Cántame... una canción de amor (Capítulo 04)

martes, 8 de septiembre de 2015

CANCIÓN 04

Lucía

¿En qué momento llegó el semental a la casa de Phil? Yo no lo había visto entrar.
Bueno, hacía más de media hora que estábamos hablando con Aníbal y no presté atención a nada más que a él. De repente me estremecí y mi amigo me preguntó si tenía frío. ¡Por supuesto que sí! Solo llevaba un pulóver fino de lanilla, mi campera estaba al lado del bolso de Jamie en el dormitorio de huéspedes donde mi bebé estaba durmiendo junto con Sheyla, su primita, esperando que lo lleváramos a casa cuando volviéramos.
Entonces Aníbal me abrazó para que entrara en calor.
Y allí lo vi. A Jared. Me miró ceñudo.
Me apreté más a mi amigo y simulé que estaba riendo, totalmente ajena a su presencia. Sin embargo mi corazón estaba a punto de salir de mi pecho. Pero yo era una experta actriz, sabía disimular muy bien mis sentimientos. Adquirí esa habilidad muchos años antes, cuando… cuando… bueno, no quería recordarlo.
Aníbal pasó sus manos por mis brazos varias veces, como para que entrara en calor mientras seguíamos conversando, pero debió haber visto algo en mi mirada, porque volteó y vio al famoso cantante.
—¡Hey, mira, llegó Jared! —anunció contento.
—Ve a saludarlo —dije con una sonrisita falsa.
—Vamos —me tomó de la mano.
—Ve tú —lo empujé con cierta delicadeza, aunque con firmeza—, voy a fumar un cigarrillo —y busqué en mi bolsito.
Rogué por tener uno, porque aunque no era asidua fumadora, necesitaba huir en este momento. ¡Bingo! Lo encontré. Mientras Aníbal se alejaba seguí hurgando en mi carterita en busca de un encendedor.
Vi que Phil salió a la galería en ese momento.
—¿Qué haces, sis? ¿No tienes frío? —preguntó.
—Un poco, pero se aguanta —me acerqué a él—. ¿Tienes fuego?
—No… no fumo, ya lo sabes. Deberías dejar esa mierda —me reprendió.
—¡Ay, bro! Lo hago cada muerte de un obispo… no te preocupes —miré hacia la playa, llegar a casa era más cerca por ahí… podía escabullirme sin que nadie se diera cuenta—. Phil, voy a caminar un poco. Si no vuelvo, ¿puedes enviar a Jamie con mamá o Karen?
—¡No puedes irte a casa por la playa de noche! —Me regañó— Yo te acompañaré.
—Vamos, macho cabrío… —lo empujé y cayó sentado en el sofá— soy lo suficientemente adulta para saber cuidarme sola. No jodas, nada me pasará. Hay luces en la playa.
—Muy pocas. Lucy, por favor…
—Está bien, solo iré a fumar cerca de la escalera —mantuve mis dos manos en sus hombros—. ¿Ok?
—Bien, pero no bajes sola a la playa… ¿me lo prometes?
Sonreí como tonta, sin contestarle.
Pasé cerca del grandulón guardaespaldas y recordé que lo había visto fumar más temprano. Le pedí fuego, y continué hacia la escalera.
Phil estaba observándome, así que me quedé apoyada en la barandilla que daba al océano, mirando hacia la casa. Di unas cuantas pitadas lentas, de modo que mi querido hermano se cansara de controlarme y entrara. Cuando eso ocurrió tiré el cigarrillo y me escabullí tan rápido hacia la escalera, que estaba segura que ni el guardaespaldas tuvo tiempo de darse cuenta.
Pero al pisar la arena, vi que un cuatriciclón avanzaba despacio en línea recta por la mitad de la playa, venía hacia la casa. ¿Sería realmente peligroso, como Phil decía? No tenía idea, pero por cualquier cosa, me escondí detrás de uno de los pilares estructurales que sostenían la terraza de mi cuñada.
Esperé a que los motoqueiros nocturnos en cuatro ruedas pasaran de largo. ¡Oh, mierda! Era la policía de la playa… y después Phil se quejaba de la inseguridad. Bufé y salí de mi escondite justo en el mismo momento en el que un hombre bajaba apresurado las escaleras de la casa de Phil. Volví a mi lugar detrás del pilar cuando lo vi tropezar y blasfemar.
¡Maldición, era Jared! Me escondí más aún.
Primeramente pensé que había bajado a buscarme, pero su actitud me sorprendió, porque de repente lo vi como asustado, perdido. Estaba a solo dos metros de mí, pero no parecía verme, y actuaba como un sonámbulo, levantando ambas manos frente a él, como buscando apoyo… ¿qué le pasaba?
Me asusté.
—Jared… ¿te pasa algo? —indagué alarmada, saliendo de mi escondite.
—¿ Luciérnaga? —preguntó mirando hacia donde venía mi voz, pero no parecía poder enfocar su vista en mí.
Era la primera vez que no me importaba que me llamara así.
—S-sí… soy yo… —me acerqué y le tomé la mano. Evidentemente algo malo le pasaba, o era un gran actor— ¿qué ocurre?
—No… no tengo… puestas mis gafas nocturnas… —me buscó desesperado, sentí perfectamente que no había atisbos de segundas intenciones en su toque, estaba claramente asustado— lo siento, necesito que me ayudes.
—Cla-claro —y me metí debajo de su axila, pasándole un brazo por la cintura y con el otro asiéndole la mano.
—Llévame a casa, por favor —pidió.
Caminamos lentamente los pocos metros que separaban la casa de Geral de la suya, cuando llegamos a la escalera le di las indicaciones y subimos sin problema. Avanzamos por la terraza sin que nadie nos viera desde la casa de mi hermano y llegamos a la galería de su casa. Lo acerqué al sofá y se dejó caer en él.
Suspiró, llevó ambas manos a sus ojos, tapándolos y apoyó los codos en sus rodillas.
—¿Podrías, eh… encender alguna luz, por favor? —me pidió.
Busqué el interruptor de la galería y lo hice.
Tardó un par de minutos en ir despejando las manos de sus ojos, lo hizo paulatinamente, como para no dañar su vista, al menos eso suponía yo.
¿Qué mierda le pasaba?
—Hola, Luciérnaga —saludó desenfadado cuando me miró.
Yo estaba parada frente a él, fruncí el ceño, abrí los brazos y le hice un gesto con las manos como diciéndole: «¿Y? ¿Qué fue todo eso?».
—Gracias por la ayuda, olvidé mis gafas en casa —y sonrió pícaro— ¿Quieres sentarte? ¿Te sirvo un trago?
—No, ya me voy —dije estremeciéndome por la brisa nocturna.
Se sacó su campera de cuero, se levantó y me la puso en el hombro.
—Por favor, déjame servirte algo fuerte para que puedas entrar en calor —y sin esperar mi respuesta, abrió la puerta vidriera y entró a su sala.
Yo ya estaba absolutamente intoxicada por el olor que despedía la suave prenda de piel que me cubría. Un aroma inconfundible, a él… a Jared. Suspiré, metí mis manos en las mangas y me abracé a mí misma. Por supuesto, era gigante, yo flotaba dentro, pero de todas formas era maravilloso sentirme cobijada por su ropa, como si fuera él quién me estuviera abrazando.
¿Cómo si fuera él? Bufé.
Al rato volvió y puso una bandeja frente a nosotros en la mesita. Me tendió una copa pequeña, parecía licor.
—Ten, te hará entrar en calor —anunció.
—Gracias… ¿qué es? —pregunté.
—Un apricot de almendras, Amaretto Di Saronno —y él se lo tomó de un trago, hizo un ruido ronco, de satisfacción—. Vamos, pruébalo.
Y lo hice, de un trago, como él.
Primero fue como si me quemara la garganta. Sacudí mi cabeza, y cerré fuerte mis ojos porque sentí el calor propagarse por todos lados. Él sonrió satisfecho. Al final resultó ser dulce y delicioso.
—¿Más? —y no esperó a que le respondiera, me sirvió otro trago.
—¿Qué te pasó en la playa, Jared? —le pregunté realmente interesada, dando un pequeño sorbo a la bebida.
—Tengo un problema en la vista. No te voy a dar el nombre científico, pero se le conoce como ceguera nocturna, o lo que es lo mismo, una lenta capacidad para que mis ojos se adapten a oscuridad.
Abrí los ojos como platos.
—¿Te vas a quedar, eh… ciego? —pregunté desesperada.
Él rio a carcajadas.
—No, claro que no. No es progresiva, y es congénita, por lo tanto… estacionaria. Solo me afecta cuando no hay suficiente luz. Por eso casi no manejo a la noche, y cuando lo hago, debo llevar unas gafas especiales.
—Y eso… ¿es hereditario? —indagué aún más interesada.
Me miró de forma rara, como preguntándose «¿Y a esta eso qué le importa?».
—Pues creo que sí… pero solo le afecta a los varones, es mucho más común en hombres que en mujeres.
Mi corazón dio un vuelco. ¡Jamie! ¡Jamie!
Volví a beber el licor de un solo trago. Mi pobre bebé, podía tener "eso" y yo ni estaba enterada. Debió ver mi cara de angustia, porque preguntó:
—¿Qué te pasa, Luciérnaga?
—Nada —me levanté de un salto—. Me voy —anuncié.
—Espera, busco mis gafas y te acompaño.
—No es necesario.
—Claro que sí —y se puso de pie.
—¿Qué mierda les pasa a los hombres? —pregunté enfadada— ¿Acaso piensan que las mujeres somos idiotas y necesitamos un caballero de armadura dorada para hacer unos escasos 200 metros a pie?
—¿Qué carajo te pasa a ti, Lucía? —contestó más enfadado aún— ¡Solo quiero ser amable, y siempre me saltas con tus garras de gata! ¿Eres así con todos los hombres en general o conmigo en particular? Si es lo segundo… ¡¿qué coño te hice?!
—¡No tengo que darte ninguna explicación!
Y volteé como para irme hacia la playa, pero en ese preciso momento sentí una sacudida en mi brazo. Jared me estiró y me empujó hacia adentro. ¡Qué mieeeer…! Trastrabillé y casi me caí de bruces al suelo, si no fuera por sus firmes brazos, que me tomaron de la cintura y me metieron a la casa.
Cerró la puerta vidriada, la llaveó y volvió a empujarme más adentro.
—¡¿Qué carajo te pasa, idiota?! —le pregunté altanera, gritándole.
—¡Shhhh, silencio… mi madre duerme en la habitación de huéspedes! —y me señaló un pasillo al costado.
Llevé mis manos a la boca y asentí, avergonzada.
Él tomó sus gafas de la mesita del palier, se puso una campera que colgaba al costado en un mueble, abrió la puerta de acceso y esta vez me empujó hacia afuera.
—Te mereces unos buenos azotes —avanzó refunfuñando.
Y siguió blasfemando una cantidad infinita de cosas que no podía entender bien, algo así como castigarme con unos varazos, colgarme del techo, o esposarme a una cruz… ¿acaso de repente se había vuelto religioso? Mmmm, todo eso mientras me estiraba de la mano y prácticamente me arrastraba hacia mi casa.
Al parecer estaba realmente enojado.
¡Que se fuera a la China!

*****

Jared

¡Mujer insoportable!
Eso es lo que era Lucía, sin duda alguna.
¿Y por qué entonces lo único que deseaba era tomarla en mis brazos y besarla hasta que me suplicara que la follara duro contra una pared? Fruncí el ceño… ¿tenía condones? Me toqué el bolsillo trasero de mis vaqueros en busca de mi billetera.
Bien, ahí estaba… por si acaso.
—¡Jared, más despacio! —se quejaba detrás de mí— No puedo seguirte el ritmo, llevo tacones —no le hacía caso—. ¡¿Eres imbécil o algo así?! —me gritaba, en su voz se notaba el esfuerzo que hacía por avanzar a mi ritmo—. ¡Suéltame, estúpido! —e intentaba zafarse de mi agarre.
Cuando llegamos frente a su casa aminoré el paso y la empujé frente a mí. La metí en el porche –que parecía como la entrada a una gruta–, no había luz directa, pero dos faroles franqueaban la entrada.
—¡No tengo llave desde aquí! —me increpó— Yo había pensado entrar desde la terraza, dejé una de las puer…
Tecleé el código de acceso. La puerta se abrió.
—¿Có-cómo es que tú…?
—Soy un buen vecino —me encogí de hombros—. Tu hermano también tiene el código de mi casa, y yo las de él… nos cuidamos —y le guiñé un ojo.
—Bu-bueno… gra-gracias —balbuceó, y amagó con entrar.
La estiré del brazo en el mismo momento en el que guardé mis gafas en el bolsillo de mi chaqueta.
—¿Por qué eres tan desagradable conmigo? ¿Qué te hice, Luciérnaga? —le pregunté realmente interesado.
—No lo tomes como algo personal —respondió con altanería—, no significas nada para mí… ¿por qué tendría que tratarte de forma diferente?
—¿Significa eso que te comportas con todos los hombres de la misma forma? —asintió con el mentón levantado y el ceño fruncido— No es eso lo que vi con Aníbal…
—Él es como mi hermano —se defendió.
—No te miraba como un hermano —abrió sus ojos como platos.
—¡Eres un imbécil! Quieres hacerme dudar del único hombre en el cuál confío… eres un desgraciado hijo de…
—¡No lo digas! —la interrumpí enojado— No metas a mi madre en esto.
Y la empujé contra la pared.
Tomé sus manos y se las levanté arriba de la cabeza sosteniéndolas firmemente con una de las mías. Anclé su cuerpo con el mío y entrelacé nuestras piernas. La otra mano la puse en su cuello e hice que me mirara. Noté que su respiración se aceleró, yo sabía que le gustaba el juego rudo. Me miró con sus ojazos verdes, sin atisbo alguno de temor, al contrario… estaba excitada.
Sonreí, pícaro.
—Eres una muñequita preciosa —le susurré al oído—, lástima que seas como un cactus y tengas tantas espinas —mordí el lóbulo de su oreja. Oí un gemido suave, casi lastimero.
Mi cerebro se desconectó en ese momento, lo único que podía hacer y lo hice, fue… sentir. La besé como si estuviera hambriento de ella, como si la hubieran mantenido separado de mí y por fin me la devolvieran. Era la clase de beso que ocurría solo en mis fantasías. Y ella me respondió de una forma tal, que más tarde llegué a la conclusión de que nadie me había hecho sentir tan… devorado, nunca.
Mantenerla con las manos asidas no era simplemente una muestra de dominación de mi parte. Era una súplica para que se rindiera. Yo la quería, en mi cama, entre mis brazos y le estaba demostrando exactamente cuánto. Si antes había alguna duda respecto a si realmente la deseaba o si solamente estaba aburrido y por eso buscaba nuevos retos, ya no. Estaba seguro que ahora tenía pleno convencimiento.
Mi mano se apartó de su rostro mientras solté sus brazos que se agarraron de mis hombros y el mío se enroscó alrededor de ella, la envolví con determinación y la estreché con fuerza contra mí. Mi brazo parecía una banda de acero adherida a su espalda.
Con seguridad podía sentir mi erección contra su vientre. Estaba rígido y duro como una roca, presionando contra los caros pantalones que llevaba puestos. Mi respiración la golpeó en la cara cuando rompí el contacto y ambos jadeamos en busca de aire.
Sus ojos brillaban mientras me miraba fijamente.
—¿Lo sientes, no? Dime que te das cuenta de la poderosa atracción que hay entre nosotros… —suspiró entrecortada y gimió.
No le di tregua, ni siquiera tiempo de responderme.
La poseí con otro beso. En ese pequeño período de tiempo Lucía me perteneció por completo, estaba seguro que cualquier otro hombre que la hubiera besado se había quedado inevitablemente entre las sombras.
Ella volvió a suspirar y se permitió derretirse por entero entre mis brazos. De repente no sentía ninguna estructura ósea en su cuerpo, y buscaba más. Más. Más de mí. Más de mi calor, de mis caricias y de mi boca pecaminosa. Le estaba dando todo lo que ella hubiera soñado alguna vez y más. Y sabía que sus fantasías e imaginación no eran nada en comparación con la realidad.
Le rocé los labios con los dientes y los mordí con ganas. Se quejó, la punzada de dolor que sintió era suficiente como para hacerle entender quién era el que estaba a cargo de la situación. Pero entonces suavicé mis movimientos y reemplacé sensualmente los dientes por la lengua, a lo que le siguieron pequeños y suaves besos sobre todo el arco de su boca.
—Luciérnaga… —susurré.
En ese momento una potente luz nos alumbró y giró.
Ambos volvimos a la realidad bruscamente, la camioneta de la familia de Lucía estaba entrando en la cochera.
La miré y sonreí.
—Ven conmigo a casa —susurré, casi fue como un ruego.
Yo supliqué…
Y ella me lo cobró…
De repente vi que su ceño se frunció.
Luego sentí un punzante dolor entre mis piernas.
Caí al piso del palier de acceso gimiendo y quejándome de dolor intenso con las manos cubriendo a mi mejor amigo, aquél que había sufrido el peor de los males: un potente rodillazo.
No podía pensar, ni siquiera abrir los ojos.
Escuché el ruido de una puerta cerrarse con fuerza, y las luces de la entrada apagarse. Luego nada. 
Oscuridad, silencio… y dolor.
¡Perra de mierda! Me las pagaría…

Continuará...

2 comentarios:

Encarna dijo...

Me encanta la historia ..y que ganas de tenerla en mis manos ....felicidades ...por escribir tan bonito

Rox7511 dijo...

Grace ya quiero que se llegue el dia!!!

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