En el Mar…
20 de Diciembre.
¡Santo Cielos! Pensó Luz más tarde, apoyada en la baranda de la cubierta donde estaba la piscina. Si sigo con estos mareos, a punto de vomitar sobre cada joven que conozco, ahuyentaré a todos como si fuera una plaga.
Avanzó unos pasos y se apoyó en un mástil, con las manos sobre su estómago, mirando a su hermana menor. Estaba conversando y coqueteando con dos jóvenes italianos, uno más guapo que el otro. Sonrió al verla gesticulando con las manos, intentaban comunicarse con una mezcla de italo-español mezclado con inglés que finalmente no se entendía que era.
Cerró los ojos y suspiró.
Se sentía mejor cuando los mantenía cerrados y no veía las olas mecerse alrededor. Pero entonces empezaba a concentrarse en el suave movimiento y… ¡Auxilio! El malestar volvía.
Al abrir de nuevo los ojos, se asustó.
Frente a ella estaba el guapo uniformado de ojos verdes, mirándola atentamente.
—¿Le ocurre algo, señorita? —preguntó preocupado.
—Oh… yo… no, creo que solo estoy mareada, ya me pasará.
—Cinetosis.
—¿Cómo?
—El mareo en los viajes se llama cinetosis. ¿Tiene náuseas y ganas de vomitar?
—Mmmm, s-sí —dijo conteniendo las ganas de hacerlo en ese momento.
—Acompáñeme, por favor.
—¿Por qué debería acompañarlo? ¿Para qué? —preguntó intrigada.
—Disculpe, debería haberme presentado primero. Me llamo Sebastián Pardo, y soy el médico de a bordo. Y debería acompañarme para que pueda administrarle un medicamento para el mareo.
—Ah, claro. Lo siento, doctor. A veces peco de desconfiada.
Él sonrió y Luz casi se derrite.
De nuevo se mareó, y las piernas apenas la sostuvieron, pero esta vez estaba totalmente segura que era por otro motivo que no tenía nada que ver con la cine… mmmm, cine-algo.
Miró a su hermana y la vio muy entretenida, así que siguió al apuesto doctor hasta su consultorio, tambaleándose.
Él la hizo sentar en la camilla.
—Me llamo Luz —dijo ella apenas se sentó.
—Pensé que su nombre era Hikari, señorita Fukumitsu.
—Hikari significa Luz en japonés. Pero… ¿cómo sabe mi nombre?
Él no le respondió.
—Le voy a aplicar el medicamento por vía intravenosa por esta vez, para que el efecto sea inmediato. Luego de diez horas, solo tiene que mascar un chicle con biodramina cada cuatro —le entregó un paquetito—. Se lo estoy dando con cafeína, para que no le produzca sueño. De la farmacia puede comprarlo sin receta, incluso el que es sin cafeína, para la noche. Al cabo de un par de días debería poder acostumbrarse y dejarlo.
Ella lo miraba atentamente mientras preparaba los elementos necesarios. El doctor era realmente un hombre muy apuesto. Se podía ver la amplitud de su espalda al tensarse en sus hombros el saco blanco que llevaba puesto.
—Gracias —dijo suavemente—. ¿No tiene calor, doctor?
Él sonrió de espaldas. Se dio la vuelta, levantó la jeringa, le dio un ligero golpecito y la miró con sus penetrantes ojos verdes.
—Sí. Mucho calor —dijo, aunque supuso que ella ni se imaginaba a lo que él realmente se refería—. Normalmente solo llevamos traje y corbata el primer día, el último día y todas las noches. Mañana me vestiré más cómodamente. ¿Está lista, seño…?
—…Luz —lo interrumpió—. Llámeme Luz, por favor.
—Un nombre muy apropiado para una hermosa joven.
Ella se acostó en la camilla y se dio la vuelta boca abajo, levantando su salida de baño y dejando expuesta la parte inferior de su cuerpo y sus largas y torneadas piernas. A pesar de que el biquini que llevaba era mucho más conservador que muchos de los que las jóvenes usaban en la piscina, a Sebastián se le tensó la entrepierna al ver las suaves y cremosas curvas de sus nalgas, tan perfectas que quitaban la respiración.
Deseó poder pasar sus manos suavemente y acariciarlas.
¿Qué es lo que estás pensando, psicópata pervertido? Pensó. Esta jovencita no es más que una niña.
—Luz, siéntate —dijo sonriendo—. Te inyectaré en el brazo.
Ella se sonrojó visiblemente al ver que había hecho el papel de una niña tonta esperando que le aplicaran una vacuna.
—Lo siento… pensé…
—No importa, no te preocupes —la interrumpió.
Su salida de baño se había abierto y sus blancos senos quedaron a la vista, tapados solo por dos triángulos amarillos, que no ocultaban la excitación de sus pezones, pero ella no hizo ningún amago de cubrirse.
Le aplicó la inyección contando ovejas mentalmente, para evitar que su erección se hiciera más evidente. Sebastián solo podía pensar en hacer a un lado uno de esos triángulos de tela y chupar su capullo excitado, se lo imaginaba pequeño y de un rosa pálido, duro y apuntando hacia él.
—Voy a tomarte la presión, Luz. Solo será un momento, luego podrás irte, aunque prefiero que descanses un rato antes de salir al sol, hasta que el medicamento surta efecto.
Ella asintió con la cabeza, mordiendo sus labios y le pasó el brazo.
—¿De dónde eres? —preguntó el doctor mientras lo hacía.
—¿Originalmente? De Kanagawa, al lado de Tokio, pero he vivido como una nómada siguiendo a mi padre por todo el mundo. Él es diplomático, actualmente residimos en Paraguay, él es embajador allí.
—Nuestro segundo oficial es paraguayo. Se llama Pablo Gonzaga, quizás quieras conocerlo.
—¿Y usted, doctor?
—Llámame Sebastián.
—Sebastián —repitió ella sonriendo y entornando sus ojos—. Hablas muy bien español para ser brasileño.
Su nombre en sus labios parecía como música celestial. Tenía un acento muy extraño, indefinido, quizás producto de no haber vivido mucho tiempo en un mismo lugar.
—Soy Chileno, pero vivo en Río de Janeiro desde hace quince años. Estudié medicina aquí.
—Treinta y dos o treinta y tres años, supongo —dijo acomodándose en la camilla y dejando más expuesto su cremoso y bien formado cuerpo.
—Treinta y dos. Muy rápida en tus cálculos, Luz. Diste en el clavo —le sacó el aparato que cubría su brazo y continuó—: Presión normal.
—Soy economista, los cálculos son mi fuerte.
Él la miró interrogante.
—¿Economista? ¿Acaso en el colegio enseñan esa materia?
—Que gracioso eres —se levantó y pasó a su lado, rozándole el brazo. Estaba nerviosa, pero tomó coraje y dijo casi altanera—: Puede que parezca una niña, pero soy toda una mujer. Tengo veinticuatro años.
La sorpresa en la cara del doctor era evidente.
—¿Te debo algo? —preguntó Luz.
—No me debes nada, es parte de nuestros servicios.
—Gracias, Sebastián. Me siento mucho mejor, aunque… —lo miró a los ojos, ocultando su nerviosismo—, un poco acalorada, no sé si me comprendes.
Todos los sentidos de Sebastián se pusieron en alerta.
¡Bingo! O estaba loco o ella se estaba ofreciendo en bandeja. Aunque fuera poco ético, tenía que averiguarlo.
—Puedes devolverme el favor, si lo deseas —dijo reteniéndola del brazo.
—Me encantaría. Me has salvado de pasarme una semana tambaleándome por el crucero ¿qué deseas? —preguntó insinuante.
A ti, pensó.
—Cena conmigo esta noche.
—Dudo mucho que pueda hacerlo. Mi padre querrá que cene con la familia, ¿podría ser una copa después? —preguntó entornando los ojos.
—Una copa… me parece perfecto, te esperaré en el bar.
Ella sonrió y salió contorneando las caderas.
Él la miró embobado. Al parecer este viaje sería muy diferente a los otros. Sonrió ante la perspectiva.
Sebastián cenó en la mesa de Leopoldo Butteler, el capitán del barco, como usualmente lo hacía, aunque toda la velada no hizo más que mirar furtivamente hacia la mesa de la espléndida lucecita que ocupaba constantemente sus pensamientos.
Estaba preciosa e increíblemente sexi, ataviada con un vestido azul eléctrico ceñido al cuerpo, con su cabello negro lacio y suelto con flequillo, enmarcando sus exóticas facciones.
Una vez que terminó de cenar, se levantó y fue a acompañar a Yanela en la entrada del restaurante.
—¿Lograste algún avance con tu geisha, Seba? —preguntó la anfitriona, que parecía tener ojos por todos los costados. Siempre estaba al tanto de todo lo que ocurría en el crucero.
—¿Qué eres Yanela? ¿Alguna enviada de Yemanjá ?
—Solo soy observadora, y además, hoy me preguntaste por ella apenas subió al barco —Lo miró y acotó riendo—: Todos conocemos tus debilidades, amigo, jamás pudiste resistirte a unos ojos rasgados o a alguna mulata bien formada.
—¿Soy tan predecible?
—Lamento decirte que para mí, sí —contestó sonriendo.
—¿Y cuáles son tus debilidades, Yan? Jamás vi que permitieras que alguien se te acercara.
—Soy una monja sin hábito, cariño. Pero también una celestina titulada, así que si necesitas mi ayuda, solo silba.
Muy propio de ella, pensó Sebastián, hacer una broma y cambiar inmediatamente de tema cuando alguien quería averiguar más sobre su vida. No entendía a aquella mujer, era una preciosa y exótica morena de cerca de cuarenta años, aunque aparentaba mucho menos, podía tener a cualquier hombre que se le antojara, pero nunca la vio interesarse por nadie.
—Lo tendré presente —contestó riendo—. Pero creo que por ahora me va muy bien solo. Y como mi geisha se está retirando, voy directo al bar para mi encuentro con ella. Deséame suerte «Sor Yan».
Ella lo atajó, tomándolo del brazo.
—Suerte y mucho cuidado, amigo —dijo Yanela mirándolo fijamente—. Es la hija de un importante diplomático japonés, ten en cuenta eso.
Él asintió con la cabeza y partió.
Fue directo hasta el bar y se sentó en la barra a esperarla.
—¡Doc! ¿Cómo estás? —Saludó Elías Carvalho, el barman del hermoso pub que se encontraba en la misma cubierta de la piscina—. Es un milagro verte por aquí.
—Hola Elías. ¿Qué tal pinta la noche?
—Todavía tranquila —dijo limpiando unas copas—. Pero se pondrá mejor cerca de medianoche, cuando todos hayan terminado de cenar. ¿Te sirvo algo?
—Un whisky, por favor —No debería beber, se suponía que tenía que estar lúcido y disponible durante todo el viaje, las 24 horas, pero estaba un poco nervioso y una copa no le afectaría.
—Otro milagro… ¿será porque se acerca la navidad?
—Jingle Bells, Jingle Bells… —Pablo Gonzaga, que había escuchado el último párrafo de la conversación, hizo su aparición en ese momento, cantando. Era el segundo oficial del crucero, un joven simpático a quien todos los tripulantes adoraban, siempre estaba haciendo bromas y divirtiendo a todos con sus ocurrencias.
—Hola, Pablo —saludaron al unísono.
Se pusieron a charlar entre los tres, recordando algunas locuras que habían hecho a bordo del crucero durante los años que se conocían.
Estaban riendo a carcajadas, cuando Luz entró al local.
Le había pasado el mareo casi inmediatamente después de que el apuesto doctor le hubiera aplicado la inyección, aunque estaba nerviosa y le sudaban las manos. Pero era especialista en ocultar sus sentimientos. Por fuera se veía tan tranquila y etérea como siempre.
Sebastián la vio, e inmediatamente se despidió de sus amigos.
—Lo siento, camaradas, pero debo dejarlos.
Ambos asintieron al ver a la hermosa joven asiática que lo miraba fijamente, sonriendo. No les sorprendió en absoluto.
—Luz, estás preciosa —dijo Sebastián tomándole la mano y besando sus nudillos—. Iluminas el lugar con tu presencia.
—Eso fue muuuy cursi, doctor, pero un piropo delicioso. Gracias.
Se sentaron en la terraza, en una pequeña mesa alejada, casi escondida detrás unas palmeras artificiales. Él le preguntó que deseaba tomar y fue hasta el bar a hacer el pedido.
Ella miró su mano izquierda y maldijo en silencio.
¡Qué descuido de mi parte! Pensó. Se sacó el anillo que llevaba puesto y lo guardó en su pequeña cartera.
Cuando Sebastián volvió, lo recibió con una radiante sonrisa.
—Cuéntame algo de ti, Luz —dijo cuando se sentó.
—Pregunta lo que quieras, soy un libro abierto.
La conversación fue fluida a partir de ese momento, colmada de ligeros toques por parte de Sebastián. Si bien su apariencia no era más que la de una adolescente, su conversación y madurez denotaban la edad que tenía, incluso más. Era una joven aparentemente muy centrada y segura de sí misma.
Durante más de una hora de charla y risas, él la probó desde todos los ángulos, tanto física como mentalmente, y salió airosa en todo momento.
—Siento como si estuvieras analizándome, Sebastián ¿me estás poniendo una prueba o algo similar?
—Si lo estuviera haciendo, has salido victoriosa. Me sorprendes, pequeña geisha —dijo tomando su mano y entrelazando sus dedos.
—¿Qué es lo que te sorprende de mí?
—Tienes la apariencia de una adolescente, pero en tus ojos y en tu conversación se aprecia sabiduría. Pareces fría por fuera, pero siento que tiemblas cuando te toco —levantó su mano y la giró. Acercándola a su boca, besó suavemente su palma y la lamió—. ¿Lo ves? Te has estremecido.
—Soy una mujer, doctor.
—Me gustaría conocer más íntimamente a esa mujer —se aventuró.
El corazón de ella comenzó a latir descontrolado, pero no se amilanó. Se acercó más a él, mirándolo fijamente.
—Creo, Sebastián, que debido al poco tiempo del que disponemos, tendremos que saltarnos algunas etapas, ¿no piensas igual?
¿Podría ser cierto lo que estaba escuchando? ¿Había muerto y estaba en el Paraíso?
Tenía que comprobarlo. Acercó su rostro al de ella y le pasó suavemente la lengua por sus labios. Luz los abrió ligeramente y su propia lengua salió al encuentro, mezclándose con la suya, todavía sin tocarse nada más. El cuerpo entero de Sebastián se estremeció al sentir su sabor por primera vez. Sabía a vino y a ambrosía, y a algo más: ansiedad. No quiso analizarlo en ese momento, simplemente la asió de la nuca y la acercó más a su boca.
Ella quiso decir algo, pero Sebastián silenció sus palabras con un profundo beso. Luz se abrió a él para que pudiese introducir su ardiente lengua en su boca. Sus labios eran suaves y calientes al tacto de los de ella. Una llama ardiente le recorrió el estómago hasta su entrepierna y sintió como sus senos le pesaban. A través de la fina tela de su vestido, pudo sentir unos dedos traviesos que le rozaban el pezón, despegó sus labios de los de ella y comenzó a bajar por su cuello, para luego volver a subir.
Tener su boca bajo la suya le hacía sentir un placer tan agudo que casi le dolía. El corazón le palpitaba contra el pecho, y el deseo circulaba por sus venas. Se sentía como si fuera un inexperto joven de dieciséis años recibiendo su primer beso. Su sabor eclipsó cualquier sensación que hubiera tenido antes, y sólo había una palabra en su mente que guiaba los impulsos de su cuerpo: «Más».
Le separó los labios con los suyos y deslizó de nuevo la lengua dentro de su boca. Se dio cuenta de que la caricia, más agresiva que la anterior, la sorprendió, pues soltó un leve gemido y abrió las manos sobre su torso. Ese intenso beso tuvo un efecto inmediato en el cuerpo de Sebastián. La euforia lo inundó al instante, embriagándolo de emoción, pero en vez de sentirse satisfecho, deseó todavía más.
Se apartó un poco, pero sólo lo necesario para respirar, y luego volvió a agachar la cabeza para seguir besándola. Mientras la saboreaba y le recorría el interior de la boca con la lengua, la realidad más allá del beso empezó a penetrar sus sentidos. Bajo las yemas de sus dedos notó cómo a Luz se le erizaba el vello de la nuca. La piel de sus mejillas era suave como la seda, tenía el cuello delgado y delicado, frágil como el tallo de una flor. Le sujetó el rostro con cuidado y se esforzó por contener el ímpetu de sus movimientos.
Volvió a apartarse, consciente de que tenía que controlar la marea de su propio deseo si no quería ahogarlos a ambos. Pero entonces, inesperadamente, ella no lo dejó ir. Le rodeó el cuello con los brazos y lo acercó a ella de nuevo, buscando sus labios con cierta graciosa torpeza, pero a la vez con una pasión digna rival de la de él.
—¡Hikari, Hajishirazuna !
Él se tensó inmediatamente, emitiendo un gemido estrangulado. Ella casi se cayó de la silla y apoyó las manos en los muslos de Sebastián para recuperar el equilibrio.
—¡Shinju! ¿Qué haces aquí? —preguntó Luz, enojada.
—Vine a buscarte —dijo su hermana, mirando a Sebastián con asco, como queriendo estrangularlo.
Luz suspiró, tratando de tranquilizarse. Algo similar hizo Sebastián, intentando ocultar la potente erección que asomaba en su entrepierna.
Ella lo observó apenada, pidiendo disculpas con su mirada. Se levantó y tomando a su hermana del brazo, la llevó arrastrando.
¡Mierda! Pensó Sebastián. No es posible que me deje así.
Pero lo hizo.
Continuará...
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