Serena - Capítulo 08

sábado, 29 de enero de 2011

¿Por qué tenía que ser tan intuitivo?
¿Por qué simplemente no se dejaba llevar por el momento?
Serena suspiró.
Él se acomodó de costado, para no aplastarla, y la retuvo en sus brazos, muy cerca.
—A éste paso, la situación puede escaparse de nuestras manos, preciosa. Yo no quiero simplemente una rápida unión en el sofá de la sala antes de cenar, a las apuradas. Quiero tenerte desnuda en mis brazos, contemplarte, recorrer cada parte de tu cuerpo con mis labios, hacerte vibrar. Quiero todo de ti… ¿lo entiendes?
—Ohhh… ¿Desnuda? —¡Santo cielo! ¿Había hecho la pregunta en voz alta? No podía parecer más tonta e ingenua.
Él sonrió.
—¿Nunca te desnudaste ante un hombre, Serena? —Ella negó con la cabeza. A él no le sorprendió la respuesta—. Me alegro, cariño, tendré el placer de ser el primero en verte, pero… ¿cómo te quedaste embarazada? ¿Fue un rápido apareamiento furtivo en la despensa de tu casa o qué?
Ella se puso roja de la vergüenza.
Él se dio cuenta de que si no había acertado, estaba muy cerca de la verdad.
—Estuve casada, Arturo… ¿por qué dices eso?
—Serena, soy una persona muy comprensiva y paciente, pero no me tomes por tonto. —Se incorporó un poco, sosteniendo su cabeza con una mano y el codo sobre el sofá, la miró fijamente—. Yo conocía a tu marido, era su médico ¿recuerdas? Él nunca pudo haberte tocado.
Ella lo tomó de las solapas de su traje y hundió la cara en su torso, avergonzada.
—Lo sabías —Dijo contra su pecho, fue más una afirmación que una pregunta.
—Siempre lo supe, cariño, ya sabía que estabas esperando un bebé antes de casarte, me preguntaste si una mujer embarazada podía cuidar a Teresa cuando enfermó de sarampión, ¿recuerdas? Y Cati nació seis meses después de tu boda —Le acarició suavemente el pelo—. No te avergüences, no estoy juzgándote. Todo lo contrario, siempre admiré tu valor y todo lo que tuviste que haber pasado, aunque nunca me lo hayas contado. Espero que algún día confíes en mí como para hacerlo.
—Yo… yo confío en ti, Arturo.
—No lo suficiente todavía, me gustaría…
Tocaron a la puerta, anunciando la cena.
Ella suspiró y se incorporó.
—Ya vamos, Almada, —dijo asustada.
—Continuaremos esta conversación, cariño. —Aseguró él, y le dio un breve pero apasionado beso en los labios, levantándose luego del sofá y ayudándola a incorporarse.
Joselo había llegado y los esperaba en el comedor.
—Hola querido hermano, —saludó Serena—. El doctor Vega cenará con nosotros. Ha venido a ver como estaba.
—Hola hermanita, —respondió Joselo y le dio un beso en la mejilla—. Doctor Vega, un placer verlo. —Se dieron un fuerte apretón de manos.
—Por favor, puede llamarme Arturo. Estoy un poco cansado que todo el mundo sea tan formal conmigo.
—Será un placer, Arturo. Mis amigos me llaman Joselo.
La cena se llevó a cabo sin contratiempos. Conversación ligera, un buen vino, anécdotas divertidas y también temas más serios.
Joselo enarcó las cejas varias veces durante la cena, al ver la camaradería e intimidad con que se trataban Arturo y Serena.
¿En qué momento había ocurrido eso que él no se había dado cuenta? Tenía que hablar con su hermana al respecto, luego.
Le gustaba el doctor, era un buen hombre, pero Serena, a pesar de lo que ella creyera, era demasiado inocente y crédula, y el médico era bastante mayor para ella. No quería que vuelva a cometer los mismos errores del pasado. Ya no había un "Sebastián Vial" que la salve del escándalo esta vez.
Apenas se levantaron de la mesa, Arturo dijo:
—Prometí a "la peque" que iría a darle las buenas noches antes de irme, Serena. ¿Crees que ya estará acostada?
—Sí, es su horario. —respondió ella—. Te acompañaré.
—Con tu permiso, Joselo —dijo Arturo educadamente.
—Adelante. —Joselo frunció el ceño: "la peque". Más intimidades—. Yo estaré en mi despacho, Serena. Me gustaría hablar contigo más tarde.
—Sí, hermano. —Respondió ella, avanzando hacia las escaleras.
—Mmmm, ¿crees que quiera darme un sermón? —Preguntó Serena sonriendo pícaramente mientras subían.
—Es lo más probable. Creo que lo sorprendimos, —contestó Arturo, visiblemente contento de que Serena no haya mantenido la farsa de la conversación educada y formal frente a su hermano—. ¿Te gustaría que hable con él?
Ella se paró en el rellano de las escaleras y lo miró. Él estaba un escalón más abajo. Sus ojos estaban a la misma altura.
—¿Sobre qué? —Preguntó asustada.
—Sobre tu y yo, sobre mis intenciones para contigo.
—No soy una niña, Joselo. No necesito que libres mis batallas.
—Preciosa, ésta no es tu batalla, es la nuestra. —Se acercó y le dio un ligero beso en los labios—. Y es lo que corresponde, él es quién está a cargo de esta casa. Tengo que pedirle permiso para cortejarte abiertamente, tiene que saber que mis intenciones son honorables.
—Es ridículo. Soy una mujer adulta, una viuda con una hija, ¡no necesito permiso de mi hermano! —Dio media vuelta y malhumorada, subió el resto de los escalones casi corriendo.
Él sonrió.


—¿Querías hablar conmigo, hermano?
—Sí, Serena. Siéntate. ¿Ya se retiró el doctor?
—Acaba de irse, luego de despedirse de Cati, dejó saludos para ti y agradecimientos por la cena.
—Bien. Iré al grano, hermanita. No quiero ser entrometido, pero me preocupas. ¿Puedes explicarme qué es lo que hay entre ustedes? ¿Qué es toda esa familiaridad con la que te trató en la cena?
—Antes que nada quiero que sepas que él hace mucho tiempo quiere hablar contigo al respecto, pero yo no dejo que lo haga. Él quiere cortejarme, Joselo, quiere hacer las cosas correctamente —Serena se ruborizó—. ¡Ay, hermano! Yo no sé lo que siento por él. Me gusta, es un hombre increíble, bueno, honorable. Pero ya me conoces, yo… yo ya no puedo confiar en nadie, es como si hubiera quedado vacía de sentimientos, totalmente seca.
Joselo dio la vuelta a su escritorio, se arrodilló ante ella y le tomó las manos entre las suyas.
—Bueno, me alegra saber que sus intenciones son honorables. —El alivio de Joselo era evidente—. Eso me tranquiliza, es todo lo que necesitaba saber. Me gusta el doctor Vega. Dale una oportunidad, Serena. Tienes mi aprobación.
—Ahora no puedo, Joselo. ¿Sabes por qué me desmayé ayer? —Hablar con sus amigas hizo que ahora la confesión a su hermano fuera más fácil. Tenía que contárselo.
Se sentaron en el sofá del despacho y lo hizo. Le contó a grandes rasgos cómo conoció a Eduardo, la relación que tuvieron, su desaparición posterior, la historia que se había enterado sobre su boda y su viudez, el encuentro de ayer y la conversación que tuvo con Daniel.
—¡Dios Santo, hermanita! Con razón te desmayaste de la impresión.
—No sé qué hacer, Joselo. Si él llega a enterarse de la existencia de Cati, tendré que decirle la verdad. No por mi ni por él, sino por Cati. Ella merece conocer a su padre, yo no tengo ningún derecho a privarle de eso.
—Es él quien no tiene ningún derecho sobre ella, Serena —dijo Joselo evidentemente molesto—. Sebastián es su padre legal. Yo soy su tutor, y no voy a permitir que ese desgraciado irresponsable se acerque a ella ni a dos metros. No tiene forma de probar su paternidad ni modo alguno de reclamarla.
—Lo sé, Joselo… pero no es una cuestión legal. Estamos hablando de su identidad. Él es su verdadero padre, y Cati merece saberlo algún día.
—Tú lo has dicho: "Algún día". Cuando sea mayor, cuando pueda discernir lo bueno de lo malo y las implicaciones que todo esto puede acarrear. Mientras tanto, somos nosotros quienes decidiremos por ella.
—¿Y si Cati cuando sea grande me culpa por separarla de su verdadero padre? ¿Por no permitirle que forme parte de su vida?
—Ella entenderá que hicimos lo que era correcto, Serena. No podemos someter a nuestra familia a semejante escándalo. Sebastián fue y será siempre el padre de Cati. Esa decisión se tomó debido a que este "supuesto conde" no asumió las consecuencias de sus actos irresponsables. No merece llamarse "de la nobleza". Su actuación no fue la de un caballero.
—Él nunca lo supo, Joselo.
—Pues debería haberse quedado a confirmarlo antes de desparecer y hacer su vida al margen de tu desgracia. Un caballero no toma la inocencia de una jovencita crédula y la deja tirada a su suerte. Puedes echarme toda la culpa a mí, pero ese hombre no pisará nunca nuestra casa. ¿Lo entendiste? No voy a permitirlo, Serena.
—Sí, hermano. —Contestó Serena, aunque no estaba muy convencida de la decisión.


Las tres amigas fueron al parque a pasar la tarde. Las niñas corrían y jugaban entre ellas, felices, bajo las atentas miradas de sus madres y niñeras, que corrían tras de ellas para evitar que se caigan.
Estaban sentadas en un banco, conversando para variar.
Ya habían pasado dos semanas desde que Serena vio a Eduardo, y no supo de él. No se presentó ni dio señales de vida.
Teresa podía saber algo, ya que Daniel atendía sus negocios en el banco, pero no le dijo nada ni ella tampoco preguntó. No se hablaba del tema.
Serena estaba más tranquila.
—¿Qué tal tu relación con Arturo, Sere? —Preguntó Anna.
—Igual que siempre. Nos vemos muy poco, máximo dos veces por semana, a veces solo una vez. Es demasiado paciente, creo que en cualquier momento se cansará de mí.
—Y tú… ¿cómo te sientes visualizando eso? —Quiso saber Teresa.
—No lo sé, nunca me lo he cuestionado. —Serena se quedó pensativa.
—¿Dónde pasarán la semana santa, chicas? —Anna cambió de tema.
—Contigo en "La esperanza" —Dijo Teresa riéndose a carcajadas, porque todavía no había sido invitada.
Todas rieron de su ocurrencia.
—Joselo, Cati y yo también iremos, nuestros padres no nos perdonarán si pasamos otra Pascua lejos. Vamos tan poco a visitarlos, que siempre nos reclaman —dijo Serena.
—¡Maravilloso! Estaremos todos juntos. —Anna se quedó pensando y continuó—: Sere, ¿puedo invitar a Arturo? Sería una buena compañía para ti. Todavía hay tiempo para que pueda organizar la clínica y sus pacientes.
Serena frunció el ceño.
—Sere, piénsalo —dijo Teresa, al ver que dudaba—. Sería un buen momento para conocerlo mejor, estar varios días en su compañía, para variar.
Serena sonrió. Era evidente lo que sus amigas querían lograr.
—Si me autorizas, yo misma lo invitaré, Anna. Pero tendrá que quedarse en tu casa, la casa de mis padres estará llena. Mi hermano mayor seguro irá con su señora y sus hijos también.
—¡Por supuesto! En "La esperanza" hay lugar de sobra. —Contestó Anna.
Y se pusieron a organizar el viaje, contentas de tener la posibilidad de pasar cinco días juntas en un lugar que les traía tan hermosos recuerdos de su niñez y adolescencia.
De repente, una sombra se cernió sobre ellas. Las tres levantaron la vista.
—Buenas tardes, señoras. Un placer saludarlas.
Serena se quedó pálida.
Eduardo estaba frente a ellas.
Continuará...

Serena - Capítulo 07

miércoles, 19 de enero de 2011

De vuelta a la realidad, Anna y Teresa no le dieron tregua.
Al día siguiente, apenas se levantó, bastante tarde, ya que había dormido recién al amanecer, las encontró en su casa.
Las tres se sacaron los zapatos y subieron de nuevo a la cama, como si fueran unas niñas que tenían que compartir secretos importantes.
—Hay cosas que nunca cambian, —Serena sonrió.
—Veo que estás mejor, cariño —dijo Anna.
—Me siento mejor, anoche luego de mucho tiempo, me permití rememorar todo lo que ocurrió hace tres años, por primera vez. No sé que voy a hacer, chicas. Pensé que nunca más lo vería, nunca más supe nada de él. Yo no sabía esta historia que contaron ayer. No tenía idea que era conde.
—Bueno, tengo entendido que fue una situación posterior al momento que se conocieron, su padre murió hace dos años —dijo Teresa.
—De todas formas, nunca me contó que sus padres pertenecían a la nobleza francesa. —Serena suspiró.
—Sere, ¿cómo lo conociste? —Preguntó Teresa.
—Es difícil para mí hablar de esto, amigas. —Serena se pasó las manos por la cara, ocultándose.
—Pero te hará bien, cariño —respondió Anna—. Demasiado tiempo guardaste este sufrimiento dentro de ti. Ya sabes, La amistad duplica nuestras alegrías y divide nuestra tristeza, sabes que puedes confiar en nosotras.
—Lo sé, amigas. Y si no les conté antes no fue porque no confiara en ustedes. Fue porque era demasiado doloroso para mí recordar. Y porque sentía que había hecho todo mal en mi vida, sentía vergüenza de mí misma.
—Nunca te avergüences frente a nosotras, Sere, —dijo Teresa. —Jamás te juzgaremos. Cuéntanos que pasó.
Serena les contó la historia detalladamente, sin ahondar en las partes íntimas. Por momentos sentía ganas de llorar, pero se reprimía. Cuando llegó a la parte donde él desapareció, no pudo soportar y rompió en llantos.
Eso era lo que sus amigas querían, que se desahogue. Era exactamente lo que necesitaba para sentirse mejor y enfrentar los problemas que vendrían una vez que Eduardo se enterase de su paternidad.
—Pero esa no fue la última vez que lo vi, —Serena estaba terminando su relato, sollozando todavía—. ¿Recuerdas, Teresa, cuando estábamos en el cumpleaños de María Rosa, unos días antes de tu cumpleaños hace casi tres años y me dijiste que había un hombre observándonos?
—Lo recuerdo, —contestó Teresa y abrió los ojos como plato—. ¡Oh, Dios, era él! Estaba con Mabel Durante Meyer, se acababan de comprometer en matrimonio. Recuerdo que te quedaste pálida cuando lo viste y huiste a la terraza.
—Sí, esa fue la última vez que lo vi.
—Es un desgraciado, —dijo Anna malhumorada—. No merece tener una hija como Cati.
—Pero es su hija, Anna. Yo no tengo ningún derecho a evitar que se conozcan. Cati tiene derecho a saber que su padre está vivo.
—Si es que le interesa conocerla, Sere. No veo por qué, después de lo que te hizo, tengas que ir a tocar a su puerta y anunciárselo. Los hombres como él no merecen ninguna consideración —dijo Anna de nuevo.
—Oh, no. Yo no moveré un dedo para decírselo, chicas —anunció Serena—. Pero si se da el caso, tendré que hacerlo. Por Cati, no por él.
Sus amigas asintieron. Serena continuó:
—A la vista del mundo entero, Cati es hija de Sebastián Vial. Y Joselo es más padre de Cati que cualquiera. A mi criterio, el padre no es aquel que engendra un hijo, sino el que lo cuida y lo cría. Pero no sabemos qué pensará Cati sobre esto cuando sea mayor, ella tiene derecho a saber la verdad.
—No tiene por qué saberlo ahora, Sere —dijo Anna—. Espera a que sea mayor para contárselo. Imagínate el escándalo que sería que todo esto salga a la luz.
—No quiero ni imaginármelo, —dijo Serena—. ¿Y si Eduardo aparece? ¿Y si sospecha que Cati puede ser su hija?
—¿Por qué abrir el paraguas antes de que llueva? —Contestó Anna—. Espera a ver qué ocurre. Llegado el caso sabrás lo que tienes que hacer.
Serena suspiró.
Teresa la atrajo hacia ella, estaba inusualmente muy callada. Apoyó la cabeza de Serena sobre su pecho, confortándola en silencio, acostadas en la cama.
—Quiero desaparecer, —susurró Serena.
Anna la abrazó por la espalda, pero al instante, se incorporó, diciendo:
—¡Tengo una idea! —Las otras dos la miraron interrogantes—. Vayamos unos días a La Esperanza, las tres, con las niñas y las niñeras. A descansar, a relajarnos, a pensar. Nos hará bien a todas.
—Estaríamos huyendo, Anna —Dijo Teresa.
—Yo no lo veo así. —Contestó Anna—. Estaríamos retirándonos a pensar.
—Él la seguirá. —Anunció Teresa.
Las otras dos se incorporaron, mirándola interrogantes.
—¿Por qué lo dices? —Preguntó Serena.
—Porque Daniel me contó que te vio. Luego que Arturo volvió a la fiesta y comentó que estabas bien, el conde se acercó a Daniel y estuvo preguntándole por ti, fue muy insistente. Al comienzo Dani pensó que estaba interesado en conocerte, y como buen celestino, le habló maravillas de ti, le contó de la fundación y todo lo que haces con los niños. Luego se dio cuenta, por sus comentarios, que ya se conocían, y trató de cambiar de tema, no quería decir nada fuera de lugar. Pero el conde volvió a insistir, quería saber incluso donde vivías.
—Ohhh, —Serena se llevó las manos a la boca—. ¿Sabe que soy viuda? ¿Sabe de Cati?
—Sabe que eres viuda, pero Dani no le dijo nada de Cati.
Serena se hundió en la cama boca abajo y escondió la cabeza debajo de la almohada, como si fuera una niña.
—Aaayyy, chicas —dijo con sonidos guturales.
Tocaron a la puerta.
Era la criada anunciando que el almuerzo estaba listo.
Pasaron antes por el cuarto de Cati, para ver cómo estaban las niñas. Ya habían almorzado y estaban haciendo la siesta. Las tres miraron a sus hijas, durmiendo juntas en la cama de Cati, casi una encima de la otra, y sonrieron. Era como si la historia se repitiera.
Estuvieron juntas gran parte de la tarde, las niñas despertaron y las tres se sentaron en la galería para verlas jugar en el patio.
Anna y Teresa estaban preparándose para partir, cuando el mayordomo anunció:
—Señora, tiene visita.
El corazón de Serena casi salió de su pecho.
—¿Qu-quién es? —Preguntó.
—El doctor Vega, señora.
El alivio de Serena fue patente.
—Hágalo pasar, Almada. —Y mirando a sus amigas, dijo—: Otro tema que no sé cómo resolverlo.
—Apóyate en él, cariño —dijo Anna—. Se nota que está loco por ti.
Serena suspiró.
Arturo llegó a la galería y saludó a las tres damas.
—¿Cómo está mi paciente? —Preguntó.
—¿Cuál de ellas? —Dijo Teresa en broma—. Aquí tiene seis pacientes, doctor.
Todos rieron.
Cati vio a Arturo y vino corriendo a saludarlo, prendiéndose de su pierna.
—¡Hola peque! —Dijo Arturo, y la levantó en brazos.
La niña rodeó el cuello del doctor y apoyó la cabecita en su hombro. Él acarició dulcemente su pelo. Cati lo adoraba. Él era muy cariñoso y juguetón con ella.
Serena los miró y casi lagrimea de la emoción.
—Bueno, nosotras ya nos estábamos yendo —anunció Anna—. Me alegro de dejar a nuestra querida amiga en sus manos, doctor Vega.
Serena enarcó una ceja, por lo que eso implicaba.
—Creo, —dijo Teresa—. Que a raíz de las circunstancias, deberíamos dejar de ser tan formales entre nosotros, doctor. Me gustaría que de ahora en más me llame Teresa.
—Es un honor para mí, Teresa… —respondió el doctor, y mirando a Anna, dijo—: Y Anna. Por favor, llámenme Arturo.
Todas sonrieron complacidas y se despidieron.
Serena acompañó a sus amigas a la puerta.
Al volver, vio a Arturo sentado en la hamaca de la galería con Cati en su regazo, le estaba cantando y haciéndola saltar sobre las rodillas. Ella reía a carcajadas.
Él le hizo señas para que se sentara al lado de ellos. Ella lo hizo, sonriendo, y él tomó su mano y le dio un beso a sus nudillos, mirándola a los ojos.
—Bueno, señorita, —dijo Serena dirigiéndose a su hija—. Es hora de tu baño.
—Acua, tío —dijo Cati.
—Después de que te bañes y cenes, el tío Arturo irá a darte las buenas noches, ¿sí, peque? —Prometió él.
Cati accedió y la niñera se la llevó.
—¿Te quedarás a cenar, Arturo? —Preguntó Serena.
—Estaré encantado —contestó el doctor—. Aunque yo sólo venía para ver cómo estabas, no quiero que te sientas en el compromiso de invitarme si no lo deseas.
—Siempre es un placer tu compañía.
Él miró a los costados, y al no ver a nadie, se acercó a ella, le dio un ligero beso y dijo contra sus labios:
—Eso espero, preciosa. Para mí definitivamente lo es. —Se alejó un poco—. Pero dime, ¿cómo te sentiste hoy? ¿Ya no te mareaste?
—No, mi querido doctor, estoy perfectamente bien —contestó sonriendo—. ¿Te gustaría pasar a la sala? Sólo estábamos aquí en la galería por las niñas, pero hace bastante calor.
Serena dio órdenes de que incluyan un plato más en la mesa y se dirigieron a la sala.
Apenas entraron y cerraron la puerta, él la tomó en sus brazos desde atrás, apoyándola contra su torso. Presionó la boca en su cuello y la besó. Luego besó la piel del hombro que quedaba al descubierto.
Serena se derritió en sus brazos.
Necesitaba su compañía esta noche, su apoyo, su calor. Necesitaba más que nada su amistad, sentirse segura en sus brazos. Sabía que lo estaba utilizando, sabía que no estaba bien, pero lo necesitaba.
Se giró suavemente e introdujo sus manos dentro de su chaqueta, lo abrazó muy fuerte y apoyó la mejilla en su pecho, acariciándole la espalda sobre la suave camisa. Podía sentir sus músculos tensos.
El volteó un poco y llaveó la puerta antes de besarla.
Los labios de ella expresaban mucho más que un simple beso esa noche. Sentía en ella una urgencia fuera de lo común. Fuera lo que fuese lo que ocurría, hacía que su confusión se transformase en fiebre.
La besó, primero con dulzura, como si nunca se hubiesen besado, para llevarla luego a lugares más oscuros y peligrosos. Ella se dejó arrastrar por ese remolino de sensaciones, sin darse cuenta de que sus piernas casi habían cedido hasta que la levantó en sus brazos para llevarla hasta el sofá.
La recostó y se acomodó sobre ella. Se sintió maravillosamente bien encerrada entre sus brazos. Sus dedos se movieron hacia su suave cabello, deleitándose con la cálida suavidad. Sus labios eran suaves contra los más firmes de él, moviéndose sensualmente en respuesta. Un maravilloso sabor se mezcló con el suyo.
Sus manos se movieron firmemente por la espalda de él y por sus redondeadas nalgas, presionándolo contra ella. Arturo sentía como si estuviese intentando consumirlo completamente. Su lengua danzaba en la exploración con la de él, cuando este retrocedió y la miró escudriñándola como si fuera a decir algo importante.
—¿Te pasa algo, cariño?
—¿Por qué lo dices?
—Nunca te había sentido tan ansiosa. ¿Tiene esto algo que ver con tu desmayo de ayer?
Continuará...

Serena - Capítulo 06

jueves, 6 de enero de 2011

Fue solo un ligero roce de labios, tentativo, pero Serena se derritió.
Al ver que ella no se apartaba, él acercó más su cuerpo al de Serena, y presionó sus labios contra los de ella, que estaban tensos.
Serena gimió.
Él la miró, estaban tan juntos, que ella podía sentir el calor que emanaba del cuerpo de Eduardo. Al notar su tímida respuesta, él preguntó muy cerca de sus labios:
—¿Nunca antes te habían besado, dulce Serena?
—N-no. —Respondió, ruborizándose.
—Me alegro de ser el primero. Me encantaría enseñarte, me fascina el rubor que sube a tu rostro, tu inocencia. ¿Me permitirás ser tu maestro?
—Ohh, sarge… Eduardo.
—Qué hermoso oír mi nombre en tus labios —dijo él, tomándola de la mano y llevándola hasta el cenador  a un costado de la glorieta.
Se sentaron y él tomó sus manos entre las suyas, llevándolas a la boca y besándole los nudillos, uno a uno. Ella lo miraba fascinada. No podía creer que un hombre como él, tan dulce, tan masculino y hermoso, tan mundano y experimentado, pudiera estar interesado en ella.
Llevó las manos de ella hasta su torso, y los apoyó allí con las palmas abiertas. Serena podía sentir los latidos apresurados de su corazón, la deliciosa dureza de su pecho.
Los grises ojos de Serena se abrieron como platos y sus mejillas adquirieron un profundo tono rosado. Santo Dios, le estaba costando tanto fingir no verse afectada por él, y no tenía ni idea de cuán maravillosamente estaba fracasando.
Una mano bajó a su cintura y la otra se posicionó en su nuca, acercándola a él, de nuevo a sus labios, besándola otra vez.
—Relaja tus labios, dulce Serena, —dijo contra su boca.
Se sentía tan bien, que ella no solo relajó sus labios, sino que se apoyó en él como una gatita mimosa. Los labios de Eduardo resultaron inesperadamente dulces. Y ¡móviles! No fue un beso estático, el único tipo de beso que creyó que existía. Sus labios se movieron sobre los de ella, tentándola y confundiéndola.
Él le rodeó los hombros con un brazo mientras la acariciaba con dulzura. Su otra mano le sostenía la barbilla mientras proseguía con la lenta exploración de su boca. Ella se estremeció cuando sintió el roce de la lengua contra sus labios. Estaba tan confundida por la mera noción de que las lenguas pudieran tomar parte en un beso y tan inmersa en tan extraña y húmeda sensación, que al principio no se percató de qué era lo que Eduardo quería hacer.
Cuando finalmente cayó en la cuenta de que la lengua de él estaba intentando abrirse paso entre sus labios y la mano intentaba relajarle la mandíbula, tomó aire asustada y, al hacerlo, separó los labios sin darse cuenta. Un instante después, la lengua de Eduardo estaba dentro, dentro de su boca.
Serena jamás había experimentado nada igual en toda su vida. Todo su cuerpo se estremeció y tembló, cada centímetro de su piel se ruborizó. Debería apartarlo, se merecía una bofetada por su osadía, pero, Dios la perdonara, no quería que parase.
Era excitante.
Su cuerpo parecía estar vivo de una manera totalmente nueva, de una forma tan irreconocible que durante un instante se sintió como una extraña en la piel de otra persona. Alguien desinhibido y carnal, sexual y desenfrenado. Así que eso era la pasión. Esa era la excitación de la que sus amigas tanto hablaban.
Recordar las palabras de sus amigas hizo que se asustara un tanto por lo que le estaba aconteciendo. Lo apartó con tanta fuerza que Eduardo casi perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al suelo del cenador. Serena se llevó la mano a la boca, horrorizada por lo que había permitido que ocurriera.
—Ohhh, sargento Mercier, esto es… yo no sé…
Él se recuperó rápidamente y no permitió que ella se arrepintiera.
—Eduardo. Me llamo Eduardo, Serena. Repítelo. —Ordenó él.
—Eduardo… —dijo suavemente.
—Así me gusta. —Sonrió complacido, acercándose de nuevo a ella, pasándole los dedos por su mejilla—. No te asustes, mi dulce. Esto es normal entre un hombre y una mujer que se desean. No tengas miedo.
—Tú… ¿tú me deseas? —Preguntó anonadada.
—Oh, sí. Te deseo desesperadamente, Serena.


Ese fue el gran error que Serena cometió.
En su inocencia, pensó que el deseo y el amor eran lo mismo, que caminaban juntos de la mano. Que formaban un todo indestructible.
¡Él la amaba!
Y se lo demostraba a diario. Apenas terminaba sus actividades en la base militar, la buscaba. Daban largos paseos por el campo antes de acompañarla a su casa. Caminaban por el bosque tomados de la mano, besándose, acariciándose.
Parecía que él no podía apartar las manos de su cuerpo un solo instante.
Los padres de Serena creían que ella estaba dedicada totalmente a la parroquia, cuando realmente sus actividades allí le tomaban poco tiempo. Luego se pasaba todas las tardes con él. No les mentía, simplemente no les decía toda la verdad.
Una de esas tardes, poco más de tres semanas después de conocerse, Serena le había prometido llevarle a conocer el arroyo que estaba dentro de la propiedad de Anna, ahora de los Constanzo.
Bajaron del caballo y prepararon la manta con la merienda que habían llevado. Se sentaron a la vera del arroyo y disfrutaron del paisaje desolado, conversando y comiendo.
Él se apoyó contra el tronco del árbol y le hizo una seña con el dedo para que se acercara.
—Siéntate entre mis piernas, Serena. Quiero sentirte cerca —dijo Eduardo.
Ella obedeció inmediatamente.
No había nada que pudiera negarle a ese hombre, estaba total y absolutamente perdida de amor por él. Se recostó contra su torso y él la abrazó posesivamente.
Levantó el rostro hacia su cara y su lengua tocó vacilante la de él y éste respondió estrechándola más contra su pecho y creando un baile en el que sus lenguas se rodeaban y alejaban sin cesar. El calor y un vehemente deseo se extendieron por su cuerpo como si de fiebre se tratara. Estaba inmersa en una sensación pura.
Su mano, de algún modo, había llegado hasta el hombro y el cabello de Eduardo. Cabellos color de oro y sedosos entre sus dedos. Santo Dios. Ese hombre era un demonio. Un encantador de serpientes. ¿Qué le había hecho?
Eduardo se centró en sus labios, usando toda su destreza y poder de seducción para relajarla, engatusarla, calmarla. Deslizó un brazo con dulzura por su cintura mientras el otro recorría su brazo y hombro hasta llegar a las doradas profundidades de su pelo. La atrajo más hacia sí, con más fuerza, y le mordisqueó el labio con los dientes hasta que sus labios se separaron aún más.
Supo al instante que si Serena tenía alguna reserva, había cambiado a algo totalmente diferente, algo cálido y dulce al mismo tiempo. Dios santo, podía incluso oler su excitación a través de los delicados poros de su perfecta piel cuando su lengua respondía a las caricias de él.
El beso se tornó más intenso, sus brazos le rodearon el cuello, aferrándose a él, tirando de él hacia sí. Era sorprendente, le daba tanto como él recibía, provocando que se desatara su fuego interior.
—Dime lo que quieres, Serena. Yo te complaceré —dijo Eduardo contra sus labios.
—Yo… eh, —ella titubeó—. No lo sé.
—Yo sí sé lo que deseo. —Contestó apasionadamente—. A ti, mi dulce.
La recostó en la manta y siguió besándola mientras se afanaba en desabrochar todos y cada uno de los botones del frente del vestido de Serena, abriéndolo a su mirada.
Sus hombros y su cuello eran preciosos. Su mirada se detuvo en los senos, apretados bajo el corsé. Eduardo, bajo la mirada atónita de ella, empezó a desabrochar los cierres metálicos hasta que consiguió abrirlo, y se quedó sin respiración durante unos segundos.
No había visto nunca una piel tan delicada y pálida. Sus pechos eran pequeños, con pezones color rosado, perfectos, y estaban duros de deseo por él. Ella intentó taparse, pero él no se lo permitió.
—Nunca te avergüences de que yo te vea, Serena. Eres deliciosa, eres una diosa de cabellos de oro y pequeños senos perfectos.
Su lengua empezó a juguetear con su garganta, sus dedos se posaron en sus pezones y los acariciaron, luego su mano abarcó totalmente uno de ellos y la palpó. Descendió poco a poco hasta que su boca llegó a sus senos y acto seguido los succionó con delicadeza. Ella gimió. Él jugaba con ella, excitándola. Dominado por su deseo, introdujo una mano por debajo de sus faldas, levantándola y la posó entre sus piernas, bajándole la ropa interior de un tirón.
Serena volvió a gemir, casi gritó.
Regido por el puro deseo, Eduardo se colocó rápidamente entre sus muslos, mientras Serena lo agarraba por la camisa y la rasgaba sin querer. Colocó una mano entre sus cuerpos, abrió el frente de su calza y se guió al interior de Serena, que estuvo a punto de sentir un ataque de pánico al notar una dureza extraña contra la suave piel de su entrepierna.
Un escalofrío de placer recorrió el cuerpo de ella al sentirlo en su parte más íntima, y la excitación hizo que se sintiera como si lo estuviera absorbiendo. Eduardo quitó la mano y se adentró en ella con un movimiento rápido y certero.
Serena gritó del dolor, temblando.
De forma milagrosa, el cuerpo de Serena se ensanchó hasta darle cabida, y Eduardo se movió contra ella, gimiendo de placer. Tenía todos los músculos del cuerpo en tensión, y se la transmitía con cada movimiento. La necesitaba, y se le había entregado completamente. Por primera vez, Serena disfrutaba de su feminidad.
Se movieron al unísono. Ella se arqueaba contra él por instinto, emitiendo frenéticos sonidos de gozo contra sus labios y su cuello. Una sublime locura se apoderó de ella y le rogó que no parase, que siguiese, que la llevara consigo donde quiera que fuese.
Pero él no lo hizo, aunque descargó toda su simiente dentro de ella.
Se abrazó a él, sollozando, embriagada con la fuerza y la belleza del amor que ella creía que compartían. Con un último estremecimiento compulsivo de él, se quedó inmóvil y se tumbó de lado, abrazándola.
Serena todavía se sentía extraña, vacía, como si algo le faltara, pero le apartó el pelo de la cara y besó sus ojos, su nariz y su barbilla.
—Te amo, Eduardo —dijo suavemente.
Al no recibir respuesta, levantó la cabeza y lo miró.
Se había quedado dormido.


Esa fue la última vez que lo vio en el pueblo.
Al día siguiente, lo esperó en la parroquia, como todos los días, pero no apareció. Ni al siguiente día, tampoco el otro. Pocos días después, la milicia retomó su camino y se despidieron del pueblo con otro desfile.
Ella asistió, sólo para ver si lo veía, pero no estaba allí.
Serena aprendió de la peor manera posible la enorme diferencia que había entre el deseo y el amor.
Ella lo amaba.
Él sólo la deseaba.
Obtuvo lo que quería… y despareció.
Y ella lloró desconsolada, sola, durante días, semanas, meses. Sin poder contarle a nadie lo que había ocurrido, avergonzada de su falta de criterio, de su ignorancia y de su inocencia perdida.
Hasta hoy día lloraba su estupidez.
Pero tenía a Cati, no se arrepentía de lo que había hecho.
No sabía si todavía lo amaba, pero le agradecía el regalo que le había hecho, sólo por ese motivo siempre sería un recuerdo importante en su vida.
Lo que sí sabía era que la había dejado emocionalmente árida, seca a todo lo que no sea el amor por su hija. Estéril para amar a otro hombre, para confiar en otro hombre, aunque Arturo le había demostrado que no era inmune al deseo.
Arturo… ¿Qué iba a hacer con él también?
Continuará...

CLTTR

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