Serena - Capítulo 09

martes, 15 de febrero de 2011

Las dos semanas pasadas prepararon a Serena para este encuentro, pero de todas formas sintió que necesitaba aire y que sus piernas no la aguantarían en caso que se levantara.
No podía dejar de mirarlo.
—Buenas tardes, milord. —Contestaron al unísono Anna y Teresa.
Como todo caballero, preguntó por las familias de ambas, comentó con Anna que había conocido a su marido y a Teresa que Daniel lo estaba atendiendo maravillosamente en el banco, luego se dirigió a Serena:
—Señora Vial, no tuve el placer de saludarla en el cumpleaños de la pequeña hija de la Señora Lezcano. —Serena negó con la cabeza, aunque intentara hablar, no creía que pudiera emitir sonido alguno. Como Serena no contestaba, continuó hablando—: ¿Cómo está su familia? ¿Siempre tan hermoso el jardín de su madre?
Todo este intercambio absurdo estaba fastidiando a Serena.
Ella no era la que tenía que avergonzarse de nada. ¿Por qué actuaba como una adolescente? ¡Era una mujer hecha y derecha, Por Dios!
Se giró suavemente en el asiento y miró hacia las niñas, al ver que seguían jugando y no daban indicios de venir hacia ellas, se tranquilizó.
—Mi familia goza de buena salud, gracias a Dios y los jardines de mi madre cada día están más bellos, agradezco que lo recuerde —dijo mirándolo a los ojos.
—No sé si están enteradas, señoras, —dijo dirigiéndose a Anna y serena, educadamente incluyéndolas en la conversación—, que la señora Vial y yo somos amigos de hace unos años.
Serena se cansó de tanta educación.
—Las señoras saben, «Eduardo», son mis mejores amigas. ¿Recuerdas que te hablé de ellas?
Anna y Serena abrieron los ojos como platos, por lo que implicaba esa respuesta y por el hecho de que lo tratara tan familiarmente. ¡Era un conde, Santo Cielo!
Él sonrió, aparentemente complacido de que ella lo tuteara, dándole así permiso a hacer lo mismo.
—Lo recuerdo, Serena. Pero no las asocié con esas dos amigas de las que tanto me hablaste.
—Ya nos estábamos yendo, ¿no es cierto, chicas? —Dijo Serena mirando a sus amigas y haciéndoles señas con la cara para que junten a las niñas. Rogando que entendieran que tenían que esconder a Cati—. Tenemos actividades más tarde.
Las amigas se levantaron y fueron hacia las niñas, despidiéndose educadamente del conde.
—Buenas tardes, Eduardo, —dijo Serena amagando retirarse.
—Serena, ¿me permitirías visitarte? —Preguntó el conde, casi cerrándole el paso—. Hay algo importante que me gustaría hablar contigo.
Ella no podía creer su osadía.
—No creo que tengamos nada que hablar.
—Difiero en eso. Yo tengo mucho que decirte, —y mirándola a los ojos, casi rogándole, dijo—: Por favor, Serena.
Ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Si tienes algo que decir, dímelo ahora, Eduardo.
Anna se acercó.
—Sere, ya estamos en el carruaje.
—Anna, por favor, adelántense. Luego mandas al cochero de vuelta, por favor.
Anna asintió, con el ceño fruncido y se retiró.
—¿Quieres dar un paseo?
Serena asintió. Su mirada era dura.
—Estás diferente, Serena.
—El tiempo no pasa en vano.
—Me refiero a tu carácter, no al aspecto físico. En eso estás tan hermosa como siempre, incluso más hermosa. Te recordaba como una jovencita tímida y extrovertida. Te has convertido en una mujer segura y sofisticada.
—¿De qué querías hablar conmigo? —Serena cambió de tema—. Como te dije, tengo cosas que hacer.
—Quería disculparme contigo, Serena. Por la forma cómo sucedieron las cosas. —Llegaron a un recodo del camino y él la invitó a sentarse—. Me gustaría explicarte lo que pasó hace tres años y el motivo por el que desaparecí sin darte ninguna explicación.
—Eduardo, por favor… —Él le puso un dedo sobre sus labios suavemente, para que calle. Ella se estremeció por el simple contacto.
¡Dios mío! Pensó. No puede seguir teniendo ese efecto en mí.
—Yo te pido por favor, Serena. Escúchame. Todos estos años he vivido con remordimientos por lo que pasó. Todos estos años me he sentido un miserable por lo que te hice. Necesito contarte, necesito que me perdones. —Quiso tomarla de la mano, pero ella no se lo permitió—. Yo… quiero que sepas que yo estaba realmente enamorado de ti, estaba loco por ti.
Ella rió amargamente y bajó la vista.
—No digas tonterías, Eduardo. No se deja plantado sin explicaciones a alguien a quien se ama.
—Tuve que hacerlo, Serena. Tienes que conocer mi historia para entender. Yo siempre fui la oveja negra de mi familia, el rebelde, el que todo lo hacía mal, el hijo no digno de confianza. Mi hermano mayor era el consentido, el perfecto, el que heredaría todo, incluso el título. Yo no era nada. Cometí muchas locuras, todas por llamar la atención de mis padres. Me exiliaron a América. Mi vida no tenía sentido, vagué por todos lados durante mucho tiempo sin encontrar mi rumbo hasta que me enlisté al ejército, poco después te conocí y me cautivaste. Pero esa tarde, luego de nuestro último encuentro, tenía una carta de mis padres esperándome. Mi hermano había muerto.
Eduardo puso los codos sobre sus rodillas y bajó la cabeza, sosteniéndola con las manos. Parecía realmente atormentado. Continuó su relato:
—Mis padres me pidieron que regrese. Yo me había convertido en el heredero, el futuro conde, con todas las obligaciones que eso conlleva. Mi padre había hecho malas inversiones y había perdido todo y era mi obligación recuperar la grandeza del título. No me dieron opción, me obligaron a casarme con una heredera, Serena, lo prepararon todo.
Al ver que ella no decía una palabra, él continuó:
—Yo sabía que si volvía a verte no podría hacerlo. Estaba dividido entre ti y mis orígenes, entre complacer a mis padres, por primera vez en mi vida o quedarme contigo. Sé que fui un cretino, un inmaduro, no tengo excusa alguna. Me imagino que sabes que me he quedado viudo. —Ella asintió con la cabeza—. Serena… ¿sabes por qué volví?
—No tengo idea.
—A buscarte. —Se miraron fijamente—. Necesitaba verte, explicarte, que me perdonaras. Necesitaba saber si todavía existía la posibilidad de que podamos reconocernos y amarnos otra vez.
—Es una locura lo que estás diciendo, Eduardo. Lo nuestro terminó. Tú lo terminaste de la peor manera. No hay vuelta atrás.
—No me voy a dar por vencido tan fácilmente esta vez, Serena. Voy a luchar por ti.
—Tengo que irme. —Estaba a punto de desmayarse, le faltaba el aire, sentía malestar—. Lo siento…
Dio media vuelta y casi corrió hasta el carruaje que estaba esperándola.


Serena estaba descontrolada, caminaba de aquí para allá en su habitación. No sabía qué hacer. ¿Por qué tenía que venir ese hombre a alterar su vida? Vino a buscarla. ¿Estaría diciéndole la verdad?
Volver con él era impensable.
¡Pero era el padre de su hija! No había nada en este mundo más lógico que el hecho de que estuvieran juntos. Era el balance perfecto.
Se recostó y llamó a su criada para que le traiga unas compresas de agua fresca. Estaba exhausta emocionalmente, le dolía la cabeza. Pidió que nadie la molestara.
De la preocupación se había olvidado que Arturo dijo que iría a visitarla ese día. Cuando llegó y el mayordomo le explicó la situación, pidió verla de todas formas. Como era su médico, la llevaron hasta la habitación.
La encontró dormitando, con un paño fresco sobre la frente.
Le dio indicaciones en voz baja a la criada para que le prepare un té, se sentó al borde de la cama y le tomó la mano.
Ella abrió los ojos despacio y lo miró.
—Hola cariño —dijo el médico.
—Arturo, ¿qué haces aquí? —Se incorporó un poco.
—Te dije que vendría, ¿recuerdas?
—Pero no puedes estar en mi habitación… los criados…
—Estoy en calidad de médico. —La interrumpió con un guiño.
Ella sonrió.
—Que ventajoso.
El sonrió también y se acercó a ella, le tomó a barbilla con la mano y le dio un suave beso en un párpado, luego en el otro.
—Espero que esta medicina te haga mejorar, —y siguió dándole ligeros besos en la mejilla, la nariz, hasta llegar a los labios, donde se detuvo por más tiempo. Ella suspiró y se agarró de las solapas de su traje para acercarlo más.
Él la abrazó y profundizó el beso, pasó la lengua ligeramente por sus labios y ella se abrió a él, desesperada por sentirlo. Sus alientos se mezclaron y sus lenguas danzaron un baile que ellos ya conocían muy bien.
Cuando estaba en sus brazos se olvidaba de todas sus preocupaciones, era como una droga, era lo que necesitaba, su calor, su compañía, su apoyo sin condicionamientos. Arturo no cuestionaba, no juzgaba, solo comprendía y aceptaba.
Sabía que lo estaba utilizando, y se sentía miserable por eso, pero su confusión era tanta, que no se hacía muchos cuestionamientos al respecto. Se justificaba pensando que ella no lo llamaba, era él quien siempre buscaba su compañía.
—Mmmmm, —suspiró junto a su boca—. Definitivamente siempre es un buen bálsamo para todos los males.
Tocaron a la puerta y se separaron.
Le trajeron el té relajante. Se lo tomó bajo la atenta mirada de Arturo.
Una vez que la criada se retiró, él preguntó:
—Preciosa, ¿Qué te pasa? Te noto un poco ansiosa.
No podía contárselo, no a él. Pero lo necesitaba.
—¿Puedes abrazarme, Arturo?
El se recostó contra la cabecera de su cama, le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia él, acariciándole la mejilla con sus dedos.
—Esta no es una medicina convencional, cariño. ¿Qué vamos a hacer si entra alguien?
—Nadie entra a mi habitación sin llamar, y Joselo no está, no te preocupes.
—Pero no puedo quedarme mucho tiempo, los criados estarán contando los minutos que estoy dentro de tu habitación a solas contigo.
—¿Por qué yo nunca pienso en las consecuencias cuando hago las cosas? Por eso mi vida es un caos, por eso cometí tantos errores, y ahora los estoy pagando. Hago las cosas sin pensar. Arturo, soy un desastre. —Hundió la cara en su pecho.
El té estaba haciendo efecto, sentía que sus párpados se cerraban.
—A mi me gustas tal cual eres, no cambies. —Y le dio un beso en la frente.
—Mmmm, ¿sabes que Anna te va a invitar a ir con nosotros a la hacienda en Semana Santa? En casa no habrá lugar, pero en La Esperanza hay de sobra. ¿Irás conmigo, Arturo?
Él se sorprendió, le encantaba la idea de pasar varios días en compañía de Serena, nunca tuvieron una oportunidad así. Podría organizar la clínica para que no cuenten con él unos días. Hacía tanto que no se tomaba unas vacaciones.
—Cariño, no hay nada que me gustaría más que ir contigo.
Ella cerró los ojos y se relajó.
—Mmmm, tú y yo… —sonriendo se quedó dormida.
Arturo se quedó mirándola un rato, acunándola en sus brazos hasta que se quedó dormida. ¿Qué habrá pasado? Se preguntó. ¿Cuándo confiaría en él lo suficiente para contarle qué era lo que la atormentaba?
Él era un hombre paciente, siempre lo fue. Y el saber que ella se sentía segura en sus brazos, que le gustaba su compañía lo ayudaba a serlo. Ella disfrutaba de los momentos que estaban solos, de los besos que se daban, de eso no había duda.
Pero… ¿qué era lo que realmente sentía por él? Eso no lo sabía.
Él la amaba.
Desde aquella primera vez que la vio cuando atendió a Teresa en su enfermedad le gustó. Luego se casó, y él lo entendió. Estaba en problemas, se dio cuenta. Sabía la condición de Sebastián Vial, sabía que era pareja de su hermano.
Durante toda la enfermedad de su marido y su convalecencia se trataron de cerca, se conocieron, fueron haciéndose amigos y cada vez la admiró más. Pero recién un tiempo después de la muerte de Sebastián fue cuando él se animó a dar un paso más, aunque nunca le dijo que la amaba, ella aceptó sus avances, hasta cierto punto.
Pero Arturo quería más.
Deseaba saber todo de ella: ¿Quién sería el misterioso padre de su hijo? ¿Cómo se había quedado embarazada? Eran interrogantes que se hacía constantemente.
Tendría que aprovechar ese viaje para saber todo sobre ella.
Y lo haría.

Continuará

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