Serena - Capítulo 06

jueves, 6 de enero de 2011

Fue solo un ligero roce de labios, tentativo, pero Serena se derritió.
Al ver que ella no se apartaba, él acercó más su cuerpo al de Serena, y presionó sus labios contra los de ella, que estaban tensos.
Serena gimió.
Él la miró, estaban tan juntos, que ella podía sentir el calor que emanaba del cuerpo de Eduardo. Al notar su tímida respuesta, él preguntó muy cerca de sus labios:
—¿Nunca antes te habían besado, dulce Serena?
—N-no. —Respondió, ruborizándose.
—Me alegro de ser el primero. Me encantaría enseñarte, me fascina el rubor que sube a tu rostro, tu inocencia. ¿Me permitirás ser tu maestro?
—Ohh, sarge… Eduardo.
—Qué hermoso oír mi nombre en tus labios —dijo él, tomándola de la mano y llevándola hasta el cenador  a un costado de la glorieta.
Se sentaron y él tomó sus manos entre las suyas, llevándolas a la boca y besándole los nudillos, uno a uno. Ella lo miraba fascinada. No podía creer que un hombre como él, tan dulce, tan masculino y hermoso, tan mundano y experimentado, pudiera estar interesado en ella.
Llevó las manos de ella hasta su torso, y los apoyó allí con las palmas abiertas. Serena podía sentir los latidos apresurados de su corazón, la deliciosa dureza de su pecho.
Los grises ojos de Serena se abrieron como platos y sus mejillas adquirieron un profundo tono rosado. Santo Dios, le estaba costando tanto fingir no verse afectada por él, y no tenía ni idea de cuán maravillosamente estaba fracasando.
Una mano bajó a su cintura y la otra se posicionó en su nuca, acercándola a él, de nuevo a sus labios, besándola otra vez.
—Relaja tus labios, dulce Serena, —dijo contra su boca.
Se sentía tan bien, que ella no solo relajó sus labios, sino que se apoyó en él como una gatita mimosa. Los labios de Eduardo resultaron inesperadamente dulces. Y ¡móviles! No fue un beso estático, el único tipo de beso que creyó que existía. Sus labios se movieron sobre los de ella, tentándola y confundiéndola.
Él le rodeó los hombros con un brazo mientras la acariciaba con dulzura. Su otra mano le sostenía la barbilla mientras proseguía con la lenta exploración de su boca. Ella se estremeció cuando sintió el roce de la lengua contra sus labios. Estaba tan confundida por la mera noción de que las lenguas pudieran tomar parte en un beso y tan inmersa en tan extraña y húmeda sensación, que al principio no se percató de qué era lo que Eduardo quería hacer.
Cuando finalmente cayó en la cuenta de que la lengua de él estaba intentando abrirse paso entre sus labios y la mano intentaba relajarle la mandíbula, tomó aire asustada y, al hacerlo, separó los labios sin darse cuenta. Un instante después, la lengua de Eduardo estaba dentro, dentro de su boca.
Serena jamás había experimentado nada igual en toda su vida. Todo su cuerpo se estremeció y tembló, cada centímetro de su piel se ruborizó. Debería apartarlo, se merecía una bofetada por su osadía, pero, Dios la perdonara, no quería que parase.
Era excitante.
Su cuerpo parecía estar vivo de una manera totalmente nueva, de una forma tan irreconocible que durante un instante se sintió como una extraña en la piel de otra persona. Alguien desinhibido y carnal, sexual y desenfrenado. Así que eso era la pasión. Esa era la excitación de la que sus amigas tanto hablaban.
Recordar las palabras de sus amigas hizo que se asustara un tanto por lo que le estaba aconteciendo. Lo apartó con tanta fuerza que Eduardo casi perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al suelo del cenador. Serena se llevó la mano a la boca, horrorizada por lo que había permitido que ocurriera.
—Ohhh, sargento Mercier, esto es… yo no sé…
Él se recuperó rápidamente y no permitió que ella se arrepintiera.
—Eduardo. Me llamo Eduardo, Serena. Repítelo. —Ordenó él.
—Eduardo… —dijo suavemente.
—Así me gusta. —Sonrió complacido, acercándose de nuevo a ella, pasándole los dedos por su mejilla—. No te asustes, mi dulce. Esto es normal entre un hombre y una mujer que se desean. No tengas miedo.
—Tú… ¿tú me deseas? —Preguntó anonadada.
—Oh, sí. Te deseo desesperadamente, Serena.


Ese fue el gran error que Serena cometió.
En su inocencia, pensó que el deseo y el amor eran lo mismo, que caminaban juntos de la mano. Que formaban un todo indestructible.
¡Él la amaba!
Y se lo demostraba a diario. Apenas terminaba sus actividades en la base militar, la buscaba. Daban largos paseos por el campo antes de acompañarla a su casa. Caminaban por el bosque tomados de la mano, besándose, acariciándose.
Parecía que él no podía apartar las manos de su cuerpo un solo instante.
Los padres de Serena creían que ella estaba dedicada totalmente a la parroquia, cuando realmente sus actividades allí le tomaban poco tiempo. Luego se pasaba todas las tardes con él. No les mentía, simplemente no les decía toda la verdad.
Una de esas tardes, poco más de tres semanas después de conocerse, Serena le había prometido llevarle a conocer el arroyo que estaba dentro de la propiedad de Anna, ahora de los Constanzo.
Bajaron del caballo y prepararon la manta con la merienda que habían llevado. Se sentaron a la vera del arroyo y disfrutaron del paisaje desolado, conversando y comiendo.
Él se apoyó contra el tronco del árbol y le hizo una seña con el dedo para que se acercara.
—Siéntate entre mis piernas, Serena. Quiero sentirte cerca —dijo Eduardo.
Ella obedeció inmediatamente.
No había nada que pudiera negarle a ese hombre, estaba total y absolutamente perdida de amor por él. Se recostó contra su torso y él la abrazó posesivamente.
Levantó el rostro hacia su cara y su lengua tocó vacilante la de él y éste respondió estrechándola más contra su pecho y creando un baile en el que sus lenguas se rodeaban y alejaban sin cesar. El calor y un vehemente deseo se extendieron por su cuerpo como si de fiebre se tratara. Estaba inmersa en una sensación pura.
Su mano, de algún modo, había llegado hasta el hombro y el cabello de Eduardo. Cabellos color de oro y sedosos entre sus dedos. Santo Dios. Ese hombre era un demonio. Un encantador de serpientes. ¿Qué le había hecho?
Eduardo se centró en sus labios, usando toda su destreza y poder de seducción para relajarla, engatusarla, calmarla. Deslizó un brazo con dulzura por su cintura mientras el otro recorría su brazo y hombro hasta llegar a las doradas profundidades de su pelo. La atrajo más hacia sí, con más fuerza, y le mordisqueó el labio con los dientes hasta que sus labios se separaron aún más.
Supo al instante que si Serena tenía alguna reserva, había cambiado a algo totalmente diferente, algo cálido y dulce al mismo tiempo. Dios santo, podía incluso oler su excitación a través de los delicados poros de su perfecta piel cuando su lengua respondía a las caricias de él.
El beso se tornó más intenso, sus brazos le rodearon el cuello, aferrándose a él, tirando de él hacia sí. Era sorprendente, le daba tanto como él recibía, provocando que se desatara su fuego interior.
—Dime lo que quieres, Serena. Yo te complaceré —dijo Eduardo contra sus labios.
—Yo… eh, —ella titubeó—. No lo sé.
—Yo sí sé lo que deseo. —Contestó apasionadamente—. A ti, mi dulce.
La recostó en la manta y siguió besándola mientras se afanaba en desabrochar todos y cada uno de los botones del frente del vestido de Serena, abriéndolo a su mirada.
Sus hombros y su cuello eran preciosos. Su mirada se detuvo en los senos, apretados bajo el corsé. Eduardo, bajo la mirada atónita de ella, empezó a desabrochar los cierres metálicos hasta que consiguió abrirlo, y se quedó sin respiración durante unos segundos.
No había visto nunca una piel tan delicada y pálida. Sus pechos eran pequeños, con pezones color rosado, perfectos, y estaban duros de deseo por él. Ella intentó taparse, pero él no se lo permitió.
—Nunca te avergüences de que yo te vea, Serena. Eres deliciosa, eres una diosa de cabellos de oro y pequeños senos perfectos.
Su lengua empezó a juguetear con su garganta, sus dedos se posaron en sus pezones y los acariciaron, luego su mano abarcó totalmente uno de ellos y la palpó. Descendió poco a poco hasta que su boca llegó a sus senos y acto seguido los succionó con delicadeza. Ella gimió. Él jugaba con ella, excitándola. Dominado por su deseo, introdujo una mano por debajo de sus faldas, levantándola y la posó entre sus piernas, bajándole la ropa interior de un tirón.
Serena volvió a gemir, casi gritó.
Regido por el puro deseo, Eduardo se colocó rápidamente entre sus muslos, mientras Serena lo agarraba por la camisa y la rasgaba sin querer. Colocó una mano entre sus cuerpos, abrió el frente de su calza y se guió al interior de Serena, que estuvo a punto de sentir un ataque de pánico al notar una dureza extraña contra la suave piel de su entrepierna.
Un escalofrío de placer recorrió el cuerpo de ella al sentirlo en su parte más íntima, y la excitación hizo que se sintiera como si lo estuviera absorbiendo. Eduardo quitó la mano y se adentró en ella con un movimiento rápido y certero.
Serena gritó del dolor, temblando.
De forma milagrosa, el cuerpo de Serena se ensanchó hasta darle cabida, y Eduardo se movió contra ella, gimiendo de placer. Tenía todos los músculos del cuerpo en tensión, y se la transmitía con cada movimiento. La necesitaba, y se le había entregado completamente. Por primera vez, Serena disfrutaba de su feminidad.
Se movieron al unísono. Ella se arqueaba contra él por instinto, emitiendo frenéticos sonidos de gozo contra sus labios y su cuello. Una sublime locura se apoderó de ella y le rogó que no parase, que siguiese, que la llevara consigo donde quiera que fuese.
Pero él no lo hizo, aunque descargó toda su simiente dentro de ella.
Se abrazó a él, sollozando, embriagada con la fuerza y la belleza del amor que ella creía que compartían. Con un último estremecimiento compulsivo de él, se quedó inmóvil y se tumbó de lado, abrazándola.
Serena todavía se sentía extraña, vacía, como si algo le faltara, pero le apartó el pelo de la cara y besó sus ojos, su nariz y su barbilla.
—Te amo, Eduardo —dijo suavemente.
Al no recibir respuesta, levantó la cabeza y lo miró.
Se había quedado dormido.


Esa fue la última vez que lo vio en el pueblo.
Al día siguiente, lo esperó en la parroquia, como todos los días, pero no apareció. Ni al siguiente día, tampoco el otro. Pocos días después, la milicia retomó su camino y se despidieron del pueblo con otro desfile.
Ella asistió, sólo para ver si lo veía, pero no estaba allí.
Serena aprendió de la peor manera posible la enorme diferencia que había entre el deseo y el amor.
Ella lo amaba.
Él sólo la deseaba.
Obtuvo lo que quería… y despareció.
Y ella lloró desconsolada, sola, durante días, semanas, meses. Sin poder contarle a nadie lo que había ocurrido, avergonzada de su falta de criterio, de su ignorancia y de su inocencia perdida.
Hasta hoy día lloraba su estupidez.
Pero tenía a Cati, no se arrepentía de lo que había hecho.
No sabía si todavía lo amaba, pero le agradecía el regalo que le había hecho, sólo por ese motivo siempre sería un recuerdo importante en su vida.
Lo que sí sabía era que la había dejado emocionalmente árida, seca a todo lo que no sea el amor por su hija. Estéril para amar a otro hombre, para confiar en otro hombre, aunque Arturo le había demostrado que no era inmune al deseo.
Arturo… ¿Qué iba a hacer con él también?
Continuará...

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