Serena - Capítulo 07

miércoles, 19 de enero de 2011

De vuelta a la realidad, Anna y Teresa no le dieron tregua.
Al día siguiente, apenas se levantó, bastante tarde, ya que había dormido recién al amanecer, las encontró en su casa.
Las tres se sacaron los zapatos y subieron de nuevo a la cama, como si fueran unas niñas que tenían que compartir secretos importantes.
—Hay cosas que nunca cambian, —Serena sonrió.
—Veo que estás mejor, cariño —dijo Anna.
—Me siento mejor, anoche luego de mucho tiempo, me permití rememorar todo lo que ocurrió hace tres años, por primera vez. No sé que voy a hacer, chicas. Pensé que nunca más lo vería, nunca más supe nada de él. Yo no sabía esta historia que contaron ayer. No tenía idea que era conde.
—Bueno, tengo entendido que fue una situación posterior al momento que se conocieron, su padre murió hace dos años —dijo Teresa.
—De todas formas, nunca me contó que sus padres pertenecían a la nobleza francesa. —Serena suspiró.
—Sere, ¿cómo lo conociste? —Preguntó Teresa.
—Es difícil para mí hablar de esto, amigas. —Serena se pasó las manos por la cara, ocultándose.
—Pero te hará bien, cariño —respondió Anna—. Demasiado tiempo guardaste este sufrimiento dentro de ti. Ya sabes, La amistad duplica nuestras alegrías y divide nuestra tristeza, sabes que puedes confiar en nosotras.
—Lo sé, amigas. Y si no les conté antes no fue porque no confiara en ustedes. Fue porque era demasiado doloroso para mí recordar. Y porque sentía que había hecho todo mal en mi vida, sentía vergüenza de mí misma.
—Nunca te avergüences frente a nosotras, Sere, —dijo Teresa. —Jamás te juzgaremos. Cuéntanos que pasó.
Serena les contó la historia detalladamente, sin ahondar en las partes íntimas. Por momentos sentía ganas de llorar, pero se reprimía. Cuando llegó a la parte donde él desapareció, no pudo soportar y rompió en llantos.
Eso era lo que sus amigas querían, que se desahogue. Era exactamente lo que necesitaba para sentirse mejor y enfrentar los problemas que vendrían una vez que Eduardo se enterase de su paternidad.
—Pero esa no fue la última vez que lo vi, —Serena estaba terminando su relato, sollozando todavía—. ¿Recuerdas, Teresa, cuando estábamos en el cumpleaños de María Rosa, unos días antes de tu cumpleaños hace casi tres años y me dijiste que había un hombre observándonos?
—Lo recuerdo, —contestó Teresa y abrió los ojos como plato—. ¡Oh, Dios, era él! Estaba con Mabel Durante Meyer, se acababan de comprometer en matrimonio. Recuerdo que te quedaste pálida cuando lo viste y huiste a la terraza.
—Sí, esa fue la última vez que lo vi.
—Es un desgraciado, —dijo Anna malhumorada—. No merece tener una hija como Cati.
—Pero es su hija, Anna. Yo no tengo ningún derecho a evitar que se conozcan. Cati tiene derecho a saber que su padre está vivo.
—Si es que le interesa conocerla, Sere. No veo por qué, después de lo que te hizo, tengas que ir a tocar a su puerta y anunciárselo. Los hombres como él no merecen ninguna consideración —dijo Anna de nuevo.
—Oh, no. Yo no moveré un dedo para decírselo, chicas —anunció Serena—. Pero si se da el caso, tendré que hacerlo. Por Cati, no por él.
Sus amigas asintieron. Serena continuó:
—A la vista del mundo entero, Cati es hija de Sebastián Vial. Y Joselo es más padre de Cati que cualquiera. A mi criterio, el padre no es aquel que engendra un hijo, sino el que lo cuida y lo cría. Pero no sabemos qué pensará Cati sobre esto cuando sea mayor, ella tiene derecho a saber la verdad.
—No tiene por qué saberlo ahora, Sere —dijo Anna—. Espera a que sea mayor para contárselo. Imagínate el escándalo que sería que todo esto salga a la luz.
—No quiero ni imaginármelo, —dijo Serena—. ¿Y si Eduardo aparece? ¿Y si sospecha que Cati puede ser su hija?
—¿Por qué abrir el paraguas antes de que llueva? —Contestó Anna—. Espera a ver qué ocurre. Llegado el caso sabrás lo que tienes que hacer.
Serena suspiró.
Teresa la atrajo hacia ella, estaba inusualmente muy callada. Apoyó la cabeza de Serena sobre su pecho, confortándola en silencio, acostadas en la cama.
—Quiero desaparecer, —susurró Serena.
Anna la abrazó por la espalda, pero al instante, se incorporó, diciendo:
—¡Tengo una idea! —Las otras dos la miraron interrogantes—. Vayamos unos días a La Esperanza, las tres, con las niñas y las niñeras. A descansar, a relajarnos, a pensar. Nos hará bien a todas.
—Estaríamos huyendo, Anna —Dijo Teresa.
—Yo no lo veo así. —Contestó Anna—. Estaríamos retirándonos a pensar.
—Él la seguirá. —Anunció Teresa.
Las otras dos se incorporaron, mirándola interrogantes.
—¿Por qué lo dices? —Preguntó Serena.
—Porque Daniel me contó que te vio. Luego que Arturo volvió a la fiesta y comentó que estabas bien, el conde se acercó a Daniel y estuvo preguntándole por ti, fue muy insistente. Al comienzo Dani pensó que estaba interesado en conocerte, y como buen celestino, le habló maravillas de ti, le contó de la fundación y todo lo que haces con los niños. Luego se dio cuenta, por sus comentarios, que ya se conocían, y trató de cambiar de tema, no quería decir nada fuera de lugar. Pero el conde volvió a insistir, quería saber incluso donde vivías.
—Ohhh, —Serena se llevó las manos a la boca—. ¿Sabe que soy viuda? ¿Sabe de Cati?
—Sabe que eres viuda, pero Dani no le dijo nada de Cati.
Serena se hundió en la cama boca abajo y escondió la cabeza debajo de la almohada, como si fuera una niña.
—Aaayyy, chicas —dijo con sonidos guturales.
Tocaron a la puerta.
Era la criada anunciando que el almuerzo estaba listo.
Pasaron antes por el cuarto de Cati, para ver cómo estaban las niñas. Ya habían almorzado y estaban haciendo la siesta. Las tres miraron a sus hijas, durmiendo juntas en la cama de Cati, casi una encima de la otra, y sonrieron. Era como si la historia se repitiera.
Estuvieron juntas gran parte de la tarde, las niñas despertaron y las tres se sentaron en la galería para verlas jugar en el patio.
Anna y Teresa estaban preparándose para partir, cuando el mayordomo anunció:
—Señora, tiene visita.
El corazón de Serena casi salió de su pecho.
—¿Qu-quién es? —Preguntó.
—El doctor Vega, señora.
El alivio de Serena fue patente.
—Hágalo pasar, Almada. —Y mirando a sus amigas, dijo—: Otro tema que no sé cómo resolverlo.
—Apóyate en él, cariño —dijo Anna—. Se nota que está loco por ti.
Serena suspiró.
Arturo llegó a la galería y saludó a las tres damas.
—¿Cómo está mi paciente? —Preguntó.
—¿Cuál de ellas? —Dijo Teresa en broma—. Aquí tiene seis pacientes, doctor.
Todos rieron.
Cati vio a Arturo y vino corriendo a saludarlo, prendiéndose de su pierna.
—¡Hola peque! —Dijo Arturo, y la levantó en brazos.
La niña rodeó el cuello del doctor y apoyó la cabecita en su hombro. Él acarició dulcemente su pelo. Cati lo adoraba. Él era muy cariñoso y juguetón con ella.
Serena los miró y casi lagrimea de la emoción.
—Bueno, nosotras ya nos estábamos yendo —anunció Anna—. Me alegro de dejar a nuestra querida amiga en sus manos, doctor Vega.
Serena enarcó una ceja, por lo que eso implicaba.
—Creo, —dijo Teresa—. Que a raíz de las circunstancias, deberíamos dejar de ser tan formales entre nosotros, doctor. Me gustaría que de ahora en más me llame Teresa.
—Es un honor para mí, Teresa… —respondió el doctor, y mirando a Anna, dijo—: Y Anna. Por favor, llámenme Arturo.
Todas sonrieron complacidas y se despidieron.
Serena acompañó a sus amigas a la puerta.
Al volver, vio a Arturo sentado en la hamaca de la galería con Cati en su regazo, le estaba cantando y haciéndola saltar sobre las rodillas. Ella reía a carcajadas.
Él le hizo señas para que se sentara al lado de ellos. Ella lo hizo, sonriendo, y él tomó su mano y le dio un beso a sus nudillos, mirándola a los ojos.
—Bueno, señorita, —dijo Serena dirigiéndose a su hija—. Es hora de tu baño.
—Acua, tío —dijo Cati.
—Después de que te bañes y cenes, el tío Arturo irá a darte las buenas noches, ¿sí, peque? —Prometió él.
Cati accedió y la niñera se la llevó.
—¿Te quedarás a cenar, Arturo? —Preguntó Serena.
—Estaré encantado —contestó el doctor—. Aunque yo sólo venía para ver cómo estabas, no quiero que te sientas en el compromiso de invitarme si no lo deseas.
—Siempre es un placer tu compañía.
Él miró a los costados, y al no ver a nadie, se acercó a ella, le dio un ligero beso y dijo contra sus labios:
—Eso espero, preciosa. Para mí definitivamente lo es. —Se alejó un poco—. Pero dime, ¿cómo te sentiste hoy? ¿Ya no te mareaste?
—No, mi querido doctor, estoy perfectamente bien —contestó sonriendo—. ¿Te gustaría pasar a la sala? Sólo estábamos aquí en la galería por las niñas, pero hace bastante calor.
Serena dio órdenes de que incluyan un plato más en la mesa y se dirigieron a la sala.
Apenas entraron y cerraron la puerta, él la tomó en sus brazos desde atrás, apoyándola contra su torso. Presionó la boca en su cuello y la besó. Luego besó la piel del hombro que quedaba al descubierto.
Serena se derritió en sus brazos.
Necesitaba su compañía esta noche, su apoyo, su calor. Necesitaba más que nada su amistad, sentirse segura en sus brazos. Sabía que lo estaba utilizando, sabía que no estaba bien, pero lo necesitaba.
Se giró suavemente e introdujo sus manos dentro de su chaqueta, lo abrazó muy fuerte y apoyó la mejilla en su pecho, acariciándole la espalda sobre la suave camisa. Podía sentir sus músculos tensos.
El volteó un poco y llaveó la puerta antes de besarla.
Los labios de ella expresaban mucho más que un simple beso esa noche. Sentía en ella una urgencia fuera de lo común. Fuera lo que fuese lo que ocurría, hacía que su confusión se transformase en fiebre.
La besó, primero con dulzura, como si nunca se hubiesen besado, para llevarla luego a lugares más oscuros y peligrosos. Ella se dejó arrastrar por ese remolino de sensaciones, sin darse cuenta de que sus piernas casi habían cedido hasta que la levantó en sus brazos para llevarla hasta el sofá.
La recostó y se acomodó sobre ella. Se sintió maravillosamente bien encerrada entre sus brazos. Sus dedos se movieron hacia su suave cabello, deleitándose con la cálida suavidad. Sus labios eran suaves contra los más firmes de él, moviéndose sensualmente en respuesta. Un maravilloso sabor se mezcló con el suyo.
Sus manos se movieron firmemente por la espalda de él y por sus redondeadas nalgas, presionándolo contra ella. Arturo sentía como si estuviese intentando consumirlo completamente. Su lengua danzaba en la exploración con la de él, cuando este retrocedió y la miró escudriñándola como si fuera a decir algo importante.
—¿Te pasa algo, cariño?
—¿Por qué lo dices?
—Nunca te había sentido tan ansiosa. ¿Tiene esto algo que ver con tu desmayo de ayer?
Continuará...

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