Serena - Capítulo 04

jueves, 9 de diciembre de 2010

Arturo la miró fijamente, sin soltarla. No podía creer que ella hubiera dicho eso.
Tocaron a la puerta suavemente.
Él se desprendió de ella de un salto y rápidamente se sentó en el sofá individual frente a ella.
El mayordomo entró y anunció que la cena estaba lista.
Serena no pudo responder, estaba totalmente aturdida.
—En breve iremos, Almada. Gracias, —dijo Arturo. Se levantó, y suavemente la tomó de las manos, poniéndola de pie frente a él. Le levantó la barbilla con el dedo—. Yo me siento igual, preciosa. Cuando nos tranquilicemos iremos al comedor, no hay apuro.
Ella asintió.
Él no tocó el tema en el comedor.
Mientras cenaban, conversaron de asuntos importantes, pero cotidianos. El trabajo de él, los hijos de ambos, el albergue, el cumpleaños de la hija de Teresa.
—Hablando de Teresa, Arturo, se dio cuenta que algo pasaba entre nosotros, es imposible ocultarle algo a ella, es demasiado perceptiva.
Él la miró, anonadado.
—¿Se lo contaste?
—A grandes rasgos, sí, y a Anna también más tarde. ¿Te molesta?
—¿Molestarme? —Sonrió plenamente y apoyó su mano en la de ella—. Preciosa, hace casi un año que deseo que me saques de la clandestinidad.
Ella lo miró, sonrojándose.
—¿Es así como te sientes?
Él sonrió. ¡Dios, esa sonrisa ladeada, medio pícara, medio burlona! La volvía loca. Podía postrarla a sus pies con solo sonreírle.
Levantó su mano y besó los nudillos.
—Serena, en realidad no me importa, yo sólo deseo que estemos juntos, al ritmo que tú quieras, cariño.
—Eres demasiado bueno.
—No, sólo soy paciente.
Ella suspiró.
—Bueno, ¿qué te parece si tomamos el postre en la galería? Hace una noche preciosa. —Lo invitó Serena.
—Me parece perfecto, vamos.
Se levantó y como el caballero que era, le retiró la silla.
Serena le dio las instrucciones al mayordomo y se sentaron en la hamaca de la terraza que daba al patio de la casa.
Era una noche plena de luna llena. Les sirvieron ensalada de diferentes frutas y dulce de leche para acompañarlo.
—¡Santo Cielo! Todo estuvo delicioso, estoy saturado.
Ella rió.
—Me alegro que te haya gustado.
Mirando hacia los costados, y comprobando que estaban solos, se acercó más a ella, la apoyó en su costado, abrazándola y le dio un beso en la frente. Ella apoyó la mejilla en su hombro y miraron el cielo estrellado.
Fue un silencio cómodo, perfecto.
Luego de un rato, él preguntó:
—Cariño… ¿Has dicho en serio lo de estar preparada para llevar nuestra relación a un nivel más… mmmm, íntimo?
Ella se tensó, él la sintió, pero no la soltó.
—Arturo, yo… no lo sé. —Suspiro de por medio, continuó—: Creo que en ese momento lo dije convencida. Pero ahora no me parece tan buena idea.
—¿De qué tienes miedo, Serena?
—¿Por qué crees que es miedo lo que tengo?
—Porque lo siento. Algo hay en tu pasado que te ha hecho extremadamente cautelosa, algo o alguien te ha hecho mucho daño y no confías en nadie. Te encierras en ti misma y construyes un maldito muro alrededor tuyo, sólo me dejas entrar en las contadas ocasiones que logro tenerte en mis brazos.
Ella estaba sorprendida que él la conociera tanto, anonadada de que haya captado su esencia tan correctamente.
—Eres muy perceptivo.
—Sólo intento conocerte, preciosa, quiero entenderte para poder ser más paciente. A veces siento que todo lo que hago contigo no me llevará nunca a ningún lado, que todos mis esfuerzos son en vano. Y luego, cuando puedo tocarte, cuando logro besarte, siento que todo está bien. Pero esa sensación siempre se esfuma. Ahora mismo, —levantó su barbilla y le dio un ligero beso en los labios—: siento que estás conmigo, que nos pertenecemos, pero cuando salga por esa puerta, estoy seguro que sentiré otra vez el vacío se siempre.
—No sé qué decirte, no sé cómo ser de otra manera, Arturo.
—Yo no te pido que cambies, cariño. Me gustas tal cual eres, sólo deseo conocerte más, entender cuáles son tus miedos, para poder ayudarte a superarlos.
Ella suspiró.
Ojala pudiera confiar, tenía tanto sufrimiento congelado dentro de ella. Ni siquiera con sus mejores amigas pudo compartir jamás todo lo que le había pasado… ¿cómo haría para abrirse a él? Ella quería compartir su agonía, pero no podía, siempre quiso, incluso con Teresa y Anna, pero nunca pudieron salir esas palabras por su boca, y eso que en ellas confiaba ciegamente.
—No sé cómo hacerlo, Arturo. Nunca supe cómo expresar mis sentimientos, es mi naturaleza.
—Sin embargo los expresas muy bien con tu cuerpo, cariño. Esos son los únicos momentos en los que realmente siento que estás conmigo.
Ella se ruborizó.
Él sonrió, y la besó tierna y suavemente.
—Arturo, ya son más de las diez de la noche. No son horas decentes para estar en casa de una dama que está sola.
—Puedo irme y volver más tarde cuando los criados se acuesten —dijo contra su boca—. Todo depende de ti, Serena.
Ella suspiró.
—Creo que declinaré la oferta, por más tentadora que sea.
Se puso de pie.
Había vuelto a ponerse su armadura, completamente.


La fiesta de cumpleaños de Ámbar estaba resultando muy ruidosa. Los niños y niñas corrían por el patio, jugando y gritando, mientras las madres conversaban tranquilas en los sillones y sillas de la galería, observándolos.
Las amigas de Teresa, incluidas Anna y Serena, habían llevado a sus hijos de diferentes edades, había desde bebés, hasta niños de diez años.
Las madres no resultaron menos ruidosas que los niños, hablaban a la par y se reían, contando anécdotas de sus hijos o hablando sobre sus casas o sus maridos.
A Serena esos temas no le interesaban, así que se mantenía al margen, aunque escuchaba atentamente.
—¿Supieron la última novedad, señoras? —Dijo una joven regordeta llamada Serafina, hija de un amigo de los padres de Teresa—. Mabel Durante Meyer murió en Francia hace unos cuatro meses atrás, dando a luz a su hijo, ambos murieron. La noticia acaba de llegar a América, sus padres están destrozados.
Se escucharon lamentos, algunas lo sabían, otras no.
Serena no la conocía, así que se limitó a escuchar. Serafina, que era una cotilla conocida, siguió con su relato pormenorizado de lo que ocurrió.
—¿Recuerdan que se casó hace unos tres años atrás con ese conde venido a menos? Bueno, el conde es muy guapo, pero no tenía donde caerse muerto.
—No era conde en esa época, —aclaró otra—. Según cuentan, era la oveja negra de su aristocrática familia y sus padres lo exiliaron a América. Estando aquí, creo que se unió a la milicia.
Serena suspiró. El solo hecho de escuchar «Milicia» traía a su memoria un Adonis de ojos grises y cabellos de oro. Se removió en su asiento, inquieta.
—Sí, así cuentan. Y estando aquí, recibió la noticia de que su hermano mayor había muerto, para desgracia de su padre, él era el siguiente en la línea de sucesión. —Comentó otra.
—Los Durante Meyer, al enterarse de eso, y saber la situación en la que se encontraba la familia del joven, decidieron «comprar» el título de Condesa para su querida y mimada hija Mabel, que en paz descanse —comentó Serafina.
—Yo conocí muy bien al futuro conde, —contó otra—. Se hizo muy amigo de mi marido mientras vivieron aquí. Se mudaron a Francia cuando murió el padre de él y tuvo que asumir el título.
Un mozo pasó y les sirvió bebidas a todas, que de tanto hablar estaban sedientas. Serena aceptó un vaso.
—Qué triste final para Mabel, —dijo Serafina—. Ella era conocida mía, creo que nunca fue feliz con él. El único que sacó ventaja de ese matrimonio fue el desventajado conde, se quedó con la dote de ella, que era inmensa.
—¿Y cómo les comunicaron la muerte de su hija a los Durante? No me digas que les llegó una fría carta. —Preguntó una de ellas.
—No, —contestó otra—. El Conde en persona volvió hace un par de días y les dio la noticia.
—¿Cómo se llama ese bendito conde? —Preguntó otra.
—Eduardo creo, es el conde de Moreau. —Contestó Serafina.
Serena casi escupe su bebida, se puso a toser.
—¿Te pasa algo, Serena? —Preguntó Anna.
—Ehhh, no… —contestó. Se acercó a su amiga y le hizo una seña. En voz muy baja preguntó—: ¿Sabes cuál es el apellido del conde del que hablan?
—No tengo idea. ¿Por qué?
—Yo conocí a alguien de la milicia llamado Eduardo, pero dudo que sea él. Nunca me dijo que sus padres eran de la nobleza europea.
No creo, no puede ser, pensó. Es una locura, y le restó importancia al asunto.
—Teresa seguro lo sabe. Está allá, mira —señaló hacia el otro lado de la galería en "L" que rodeaba la casa—. Pregúntale a ella, conoce a medio mundo, ya sabes como es.
—Mmmm, sí. Lo haré más tarde.
Estaba anocheciendo, y los adultos empezaron a llegar.
Vio cuando Arturo llegó a la fiesta y saludó a su pequeño hijo que estaba con la niñera. Le hizo un ademán a ella con la cabeza como saludo, al verla rodeada de señoras y se dirigió a conversar con Alex, el esposo de Anna.
Al rato llegó Joselo, que se dirigió directamente hacia ella. Anna y Teresa se acercaron a saludarlo, entre abrazos, besos y muestras de cariño.
Serena aprovechó para preguntarle a Teresa:
—Tere, hoy estaban contando una historia sobre un conde que se casó con una tal Mabel, que ahora falleció en Francia. ¿Sabes cuál es su apellido?
Teresa, creyendo que se refería a la mujer, dijo:
—Mabel Durante Meyer, pobre mujer, era demasiado joven para morir.
—El apellido del conde, ¿cuál es? —Insistió Serena.
—Mmmm, no lo sé, Sere. Pero es cliente de Daniel en el banco, ayer estuvieron todo el día viendo el tema de sus inversiones aquí. Creo que lo invitó a cenar esta noche. ¿Se imaginan? Un Conde francés en mi casa.
Todos rieron, menos Serena, que cada vez estaba más nerviosa.
—Por cierto, debe ser el que está llegando, porque es la única persona en la lista de invitados que no conozco. —Continuó Teresa.
Serena miró hacia la entrada.
Un escalofrío surgió de sus entrañas y se extendió por todo su cuerpo. Sintió que le faltaba el aire y que sus piernas no podían sostenerla. Se puso pálida, sosteniéndose del brazo de Joselo.
Los ojos de Serena se cruzaron con los del recién llegado a lo lejos, él estaba evidentemente sorprendido también.
—Mercier… Cati, —fue todo lo que pudo decir Serena antes de sentir que todo daba vueltas su alrededor y desplomarse al suelo.

Continuará...

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