esa mirada. Acarició suavemente sus labios con los de ella, respirando en su boca, ese simple roce produjo una fuerte contracción a la altura de su estómago.
Ella entreabrió los labios, tenía los sensuales contornos tentadoramente húmedos. Arturo le alzó la barbilla con un dedo y volvió a rozar su boca con la suya. Sabía a vino y a ambrosía. A pecado y a perversión. A placer sensual.
Quería más, ambos querían más.
Él volvió a tentar sus labios, esta vez con menos delicadeza.
Estaba decidido a inundar sus sentidos con el sabor y la esencia de Serena. Al principio su respuesta fue tímida, casi inocente. Pero cuando la besó más apasionadamente y le introdujo la lengua en la boca, ella ardió en llamas, tal y como él había esperado que sucediera. Le devolvió el beso, arqueándose y apretándose contra él, hundiéndole las manos en su cabello. Arturo capturó su gemido en la boca y respondió con uno suyo. La respuesta de Serena hizo que fuera más osado. Le succionó la lengua con la boca y se introdujo en ella.
Serena abrió los ojos de golpe ante la sobrecogedora sensación de su lengua adentrándose en su boca. Estaba perdida. Completa y absolutamente perdida. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó a su vez con la boca y también con todo su cuerpo y toda su alma.
El gemido que exhaló Arturo resultó grave y gutural, sus labios se mostraban exigentes y posesivos mientras sus manos se movían con decisión sobre sus curvas. Serena se revolvió inquieta, quería más, quería sentirlo más cerca. Los senos se apretaban contra el pecho de él, y le agarró de los hombros, bajando sus manos por el pecho, acariciándolo osadamente.
Sus dedos volvieron con desesperación a los suaves mechones del cabello de Arturo y su cuerpo se balanceó con las dulces y embriagadoras sensaciones que la estaban poseyendo; oscuras y arrebatadoras olas la inundaban cada vez que él deslizaba su lengua más dentro de ella y la abrasaba posesivamente, acariciándola. Serena contuvo el aliento y se arqueó contra su boca. Comenzó a estremecerse, asombrada ante el tórrido arrebato de exquisito placer que le arañaba profundamente el vientre y entre las piernas. Quería más; un intenso deseo le hacía temblar las rodillas.
Arturo debió percibir su desesperación, porque suavizó el beso. No era el momento oportuno ni el lugar adecuado, pensó, dentro de la neblina del deseo que lo poseía.
—Eres tan apasionada, Serena. —Le dijo al oído en un susurro—. Será un placer tenerte desnuda en mis brazos y hacerte el amor cuando sientas que estás preparada para mí.
—Lo estoy, —dijo ella casi gimiendo.
Continuará...