Serena - Capítulo 05

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Serena sintió un olor muy fuerte que casi le quema la garganta. Tosió.
—Está volviendo en sí —confirmó Teresa.
Abrió lentamente los ojos, aturdida. Estaba recostada en la cama de la habitación de invitados de la casa de Teresa. Le habían abierto la parte trasera del vestido y aflojado el corsé.
Tres pares de ojos la miraban atentamente y un frasco de sales bailaba frente a ella.
—Mmmm, —apartó las sales, se llevó la mano a la cabeza y quiso incorporarse.
—Serena, no te levantes, —dijo Arturo —digo, señora Vial.
Anna y Teresa se miraron, casi sonriendo.
—No se preocupe, doctor, no tiene que disimular frente a nosotras, —dijo Teresa—. Sabemos el tipo de relación que tienen.
Arturo suspiró aliviado.
Ambas amigas preguntaron al unísono:
—¿Cómo está?
—¿Qué le pasó? ¿Por qué se desmayó?
—Vayamos por parte, señoras. Déjenme revisarla. —Arturo, que mandó bajar su maletín del carruaje, le tomó el pulso, revisó sus ojos, le pidió que abra la boca y saque la lengua, apoyó su oído contra su pecho para escuchar su corazón, todo lo usual, muy profesionalmente—. Serena, no veo nada anormal ¿qué sentiste al desmayarte?
—No lo sé, mareo, pesadez, me fallaron las piernas.
—Pueden ser varias las razones, señoras —dijo dirigiéndose a todas—. ¿Comiste bien hoy, Serena? ¿Tomaste suficiente líquido?
—S-sí. —Contestó.
—Hay una pregunta que como médico tengo que hacerte… eh… ¿Existe la posibilidad de que estés embarazada?
—¡No, Arturo! Por Dios… —Se ruborizó totalmente.
—Lo siento, es una pregunta usual. —El alivio en la cara del médico fue evidente—. ¿Tuviste alguna impresión? ¿Te asustaste de algo?
—Ya estoy bien, en serio. No fue nada. —No quiso contestar esa pregunta.
—Me preocupas, cariño, —dijo tomando su mano y llevándosela a los labios.
Serena miró a sus dos amigas de soslayo, avergonzada y vio que ambas suspiraron tomándose de la mano y sonriendo con cara de tontas.
—No te alarmes, te aseguro que no es nada, Arturo. Me quedaré un rato a descansar aquí y luego iré a casa. Estaré bien, cualquier cosa, te mandaré llamar.
—¿Lo prometes? —Preguntó el médico, intranquilo.
—Lo prometo. —Respondió ella—. Necesito hablar un rato a solas con Anna y Teresa, si no te molesta, por favor.
—Claro, —le dio un beso en la frente y se despidió.
Apenas el médico se retiró, Serena casi saltó de la cama.
—Manda a buscar a Cati y la niñera, por favor, Teresa —dijo desesperada—. Nos vamos.
—¿Qué pasa, Sere? —Preguntó Anna—. Estás muy extraña.
El labio inferior de Serena empezó a temblar y sus ojos brillaron por las lágrimas contenidas. Al ver que su desesperación volvía, se sentó en la cama para tranquilizarse, no podía desmayarse de nuevo. Tenía que ser fuerte, por Cati.
—Sere, tranquilízate. ¿Qué es lo que te ocurre? —Teresa estaba preocupada.
—Chicas, la peor de mis pesadillas se hizo realidad. —Y como preguntándose a sí misma, dijo—: ¿Qué voy a hacer, Dios mío?
Sus amigas se sentaron una a cada lado de Serena, una la abrazó y la otra tomó su mano.
—Cuéntanos, cariño —dijo Anna preocupada.
Ya no pudo aguantar más, sollozando desesperada, les dijo:
—Amigas, el padre de Cati está aquí, en tu casa, Tere. —Hundió la cara en el hombro de una de ellas y rompió en llanto.
Lloró todas las lágrimas que contuvo durante tantos años, con llanto reprimido y desesperado, mientras sus amigas trataban de tranquilizarla suavemente.
De pronto, ambas comprendieron quién era el misterioso padre de Cati. No había duda alguna. No necesitaron que se lo confirmara.
Apenas se tranquilizó, volvió a hacerse la misma pregunta:
—¿Qué voy a hacer? —Gimió —¿Qué voy a hacer, Dios mío?
—Cariño, —dijo Anna—. No necesitas decidirlo ahora. Tranquilízate y medítalo. Mañana verás las cosas más claramente.
—S-sí, necesito irme ahora, Tere. Busca a Cati y a la niñera, por favor.
Teresa se levantó a buscarlas y Anna la abrazó. Era todo lo que necesitaba ahora. Saber que no estaba sola, saberse apoyada y contenida.
—Iremos a tu casa mañana, cariño. ¡Necesitas desahogarte, por Dios Santo! Demasiados años guardaste todo esto tú sola, no me sorprende que te hayas desmayado de la impresión. Tendremos una larga sesión, aunque nos lleve todo el día. Verás que te sentirás mejor.
—Gracias, amiga —dijo, suspirando los últimos vestigios de su llanto.


Esa noche, en la intimidad de su habitación, no podía dormir.
Pensaba en él, en Eduardo, a sólo unos metros de distancia de ella. Él la había visto, ella pudo visualizar su expresión de sorpresa antes de desmayarse.
¡Dios Santo! Estaba tan guapo. Tal cual lo recordaba, con esos ojazos grises, ese cabello color del oro, su porte tan elegante y esas facciones tan delicadas, tan bellas para pertenecer a un hombre.
Hundió su cara en la almohada, y por fin, después de mucho tiempo, se permitió a sí misma recordar, con lujo de detalles, lo que había pasado tres años atrás:

Serena estaba en la parroquia, cuando escucharon las trompetas y los tambores característicos de un desfile. La milicia se estaba presentando al pueblo, ya que usarían uno de los destacamentos militares existentes en la zona para sus prácticas durante un mes.
Los niños a quienes estaba enseñando catecismo empezaron a agitarse, querían ver el desfile, entonces reunió a todos en dos grupos y junto con otra voluntaria y el permiso del párroco, caminaron hasta la calle principal para observarlo.
Allí lo vio por primera vez, en su impecable uniforme militar.
Destacaba entre todos los otros soldados por su porte y su belleza. Él también la vio, y a pesar de tener que mantener la vista al frente, fue volteando suavemente la cabeza para seguirla con la mirada a medida que avanzaba.
Ella sonrió tímidamente, no podía dejar de mirarlo, esos enormes ojos grises claros, casi transparentes, la hipnotizaron. Nunca en su vida había visto un joven tan hermoso como él y jamás había sentido sensaciones tan perturbadoras con solo observar a un hombre. El corazón de Serena latió descontroladamente desde que lo vio hasta que se perdió entre un mar de gorras militares al final de la calle.
Serena suspiró, pensó que, aunque nunca más volviera a verlo, esa mirada profunda la perseguiría toda la vida.
Esos días estaba más susceptible que nunca. Se sentía muy sola, había cumplido veintiún años y su vida se le antojaba vacía y sin sentido. Anna hacía más de un año que se había casado y vivía en la capital, incluso las visitas de Teresa se hacían cada vez más espaciadas, ella también tenía sus actividades, su prometido, su vida encaminada. Sus hermanos estudiaban en la capital y los veía muy poco. Dudaba que Joselo, su hermano preferido, alguna vez decidiera volver a vivir en la hacienda, también él estaba haciendo su vida lejos de ella. Estaba sola, y desesperada.
Vislumbraba su futuro cuidando a sus padres, solterona y siendo una carga para ellos. Todos los jóvenes casaderos de la zona huían a la capital apenas terminaban de instruirse, para continuar sus estudios superiores allí. ¿Qué marido podía conseguir? ¿Qué futuro había para una joven soltera en un remoto pueblo del interior del país? Ninguno.
Con esos pensamientos y esa carga emocional vivió todos y cada uno de los días desde que Anna, su amiga y compañera de juegos desde la niñez, decidió instalarse en la capital también.
Dos días después del desfile, fue al correo a buscar un lote de libros que habían llegado para la biblioteca de la parroquia. Eran más de los que había imaginado, y se tambaleaba por la calle para poder cargarlos todos, cuando escuchó una profunda y melodiosa voz preguntar detrás de ella:
—¿Puedo ayudarla, señorita?
Serena se asustó, la caja con los libros se deslizó de entre sus brazos y fue a parar al suelo.
—Ohhh, Dios —dijo con el ceño fruncido, arrodillándose para recoger los libros.
Él también se arrodilló frente a ella y sus ojos se encontraron.
¡Era él! El corazón de Serena amenazaba con salírsele del pecho, sólo con mirar esos profundos ojos claros.
—Permítame ayudarla, señorita, fui el causante de éste desastre, no creí que fuera a asustarla, discúlpeme.
Con eficiencia, él recogió todos los libros y se puso de pie.
—La sigo, —dijo el apuesto soldado.
Una vez en la parroquia, lo llevó hasta la biblioteca y le indicó donde podía apoyar los libros.
—Muchas gracias sargento… eh…
—Mercier, Eduardo Mercier para servirla, ¿señorita…?
—Serena Ruthia. —Y le ofreció su mano.
Él la tomó entre la suya y apoyó los labios en sus nudillos.
Serena se estremeció, él lo sintió y sonrió.
—No tenía idea de que en un pueblo tan alejado podían existir jóvenes tan bellas como usted, señorita Ruthia. Discúlpeme el atrevimiento, pero desde que la vi en el desfile la he estado buscando.
Sorprendida, Serena retiró su mano y contestó:
—¿Buscándome, no lo dirá en serio?
—Palabra de soldado, —dijo levantando la palma como juramento—. Pregunté por la joven de ojos azules y cabello del color del trigo maduro más bella de la zona y todos coincidieron en que la encontraría en la parroquia, estaba viniendo hacia aquí cuando la vi salir del correo.
Una bandada de niños entró corriendo en ese momento, interrumpiéndolos, para ubicarse en las mesas de la biblioteca, que también se usaba como aula de catecismo.
—Oh, disculpe, sargento Mercier —dijo Serena fastidiada por la interrupción, pero sin demostrarlo—. La clase está por empezar.
—¿Me permitiría acompañarla a su casa cuando termine la clase, señorita Ruthia? Sería un placer para mí escoltarla.
Ella sonrió, asintiendo, y con una inclinación de la cabeza a modo de saludo, el sargento se retiró educadamente.
Nunca en su vida una clase con los niños había resultado tan larga y tediosa para ella como ese día, pero se vio recompensada, cuando al retirarse, lo encontró esperándola, recostado contra los balaustres que protegían el asta donde se izaba la bandera.
Le sonrió ¡Dios, tenía una sonrisa magnífica!, ella se la devolvió tímidamente.
La ayudó a subir al caballo y él hizo lo mismo.
Ninguno de los dos tenía apuro, así que llevaron a los caballos a paso lento por el camino, uno al lado del otro, conversando, conociéndose.
Se despidieron al llegar a la hacienda, prometiendo volver a encontrarse.
Como nunca, ella buscó actividades para realizar en la parroquia todos los días en los horarios que él le dijo que tenía libre. Y él todos los días la esperaba para escoltarla a su casa de vuelta.
Una de las tardes, al ser domingo, coincidieron en la misa, y Serena le presentó a sus padres, quienes educadamente lo invitaron a almorzar en la hacienda.
Eduardo alagó fervientemente los jardines de la madre de Serena, y ella, henchida de orgullo, urgió a Serena a que se los mostrara.
Estaban recorriendo los jardines, hasta que llegaron a la glorieta .
—¡Esto es maravilloso! Parece el paraíso terrenal, —dijo Eduardo.
Serena sonrió. Estaba deslumbrada por la educación del sargento, no parecía un soldado. Era un caballero, su conversación era interesante, su andar era la de un felino, sus ojos la cautivaban, su voz la derretía.
—Mi madre está muy orgullosa de sus jardines, les dedica mucho tiempo y esfuerzo. Creo que acaba de ganársela, sólo por el hecho de haber alabado su obra, sargento Mercier.
El sargento giró frente a ella y la miró a los ojos.
—Me gustaría si pudieras llamarme Eduardo.
—Eh… creo que… —Serena balbuceó.
—También me gustaría poder llamarte Serena —dijo suavemente, acercándose a ella—. Serena, —repitió—, ese nombre fue hecho para ti. Transmites paz y bondad, igual que tú ¿sabías?
Serena se ruborizó y bajó la vista. No sabía que contestar a eso.
Él levantó su barbilla con la mano.
—Debes permitirme que te tutee, Serena. Necesitamos más familiaridad para llevar a cabo lo que muero de ganas de hacer desde el primer día que te vi.
—¿Y eso que es? —Preguntó tímidamente.
Y sin mediar palabras, él la besó.

Continuará...

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