Serena - Capítulo 10

martes, 15 de febrero de 2011

Era miércoles de la Semana Santa y el viaje a La Esperanza se realizó sin contratiempos.
Serena y Joselo los estaban esperando, ya que ellos hicieron el viaje unos días antes, para estar toda la semana con sus padres.
Luego de los saludos pertinentes, Serena llevó a Anna aparte:
—Anna, me instalé en tu casa ayer. Adrián y su esposa llegaron con sus tres hijos. En casa no hay tantas habitaciones disponibles desde que la abuela vino a vivir con mis padres, teníamos que compartir, decidí que Cati y yo estaríamos más cómodas en tu casa. ¿Te importa, amiga?
—Cariño, me encanta. Mi casa es tuya, lo sabes. Aún hospedando a Teresa y su familia, a ti, a Cati y a Arturo con su hijo, sobra espacio.
—Me alegro, ya lo organicé todo.
—Que bueno, amiga. Estoy muerta de cansancio, me sacas un peso de encima.
—Tú ve a instalarte y descansar, querida, yo me ocuparé de todo.
—Gracias, Sere —dijo Anna aliviada.
Eduardo no había dado señales de vida la semana que pasó antes de su viaje. Parecía que todo no había sido más que un sueño. Se sentía segura en la hacienda, bien alejada de la capital.
Y Arturo, ¡Dios, ese hombre era tan especial! No la había dejado sola, lo había visto casi todos los días, incluso le había enviado flores. Era tan atento.
Luego de la cena, el cansancio de todos era evidente.
—¿Nos encontramos en la terraza luego que acostemos a los chicos, Serena? —Arturo le habló al oído cuando nadie los miraba.
Ella asintió, sonriendo.
Cuando llegó a la terraza lo vio ahí, al final, recostado contra el balaustre, a un costado de la hamaca, en posición relajada, mirando hacia el jardín.
La vio y abrió los brazos invitándola a acercarse.
Serena no necesitó palabras de por medio para apoyarse contra él, abrazarlo y presionar la mejilla contra su torso, sintiendo su corazón latir.
—Preciosa, me alegro que decidieras quedarte aquí, conmigo —dijo él.
—En realidad fue una cuestión de espacio, pero me alegro también, podemos estar más tiempo juntos. —Levantó la vista hacia él—. ¿No estás cansado?
—Carlitos y yo vinimos solos en el carruaje, dormimos casi todo el viaje. No tengo una pizca de sueño. —Le acariciaba suavemente el pelo y la espalda mientras hablaba—. Y aunque lo tuviera, prefiero mil veces tenerte en mis brazos, besarte y acariciarte, como pienso hacer esta noche, hasta que me digas basta.
Y bajó lentamente la cara hacia ella. Sus labios se rozaron, él respiró en su boca, ella también, sin besarse, sentían sus alientos calientes, con olor a vino y a especias, intoxicante.
Mientras la rozaba con los labios, desprendió las horquillas de su pelo y lo soltó, los suaves mechones cayeron en cascada sobre su mano, acariciándole la piel como si fueran de seda. Introdujo los dedos y los peinó. Se llevó un mechón a la cara y aspiró su aroma.
—Hueles a jazmín y a placer —dijo contra su boca.
Ella subió las manos por el pecho hasta su cuello y lo abrazó. Él la abarcó totalmente con los brazos y la apretó contra su pecho, contra sus piernas. Todos y cada uno de los puntos de sus cuerpos se tocaron, ella podía sentir su creciente erección a la altura de sus partes íntimas.
Se movió contra él, haciéndolo gemir.
Subió una de sus manos hasta la cara de Serena y le pasó el pulgar por los labios entreabiertos, mirándola. Lo introdujo en su boca y dijo:
—Chúpalo.
Ella lo hizo. Fue tremendamente erótico, salado.
Y entonces, él sustituyó su dedo por sus labios. La besó, despacio, suavemente, la punta de su lengua delineó sus labios. Ella suspiró y abrió la boca para él. Una de sus manos se deslizó en su pelo mientras él hacía una delicada incursión en su interior. Murmuró su reconocimiento cuando su lengua se reunió con la suya en una apasionada danza de avance y retroceso.
La giró y apoyó su espalda contra la columna, sin dejar de besarla, desprendió los botones del frente de su vestido y bajó la cara para besar cada espacio de piel que iba a dejando al descubierto, hasta el inicio de sus senos. Los abarcó con las manos sobre la ropa y pasó los pulgares por sus pezones.
Serena se tensó.
―¿Necesitas que vaya más despacio, quieres que pare… no?
Ella se enderezó. No quería que pare. ¿Por qué lo decía?
―¿No es eso lo que se supone que yo te diga a ti? ―No quería parecer una mojigata, se hizo la valiente. ―No es como si yo fuese virgen ni nada por el estilo.
―Preciosa, tú eres una virgen en cada sentido que importa. Sé que nunca te desnudaste frente a un hombre y apuesto lo que quieras a que nunca tuviste un orgasmo, o que nunca viste a un hombre desnudo.
Él pudo notar cómo se sonrojaba, no necesitó que se lo confirmara, le encantaba ese rubor en su cara, su inocencia a pesar de todo lo que había vivido.
Quería saber más, así que continuó con el interrogatorio:
―¿Alguna vez viste el miembro de un hombre excitado, erecto? ¿Lo tocaste, lo acariciaste? ―Ella negó con la cabeza, sonrojada. ―Eres virgen, cariño, en casi todos los aspectos. Quiero mostrarte, ser el primero. ¿Me lo permitirás?
Él seguía acariciándola mientras hablaba, ya le había desprendido todos los botones e introdujo su mano dentro, acariciando uno de sus senos, abarcándolo totalmente, pasando el pulgar por su excitado pezón.
Ella gimió.
―Tengo miedo, Arturo.
―Conmigo estarás a salvo, preciosa. Soy médico, sé cómo protegerte. Yo no te abandonaré, eres tú la que rehúye al compromiso, no yo. Sabes que si de mí dependiera ya estaríamos comprometidos, incluso casados. ―Abarcó sus nalgas con la otra mano y la presionó contra su erección. ―Siénteme, siente lo que me haces. Serena, ambos somos adultos, viudos, libres, podemos disfrutar de nuestros cuerpos, siempre que seamos discretos.
―S-sí ―dijo ella en un susurro.
―¿Tu habitación o la mía? ―Preguntó contra su cuello mientras le pasaba la lengua y mordía su oreja.
―La mía, ―dijo gimiendo.


Serena estaba casi histérica por los nervios que sentía.
Se paseaba por su habitación pensando en miles de cosas. ¿Y si llaveaba la puerta? Así no podría entrar. Pero ella lo deseaba, quería estar con él.
Todavía faltaba una hora para medianoche, el horario que él le había dicho que vendría. Ella ya estaba lista, se había aseado, se puso el camisón más hermoso que tenía.
Se acostó en la cama y se tapó con la sábana, pensando que él sólo estaba a dos puertas de ella. ¿Y si no le gustaba lo que veía cuando la desnudara? Sus senos eran pequeños, era demasiado esbelta, sus curvas poco pronunciadas. No era precisamente el tipo de cuerpo que a los hombres les gustaba, con pechos grandes y lleno de curvas, como Teresa.
¿Cómo sería el cuerpo de él?
Pensando en todo eso, y sin darse cuenta, se quedó profundamente dormida.
A medianoche, el suave «clic» de una puerta al llavearse se sintió en la habitación de Serena, aunque ella no lo escuchó.
Arturo se acercó a su cama y la vio gracias a la luz de la luna que se filtraba por las ventanas abiertas. Una suave brisa acariciaba la piel de Serena que dormía profundamente.
Estaba de costado y uno de los breteles del suave camisón de satén había dejado al descubierto su hombro redondeado y se podía ver el nacimiento de sus senos. La sábana se había deslizado y una de sus piernas quedó al descubierto. Era larga y curvilínea, perfecta.
El miembro de Arturo se tensó.
Aunque no pudiera despertarla, tendría el placer de abrazarla y dormir con ella esta noche, la tendría en sus brazos.
Arturo, que era un hombre alto y elegante, esbelto pero fibroso, se sacó la bata, y desnudo, se deslizó detrás de ella y la abrazó.
Serena suspiró en sueños y se arqueó hacia él.
Él le bajó los breteles y deslizó su camisón hacia abajo, hasta la cintura, dejando sus senos al descubierto.
La volteó de espaldas a la cama y la contempló, adorándola.
Necesitaba tenerla desnuda en sus brazos.
Se incorporó y le sacó el camisón por los pies.
Allí estaba, el objeto de su tormento, totalmente desnuda a la vista, con su cabello esparcido en la almohada. Era hermosa, sus pequeños senos eran firmes y cremosos, con sus preciosos pezones rosados apuntando hacia él. Sus rizos rubios, a juego con su pelo, lo invitaban a explorarlos.
Se acomodó a su lado apoyando su cabeza en una mano, de costado, totalmente excitado y tocó la punta de uno de sus pezones con el dedo, luego el otro, se tensaron y se volvieron dos capullos de rosa. Pasó la lengua por uno de ellos.
Serena gimió, retorciéndose.
Ella se giró y se apretó contra él. Por fin sus cuerpos desnudos se tocaban.
Arturo la abrazó y acarició su espalda y sus nalgas. Ella lo abrazó también, metió una de sus piernas entre las de él y despertó gimiendo.
―Ohh, Arturo.
―Hola preciosa ―dijo él susurrando.
―Estoy desnuda.
―Estamos desnudos, cariño. ¿Sabes hace cuánto tiempo quería sentirte así en mis brazos?
―¡Santo Cielo! Se siente tan bien.
El duro miembro de Arturo empujaba contra su cadera mientras se mecía contra ella. Serena sentía la piel como si mil alfileres se clavaran sobre ella. Quería más, quería todo de él.
Uno de sus senos descansaba en su mano. Le acarició el otro con la otra mano y sintió cómo ella le recorría el torso con la yema de los dedos. Se le aceleró la respiración y cerró los ojos. Entrecerró la mano que contenía el pecho y sintió la increíble calidez y suavidad de la piel femenina. ¿Era posible tanta perfección? Entreabrió los ojos al mismo tiempo que Serena. Vulnerable y medio dormida, le resultaba irresistible. Se acercó a ella y la besó mientras le recorría el pezón con el pulgar. La joven gimió y movió las caderas.
La lengua de Serena buscaba ansiosa la de él. Arturo gimió contra sus labios desde lo más hondo de su garganta, y le dibujó los labios con el pulgar. Los sintió húmedos y suaves. Sustituyó la caricia de su dedo por sus labios. Serena suspiró de nuevo, y eso hizo que su erección ardiera y se sacudiera. El ombligo de ella se apretaba contra su excitado miembro.
La sujetó por la nuca y empezó a besarla con urgencia, como si quisiera castigarla por hacer que él la deseara tanto. Ella volvió a gemir, y le pasó los dedos por el torso.
―Enséñame ―susurró contra sus labios, mientras iba bajando la mano hasta su miembro, ávida de explorarlo. ―Quiero conocerte.
La besó y siguió besándola, dibujando sus labios con la lengua mientras Serena tímidamente recorría su erección con la mano. Al sentir sus curiosos dedos sobre su miembro, Arturo se estremeció, y cuando con una uña fue desde la punta hasta la base, gimió de incontenible placer. Si seguía tocándolo de ese modo, pronto llegaría al orgasmo.
Algo estalló en su interior y, con un gutural gemido de rendición, le apartó la mano y la volteó de espaldas, con las piernas separadas.
―Arturo…
―¿Quieres que te enseñe? ―Dijo gimiendo. ―Te enseñaré algo que te gustará.
Se arrodilló ante ella, inclinándose.
―No sé... ―dijo ella, tomándolo de la cabeza.
Él gimió entre sus muslos.
―Yo sí sé. ―Pero al sentirla aún indecisa, preguntó―: ¿Confías en mí?
―Es que yo creía... ―se detuvo―. Sí ―susurró―, confío en ti.
―Entonces deja que te bese ―le pidió emocionado.
Las manos de Serena, que habían estado sujetándole la cara para que no se acercase, se deslizaron hacia su nuca. Arturo volvió a gemir, y luego, tal como llevaba soñando desde hacía meses, besó los rubios rizos de su entrepierna despacio, saboreando sin prisas, dibujó con la boca el contorno de su sexo. Ella gritó de placer y luego suspiró.
El sabor de Serena lo volvió loco de deseo, pero luchó por controlar las ganas que tenía de poseerla como un animal salvaje. Le separó los labios con los pulgares para que su lengua voraz pudiera deslizarse en su interior.
Apenas se dio cuenta de que, a medida que la lamía y la saboreaba, ella se movía para acercarse más a él, gimiendo de frustración porque todavía no la había devorado por completo, Arturo le separó aún más las piernas.
―¡Arturo! ―exclamó ella.
―Confía en mí ―repitió él, tomándole los muslos y colocándoselos encima de los hombros. Ahora ya no había barreras, y el sabor de ella impregnaba ya su lengua. Le levantó las nalgas. Había soñado con sus suaves curvas, con su cuerpo cremoso, y ahora veía que se adaptaba a la perfección a sus ansiosas manos.
Serena le tocó los hombros, el pelo, el rostro, todo lo que alcanzaba, mientras se excitaba cada vez más bajo sus labios. Empezó a estremecerse y, a medida que se acercaba al clímax, sus piernas lo sujetaban con más fuerza.
―Ohhh, Dios ―dijo entre jadeos. ―Arturo, ¡no pares, por favor...! ―Al gritar la última palabra el placer la envolvió por completo, y tembló de un modo que él no había visto jamás. Arqueó la espalda y onduló las caderas buscándole la boca con el sexo. Aún más desesperado que antes, la lamió hasta que ella se derrumbó sobre la cama.
Arturo no se atrevía a moverse, temeroso de terminar sólo con el roce de las sábanas. Debió de gemir porque Serena, desnuda y temblorosa, se arrodilló delante de él y lo abrazó con fuerza. Él se sentía a punto de estallar.
Luego, sin pensárselo dos veces, ella rodeó el miembro con su mano y apretó los dedos. Él se movió hacia adelante y atrás, y casi llegó al éxtasis. Acarició toda su longitud, la necesidad de llegar al final estaba a punto de volverlo loco. Ya no había marcha atrás.
Se sentía vulnerable mientras ella seguía acariciándolo, recorriendo con los dedos aquella piel que ardía sin tregua. Serena apretó más los dedos y acercó los labios al cuello de Arturo. Los entreabrió y lo tocó con la lengua, a la vez que respiraba junto a su piel. Él colocó las manos sobre los pechos femeninos, apretándolos, atormentándoselos, y cuando él empezó a temblar, ella gimió de placer.
Al alcanzar el orgasmo, Arturo gritó y se sacudió debido a la fuerza del mismo, de una intensidad absoluta. No podía dejar de moverse, de arquear las caderas contra la mano de Serena. No se sentía débil. Serena lo hacía sentir como un dios.
Segundos más tarde, con la cabeza de ella descansando de nuevo en el pecho de él, se tumbaron uno junto al otro, suspirando.



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