Escuchaba voces alrededor mío, pero no podía abrir los ojos.
«Despierta, Phil»
«Solo está inconsciente, señora… es un desmayo»
«Trae agua y un trapo limpio, Bruno… por favor. Y el botiquín de primeros auxilios que está en la cocina»
«Sí, señora»
«¡¿Qué mierda le hiciste, Enzo?!»
«Señora, estoy aquí para protegerla y él estaba…»
«¡No estaba haciendo nada malo! Lo conozco, es mi vecino»
«Pero yo no lo sabía… solo le di un golpe en la arteria carótida para dejarlo inconsciente un momento, enseguida volverá en sí, señora… lo siento»
«¿Y qué es toda esta sangre, entonces?»
«Creo que se golpeó la cabeza contra la parrilla al caer al piso»
Abrí ligeramente los ojos y volví a cerrarlos.
—¡Oh, Dios mío! Phil… —sentí que me tocaba la cara— despierta, por favor.
—Ge… Ge… Ge-ral —balbuceé.
—Abre los ojos, sudamericano idiota —me regañó.
—¿Q-qué p-pasó? —pregunté aturdido, entornándolos.
—Recibiste la justa recompensa por andar fisgoneando donde nadie te ha invitado —dijo aparentemente enojada, pero sus manos en mi cara y las caricias de sus dedos en mi cabello me daban un mensaje completamente diferente— ¿Estás bien? —preguntó preocupada.
Intenté incorporarme, pero todo me dio vuelta y caí de nuevo en la cama.
¿En la cama?
Miré alrededor y vi que estaba acostado en el somier de la habitación de huéspedes de la planta baja, y Geraldine estaba sentada a mi lado.
—Gracias, Bruno —dijo ella tomando la toallita que le tendía uno de los hombres—. Deja el resto sobre la mesita de luz y déjennos solos.
—Señora… —se quejó el otro.
—¡Es inofensivo, por Dios! Lo conozco… váyanse de aquí, hagan su trabajo —les ordenó—, no los necesito.
Ambos hombres se miraron, asintieron y se retiraron en silencio.
—¿Quiénes son? —pregunté cuando salieron de la habitación.
—Enzo y Bruno, mis guardaespaldas… a esta hora revisan todo y hacen cambio de guard… —se calló y me miró con el ceño fruncido, pasándome la toalla mojada por la frente— ¿Por qué mierda tengo que darte explicaciones? Cállate, te limpiaré esta sangre, te pondré una venda adhesiva y te largarás de aquí inmediatamente… para siempre.
—¿Por qué necesitas guardaespaldas?
No recibí respuesta.
—Emperatriz… ¿estás en peligro?
Siguió con la limpieza de mi frente, sin decir nada. Muy seria.
—Amor, respóndeme…
Suspiró fuerte y bufó después.
—No me llames así, bastardo mentiroso y embustero —dijo entre dientes, y empezó a rechinarlos entre sí, como siempre hacía cuando se ponía nerviosa.
—No te alteres, Geraldine… —y apoyé mi mano sobre la suya que estaba al costado de mi cuello— lo último que quiero hacer es ponerte nerviosa.
Me incorporé un poco y apoyé la espalda en la cabecera de la cama sin soltar su mano, aunque ella la estiró en ese momento y se zafó.
—Entonces… ¿por qué volviste? Tu sola presencia me altera.
—Porque me necesitas, emperatriz —susurré.
Se levantó de un salto y caminó unos pasos frente a mí.
¡Oh, Dios mío! La observé atentamente por primera vez desde que volví a verla… ¡que delgada estaba!
—¡Qué caradurez la tuya! Maldito hipócrita…
No me importaban en absoluto sus insultos, sabía que habrían muchos, y los esperaba. Me dediqué a mirarla a fondo. Sus ojos estaban hundidos y tenía profundas sombras oscuras debajo de ellos, que intentaba tapar con maquillaje.
—¿Quién mierda te crees que eres para presentarte aquí y declarar que yo te necesito? —siguió con su perorata.
Su ropa le quedaba holgada… ¿cuántos putos kilos había bajado? Por lo menos tres o cuatro, y eso era muchísimo para un cuerpo de por sí delgado como el suyo.
¡Oh, mierda! ¿Qué le había hecho?
—¡Me mentiste, hijo de puta desgraciado! ¿Y ahora te presentas ante mí con esos aires de grandeza y declaras… ¡que te necesito!?
Se veía cansada, a pesar de que intentaba disimularlo. Hasta su cabello había perdido su resplandor habitual. Toda ella estaba opaca y sin brillo.
—¡¡¡Tú debes estar loco!!!
Me levanté de la cama rápidamente y a pesar del mareo la volteé hacia mí y la arrinconé contra el tocador.
—¡Sí, emperatriz… estoy loco… loco por ti! —intentó zafarse, no se lo permití, la presioné contra el mueble con mi cuerpo y le sujeté las manos con las mías— Y más vale que entiendas una cosa de ahora en más: vine para cuidarte, y no me iré de tu lado, me perdones o no. Cuanto antes lo entiendas, antes podremos continuar con nuestras vidas… —la miré a los ojos, fijamente, ella me devolvió la mirada desafiante—. Puedes gritarme, puedes quejarte, insultarme, incluso abofetearme… me lo merezco. Sí, soy una mierda. Sí… soy un mentiroso, embustero, bastardo desgraciado y todo lo que quieras llamarme, que me lo digas no me hará huir dejándote sola.
—¿Por qué? —preguntó en un susurro.
—Porque quiero... —le contesté soltándola de mi agarre, tomándole de la cara y besándole la frente— porque puedo y porque me da la gana.
—Todavía es-estás sangrando —murmuró bajito con los ojos entornados, como si se hubiera quedado sin fuerzas.
—Soy todo tuyo —le dije sentándome en la cama, como para que me curara.
Se acercó en silencio y se ubicó entre mis piernas. Siguió con su labor de enfermera sin decir una sola palabra. ¡Mierda! Ojalá supiera lo que estaba pensando.
Sus pechos estaban a la altura de mis ojos, y a pesar de su extrema delgadez, se veían más plenos debajo de la camisa. Sin pensar en lo que hacía, llevé una mano a su panza antes completamente plana. Me percaté que estaba muy dura y también noté una ligera curva que hacía un mes no existía.
—No me toques —murmuró entre dientes.
Alejé mis manos suspirando.
Por ahora era preferible que le hiciera caso.
—¿Cómo estás, amor? —pregunté con ternura.
—Deja tus apelativos cariñosos de lado, farsante —dijo terminando de curar mi herida. Dio unos pasos hacia atrás.
—¿Cómo estás, amor? —insistí.
Puso los ojos en blanco y suspiró. No me respondió.
—Te veo desmejorada, muy delgada, cansada y con ojeras… ¿todavía tienes malestares estomacales? ¿No puedes dormir bien?
Siguió en silencio, con los puños apretados, noté un ligero temblor en sus labios.
—El que calla, otorga —me respondí a mí mismo.
—¿Qué puede importarte a ti? —preguntó al final.
—Todo lo que se refiera a ti… —suspiré— y a nuestro hijo, me importa.
Abrió los ojos como dos huevos fritos.
—¿Es por eso que volviste? —indagó asombrada— ¿Crees que…? ¡¡¡No es tu hijo!!! —aseguró gritando, enojada y bufando.
¿Qué me importaba que ella lo negara? Yo sabía que era mío.
—Bien, entonces… todo lo que se refiera a ti y a ese bebé que llevas en tu vientre… me importa.
Caminó apresurada hacia la puerta, la abrió y salió.
La seguí.
—Voy a llamar a Enzo —dijo mirando alrededor de la sala—, y haré que te eche de aquí a patadas… ¿dónde mierda está?
Lo vi parado en la galería, observándonos atentamente.
Me molestaba su presencia, era algo que no había previsto. No estaba acostumbrado a que mis movimientos fueran analizados paso a paso, pero si Geraldine los había contratado era por algo, tendría que aguantarlo.
—Hazlo… le diré mi verdad. Que estás embarazada, que soy el padre de tu hijo y que vine a cuidarte… —estaba seguro que ella no se lo había contado a nadie, tenía un as en mi manga—. ¿Te gustaría?
—¿Además de mentiroso ahora eres chantajista? —preguntó con el ceño fruncido— ¡No es tu hijo! —insistió.
—¿Ya cenaste, emperatriz? —le pregunté cambiando de tema.
—¡¡¡¿Cenar?!!! ¿Quieres que cene? —interrogó asombrada levantando las manos— Tengo un puto nudo en el estómago debido a tu presencia, estoy a punto de vomitar lo poco que pude comer hoy y tu… ¡¿quieres que cene?!
—Emperatriz… —me acerqué— amor… —la tomé de las manos—, vas a tener que tomar una decisión importante —intentó soltarse, no se lo permití, de hecho parecía tan derrotada y sin fuerzas que me dio lástima—. No voy a pedirte que vuelvas conmigo, ni siquiera que me perdones… pero por tu salud mental y la paz durante tu embarazo, deberás aprender a soportarme sin alterarte —la estiré hacia mí—, porque permaneceré a tu lado quieras o no, te cuidaré —la abracé, se quedó quieta, su pecho subía y bajaba como si le costase respirar—, a ti y a ese bebé que llevas en tu vientre.
—No… es… tuyo… —susurró con la cabeza apoyada en mi pecho.
—Bien, no es mío… no me importa —le acaricié la espalda y el cabello.
—Es-estás lo-loco, Phil —dijo muy bajito.
—Probablemente —aprovechando su aparente rendición, la abracé muy fuerte, acurrucándola contra mi pecho. Sentí que subía su cara y la escondía en mi cuello. Sonreí, me estaba oliendo. Era una muy buena señal. ¡Oh, Dios santo! Estaba en los huesos… lo notaba al abrazarla—. Tienes que comer algo, emperatriz.
—No puedo, no retengo nada… —susurró en mi oído— me da miedo, cada vez que vomito siento que voy a desmayarme.
—Ahora me tienes a mí para sostenerte —la llevé abrazada hasta el sofá y la senté allí—. Quédate aquí, te prepararé algo.
Vi que Consuelo le había dejado una sopa de pollo. ¡Bendición! Era justamente lo que necesitaba, la calenté en el microondas y volví junto a ella.
—Yo puedo sola —dijo sacándome la bandeja de las manos y ubicándola sobre su regazo—, no estoy lisiada.
En ese momento sonó mi celular. Vi que era Ximena, salí a la galería a atenderla. Miré al guardaespaldas frunciendo el ceño, él me devolvió la mirada muy serio, me alejé más.
—No pude llamarte antes, estuve recontra liada en el hospital… ¿cómo va todo, ya la viste? —me preguntó luego de los saludos pertinentes.
—Xime, no puedo hablar mucho ahora, eh… estoy con ella —oí un gemido del otro lado de la línea—. La dejé cenando y salí a la galería, pero estoy desesperado… está demasiado delgada, cansada, con ojeras, muy desmejorada… ¿qué puedo hacer? ¿Cómo hago para que retenga algo en su estómago? ¿Puede tomar alguna pastilla?
—Phil, yo no recomiendo ningún medicamento durante el embarazo. Solo asegúrate de que esté tomando las vitaminas, minerales y hierro que le recomendé, evita que coma demasiado; en lugar de eso que tome un refrigerio cada dos horas durante el día y que ingiera mucho líquido. Que consuma alimentos con alto contenido en proteínas y carbohidratos complejos como la mantequilla de cacahuate con rebanadas de manzana o apio, nueces, galletas, queso, leche, requesón y yogur. Evita los alimentos con alto contenido de grasa y de sal, pero bajos en nutrientes. Verás que pronto pasará, amigo… las náuseas y vómitos del embarazo son muy comunes, comienzan por lo general durante el primer mes de embarazo y continúan a lo largo de 14 a 16 semanas, pero no afectan al bebé.
—Bien, eso haré —dije suspirando.
—Me alegro de que la estés cuidando, Phil.
—Y yo me alegro de haber venido, Xime.
Me despedí de ella y volví junto a Geraldine. Estaba terminando de tomar la sopa, retiré la bandeja y la llevé a la mesada de la cocina.
—Bueno, eh… gracias —dijo levantándose del sofá—. Estoy muy cansada, ya puedes irte, creo que conoces la salida —y se encaminó hacia las escaleras.
—¿Te gustó mi regalo? —le pregunté.
—En realidad… no lo vi —dijo dudando entre subir o quedarse.
Me acerqué con la caja en la mano y la empujé suavemente instándola a ascender los peldaños.
—¿No pensarás subir conmigo, no?
—Solo quiero estar seguro que no vomitas de nuevo y tener un momento de intimidad para que hablemos —dije mirando hacia la galería, el guardaespaldas seguía observando— ¿Es que nunca te deja sola?
—Le pago para que no lo haga —subió un poco.
—¿Dónde duerme? —seguimos avanzando.
—En la habitación de huéspedes, a la par que yo —volví a empujarla.
La notaba renuente, como deseando que subiera, pero negándose a admitirlo por alguna extraña razón que probablemente ni siquiera ella entendía.
—¿Enzo y Bruno, no? —seguí hablándole para distraerla. Asintió— ¿vas a presentármelos formalmente mañana?
—¿Para qué? ¿Acaso piensas quedarte aquí?
—¿En qué idioma crees que estuve hablando, Geraldine? ¿En mandarín? —sonreí porque ya llegamos frente a la puerta de su habitación. La abrí y le hice una seña con mi mano para que entrase— Te dije claramente que vine para quedarme y cuidarte, y eso es exactamente lo que voy a hacer.
—¡No puedes quedarte en mi casa, yo no te he invitado! —puso las manos en su cintura— ¿Qué es lo que te pasa, Phil? ¿Además de mentiroso ahora eres un allanador de moradas?
Ni yo era tan caradura como para negar esa afirmación.
—Me iré cuando vea que te quedas plácidamente dormida —la empujé hacia el baño—, te lo prometo, amor… cámbiate.
—¿Y si no quiero? —preguntó altanera.
—Entonces te cambiaré yo —le dije de lo más campante.
Tomó una prenda de la cómoda y entró al baño refunfuñando:
—Asno… mandón… desgraciado… —y no sé cuántos apelativos más que ya no pude entender porque azotó la puerta en mis narices.
Suspiré, encendí la televisión y me senté en el sofá a esperarla.
Por todo lo que había pasado, supuse que iba a ser una lucha campal constante entre su temperamento independiente y mis ganas de que hiciera lo que yo quisiera. Pero también vislumbraba un ligero titubeo en su proceder, como si en el fondo de su alma deseara con ansias tirarse a mis brazos y dejar que yo la cuidara.
Siempre le gustó que lo hiciera, me di cuenta a los pocos días de conocerla que adoraba que me ocupara de ella y a mí me encantaba protegerla, mimarla, así que solo tenía que conseguir que aceptara de nuevo mi atención, aún sin tener ninguna relación amorosa. Eso estaba en segundo plano para mí en ese momento, tendría que recuperar su confianza y su amistad primero… luego pensaría en dar otros pasos.
Lo que había logrado en solo unas horas era fabuloso. ¡Ya estaba en su casa y en su habitación de nuevo! ¿Qué más quería? Muchas cosas, pero todo a su ritmo.
Casi me quedé dormido en el sofá esperándola.
Miré el reloj y vi que hacía casi una hora estaba metida en el baño.
Me acerqué a la puerta y traté de escuchar algo. Oí el sonido del secador de pelo, igual le pregunté:
—Geraldine… ¿estás bien? —dando tres toquecitos.
¡A la mierda con las convenciones humanas! Si se hubiera encerrado en el baño durante una hora hacía un mes, hubiera entrado sin anunciarme. Estuve a punto de hacerlo, pero me contuve.
En ese momento se abrió la puerta.
Pasó a mi lado sin siquiera mirarme y fue directa hacia la cama.
Me quedé mudo al ver su atuendo, ella siempre se ponía camisones de seda y encaje, camisolines sensuales o culottes con camisillas haciendo juego para dormir. Sin embargo ahora estaba cubierta de pies a cabezas por un pijama de seda con dibujitos de Piolín, el pequeño canario amarillo de cabeza enorme y patas desproporcionadamente grandes, creado para la serie de dibujos animados Looney Tunes.
Me la imaginé con un enorme martillo detrás de ella, diciendo: «Me pareció ver un lindo gatito» y asestándomelo en la cabeza, como el pequeño, inocente y a la vez tramposo canario hacía con el gato Silvestre cuando intentaba atraparlo para devorarlo. Sonreí ante la idea.
—¿De qué te ríes? —preguntó frunciendo el ceño.
—Nada, amor… —me acerqué y me senté en la cama al lado de ella, que ya estaba debajo del edredón— nunca te había visto con ese pijama.
—¿Quieres dejar de llamarme así?
—Te cansarás de repetirlo, así que mejor olvídalo… —la arropé mejor en la cama—. ¿Tomaste tus vitaminas? —Asintió con la cabeza—. Bien, ¿tienes sueño?
—A todas horas y en cualquier lugar —aceptó poniendo los ojos en blanco.
—Nuestro niño está haciéndote ver las estrellas… ¿eh?
—¡No es «nuestro»! ¡El renacuajo es «mío»!
—¿E-el re-renacuajo? —pregunté titubeando, asombrado. Y reí a carcajadas por el mote que le había puesto.
—¡¡¡Sí, el renacuajo!!! Es mío… ¿entendiste? —me dijo muy molesta acariciándose su pancita.
—Mmmm, sí… cierto —al final suspiré hastiado, pero suponía que en algún momento aceptaría mi paternidad, no estaba apurado—. Todos tus malestares desaparecerán como por arte de magia cuando tengas al… eh… renacuajo en tus brazos, emperatriz. Te lo prometo, olvidarás todo y querrás volver a pasar por lo mismo solo por tener a otro igual… tan bello y llorón, de nuevo.
—Claro, tú lo sabes porque eres padre… ¿no? Tuviste una esposa que pasó por esto —y bufó enojada deslizándose en la cama—. Y yo no tenía idea… ¡fíjate tú! El señor sabía hasta el color de mis bragas y yo no me había enterado de algo tan esencial en su vida.
—Lo siento, amor —acepté bajando la cabeza, avergonzado—. Pero puedo compensártelo todo lo que quieras. Tú preguntas, yo respondo…
—¿Y cómo sabré si es cierto? Eres un experto mentiroso…
Me quedé callado.
Por supuesto, ya no se fiaba de mí, me lo merecía.
—Tendrás que aprender a confiar en mí de nuevo, emperatriz —la miré fijamente a los ojos—, te juro por mi hija Paloma que nunca… nunca más volveré a mentirte —suspiré—. Sé que no tengo justificación alguna, pero todo empezó con una pequeña omisión, no te dije quién era en realidad. Cuando me di cuenta de cómo iba avanzando nuestra relación ya fue tarde… no quería arruinar lo que teníamos, deseaba dejarte con un hermoso recuerdo de nuestro tiempo juntos, sin manchas. Pero… no resultó como esperaba.
—Des-gra-cia-do —susurró bajito, se acomodó debajo del edredón, se tapó hasta el cuello y me dio la espalda.
Apagué la luz y fui a sentarme de nuevo en el sofá. Era temprano, apenas las diez de la noche, bajé el volumen del televisor y miré la vidriera y el cielo estrellado, suspirando.
Iba a ser difícil… muy difícil.
Continuará...
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