Salvador, Bahía…
21 de Diciembre.
La función de Sebastián no era el de salvavidas de la piscina, pero allí estaba, el muy imbécil, observando a su geisha desde la cubierta superior, al costado de la escalera.
La noche anterior lo había dejado duro y adolorido, deseoso de más, de todo lo que ella misma le había ofrecido implícitamente. Y ahora, ¡ni siquiera lo miraba! Estaba con su hermana al borde del agua, conversando con tres jóvenes, riendo y gesticulando graciosamente.
Parecía una auténtica geiko . Sus movimientos eran suaves y delicados, igual que ella. Llevaba puesto un biquini rojo oscuro, que contrastaba con su cremosa piel. Esa piel lo estaba volviendo loco, lo que pudo tocar la noche anterior era tan sedoso como el terciopelo.
Suspiró y decidió esperar un rato más deseando que ella lo viera y acudiera a su encuentro. No tengo nada que hacer de todos modos, pensó.
Luz sabía que él estaba allí, observándola, lo había visto de reojo. Decidió hacerlo sufrir un poco más antes de hacerle notar que lo había visto. Sonrió y se recostó ligeramente al borde de la piscina, exponiendo sus senos a la vista de él.
—¡Luz, te estoy hablando! —dijo su hermana.
—Sí, querida, te escucho.
—Lo dudo —su hermana frunció el ceño—. Los chicos nos están invitando a que los acompañemos a tierra cuando lleguemos a Bahía.
—Me parece una excelente idea —le sonrió a los jóvenes, quienes aplaudieron su decisión.
Levantó la vista y lo miró, ya no pudo contenerse.
Pero justo en ese momento, una pareja con un bebé en brazos estaba hablando con él. Aprovechó para mirarlo a su antojo. Estaba espléndido en bermudas negras y camisa blanca mangas cortas con el logo del crucero. Llevaba sandalias y un quepi que lo identificaba como médico.
Le indicó a la pareja que lo acompañaran, y antes de irse volvió a mirarla. Sonrieron, y Sebastián la saludó con el quepi, mostrándole con señas que estaría en su consultorio.
Ella esperó un tiempo prudencial, y luego anunció al grupo que iba a la toilette. Nadie la seguiría allí, ni siquiera su hermana, que por lo que se dio cuenta, marcaría sus pasos durante todo el crucero.
Sebastián terminó de atender al bebé, que no tenía nada más que un ligero sarpullido a causa del calor, y despidió a la pareja.
Y allí estaba Luz, apoyada en la baranda frente a su consultorio, mirándolo con una sonrisa ladeada, esperándolo.
—¿Viene a consultar, señorita Fukumitsu? —preguntó el doctor pícaramente, cediéndole el paso, una vez dentro, la saludó—: Hola, Luz.
—Hola —contestó ella sonriendo—. Vine a disculparme, Sebastián, anoche te dejé plantado de repente, sin darte ninguna explicación.
—No necesitas dármelas, pero realmente me sorprendió. ¿No era esa joven tu hermana menor?
—Sí lo es, tiene diecinueve años.
—¿Y por qué se mete en tu vida? —Luego del chasco de la noche anterior, lo primero que hizo esa mañana fue verificar en el ordenador si ella le había mentido con respecto a su edad, pero no. Tenía exactamente la edad que le había dicho—. Eres bastante grandecita para tener que darle explicaciones.
Luz sonrió, poniendo los ojos en blanco.
—Tú nunca podrás entender nuestra cultura, Sebastián. A una mujer siempre la tratan como a una niña si permanece soltera. Toda mi familia tiene derecho a opinar sobre mí y a imponerme cosas, sobre todo mi padre —Suspiró y se acercó más a él—. Lo siento, lamento haberte dejado así.
Él subió las manos y acarició sus brazos, desde el codo hasta los hombros, luego fue bajando de nuevo hasta posarla en su pequeña cintura, que la salida de baño abierta dejaba al descubierto.
—¿Tú sentiste la misma conexión que yo anoche, Luz? —preguntó suspirando, mientras acariciaba sus caderas.
—Sin duda alguna —contestó con voz ronca.
Sebastián la levantó de la cintura y la sentó en la camilla, mientras ella emitía un pequeño grito ahogado, riendo. Le abrió las piernas y se ubicó entre ellas, apoyando sus manos a los costados, sobre la camilla.
—Deja caer la salida de baño, preciosa, quiero verte.
Obediente, aunque nerviosa, ella lo hizo.
Y él empezó un recorrido con sus labios, desde su oreja, pasando por su cuello, sus hombros, hacia abajo, sin tocarla con sus manos, solo besándola ligeramente, casi como el toque de una pluma.
Todas las terminales nerviosas de la joven se pusieron en tensión. Mandó su cabeza para atrás, ofreciéndose a él, quién llegó hasta el nacimiento de sus senos y la lamió, luego bajó hasta la base y con sus dientes hizo a un lado uno de los triángulos de su biquini, observando el rosado capullo que tantos deseos tenía de ver.
Era perfecto. Le pasó la lengua suavemente y se volvió una piedra preciosa. En ese momento ella gimió y le pasó los dedos por el pelo, acercándola más a su seno, deseosa de sentir sus labios y dientes, además de su lengua.
Algo se desgarró dentro de él y ya no pudo contenerse, le tomó los pechos con las manos, levantando su biquini y usó los pulgares para restregarle los dilatados pezones.
—Preciosos —murmuró con voz tensa—. Tienes unos senos hermosos y unos pezones pequeños, perfectos para chupar.
Ella apretó los muslos con fuerza contra sus caderas y expulsó el aliento. Su boca estaba tan cerca que podía sentir su aliento cálido en los pezones.
—G-Gracias —fue todo lo que pudo decir, en un murmullo.
Y comenzó a jugar con ellos sin piedad, sorprendiéndola, y obligándola a jadear. Fue turnándose entre sus pechos, lamiendo lentamente la aureola de cada pezón para luego chupar la punta con toda la boca.
Luz lloriqueó, sentía debilidad en las piernas, como si fuesen de mantequilla. Él endureció la lengua alrededor de su pezón izquierdo y lo atrajo al calor de su boca. Ella gimió suavemente cuando sus labios lo apresaron, y cuando comenzó a succionar no pudo evitar hundir instintivamente las manos en su pelo oscuro.
Sebastián pasó los cinco minutos siguientes colmando sus senos de atenciones. Chupó un pezón durante unos largos segundos, después cambió al otro e hizo lo mismo. Luego repitió el proceso una y otra vez, y una vez más hasta que ella se aferró a él sin aliento.
Levantó la cabeza de su pecho, con los párpados entornados.
—Ahora el resto —murmuró posesivamente—. Enséñame ese maravilloso coño, mi geisha. Deseo conocerte. —La recostó en la camilla y desató los nudos de los costados de su biquini, dejando expuesto a su vista su pequeño triángulo de rizos negros, perfectamente depilados, que dejaba sus labios inferiores totalmente desnudos.
Luz, que se sentía poseída por alguna fuerza extraña a ella, abrió las piernas para que la mirara, deseaba que lo hiciera, estaba loca porque la tocara.
No tenían mucho espacio, la camilla era pequeña, así que él la estiró hasta el borde, levantó sus piernas y las apoyó sobre sus hombros, hundiendo la cara en su estómago, lamiéndole el ombligo y tocando sus senos con las manos.
Luego fue bajando lentamente, besando todo a su paso.
—¡Sebastián! —gimió Luz y su espalda se arqueó en la camilla —¿Qué estás...? ¡Oh, santo cielo…!
Se estremeció de nuevo, y su mente tomó conciencia de donde se encontraba y de qué estaba sucediendo. Allí estaba ella, extendida en una camilla, casi desnuda, con los pezones tiesos y el coño expuesto, mientras un perfecto desconocido la lamía y la chupaba febrilmente, hundiendo la nariz en su clítoris como un perro que hubiese encontrado un hueso enterrado.
¡Y lo estaba disfrutando! Enredó los dedos en su pelo y le empujó la cabeza acercándola más a su carne palpitante.
—S-sí —gimió, perdida en las sensaciones, perdida en las emociones, mientras la ingenua muchacha que era luchaba mentalmente con la joven mujer que estaba descubriendo tantas emociones nuevas y excitantes.
—Continúa —suplicó—, no pares, por favor.
Él aceptó encantado, un gruñido sordo salió del fondo de su garganta mientras enterraba la cara entre sus piernas tan profundo como era humanamente posible. Le chupó el clítoris más fuerte, hundiendo los dedos en la carne de sus muslos, agarrando su cuerpo con firmeza.
Sebastián creyó oír su nombre y algo relativo a la luz del día, pero no tenía intención de detenerse por una tontería como ésa, no entonces, cuando el cuerpo de ella estaba respondiendo a sus caricias. Luz estaba cerca, muy cerca, a punto de alcanzar el orgasmo. Nada podría hacerlo parar hasta haberle dado al menos eso por ahora.
Estaba a punto, podía sentirla.
Pero, de repente tuvo que parar, bajó sus piernas… y ella se retorció, molesta porque la hubiera dejado así. Definitivamente algo le faltaba.
Toc, toc, toc.
—¡Mierda! —dijo suavemente—. Vístete, Luz.
Se pasó una toalla por el rostro, abrió la puerta ligeramente, sin que pudieran verla y habló con la persona detrás.
—Enseguida estoy con usted, señora —le dijo a alguien—. Termino esta consulta y atiendo a su niño —tomó una compresa y se la pasó—. Presione la herida muy fuerte, no parece ser grave.
Cerró la puerta y la miró.
Luz ya estaba totalmente vestida, y con la salida de baño cerrada.
—Lo siento, preciosa —se disculpó.
—No te preocupes —contestó Luz con la vista baja.
—¿Nos vemos esta noche?
Ella sonrió nerviosa, asintiendo y salió del consultorio, con las piernas como gelatinas, tambaleando.
Llegaron a Salvador de Bahía al mediodía.
Después de almorzar en el barco, bajaron a la ciudad con su padre, su madrastra, los mellizos y los tres jóvenes argentinos con quienes estuvieron esa mañana en la piscina.
Tomaron un tour que les hizo un rápido recorrido, ya que no tenían mucho tiempo para conocerla detalladamente. Visitaron la ciudad alta y ciudad baja, la catedral y el centro administrativo. Se maravillaron que aún conservara muchos edificios coloniales, incluyendo la primera catedral de Brasil y la primera facultad de medicina.
Cuando terminaron el recorrido su padre propuso visitar algunas de las 350 iglesias que había en la ciudad. Los jóvenes se negaron categóricamente, así que les dio permiso a que bajaran a la playa, prometiendo encontrarse con ellas en el barco para cenar, por suerte, se llevaron a los dos terremotos con ellos, protestando.
La ciudad era preciosa, Luz notó la gran influencia cultural africana, siendo la mayor parte de la población proveniente de ese continente, pero ella no podía disfrutarlo plenamente. Tanto física como mentalmente estaba conectada a un guapo doctor que ocupaba todos sus pensamientos.
Trató de sacarlo de su cabeza, pero a cada momento recordaba sus manos en su cuerpo, tocándola; su boca en sus senos, besándola y su lengua… ¡Kami-sama, Hotoke-sama, dōka otasuke kudasai ! Esa lengua en su coño… lamiéndola, chupándola como si fuera el más delicioso caramelo.
—¿Qué es lo que te pasa, Ane ? —preguntó Perla sacándola de su ensimismamiento.
Estaban en la playa, tiradas sobre la espectacular arena blanca, mientras los tres jóvenes alquilaban unas tablas de surf y se dirigían a romper las olas.
—Nada. Todo está bien.
—¿Todavía pensando en los besos que te dio el doctor?
—Ya hablamos de eso anoche, y espero que no vuelvas a entrometerte —la miró fijamente y continuó—: Si lo haces, le contaré a papá lo que encontré en tu clóset la semana pasada.
—¡No serías capaz! —Gritó asustada.
—Pruébame, cariño —contestó con dulzura fingida.
Perla frunció el ceño, rindiéndose.
—¡Bien, bien! Pero que te quede claro que no estoy de acuerdo.
—¿Y a quién le importa? —Contestó riendo a carcajadas—. Es mi vida.
Luego miró a su hermana y se la imaginó en unos años, cuando la obligaran a hacer lo mismo.
—Imōto —dijo acongojada—. Ojalá no tuvieras que pasar por esta agonía más adelante.
Su hermana la abrazó, entendiendo su tristeza.
Se quedaron en la playa hasta que oscureció. El ambiente se puso definitivamente mejor cuando un divertido grupo de mulatos llegó a la playa y se pusieron a cantar y bailar el popular axé . Las invitaron a que se unieran a ellos y les enseñaron algunos pasos. Bailando y riendo, pasaron el resto de la tarde.
Volvieron al barco, se bañaron, se cambiaron y llegó la hora de encontrarse con su padre en el comedor.
El objeto de sus pensamientos estaba conversando con la simpática brasileña que las había atendido al llegar.
—Señoritas Fukumitsu, buenas noches —saludó Yanela—. Espero hayan tenido una tarde muy divertida en tierra.
Sebastián y Luz se miraron y se saludaron con una sonrisa y un ligero movimiento de la cabeza. Fue Perla la que contestó, al ver a su hermana embobada por el médico:
—Fue una hermosa tarde, muchas gracias, señora.
—Por favor, pueden llamarme Yanela, todos lo hacen. Sus padres ya las están esperando allá —dijo señalando hacia una mesa a su costado—. Espero disfruten la cena.
—Gracias —contestaron al unísono.
Sebastián le hizo un guiño antes de que Luz se alejara hacia su mesa.
—¿Qué tal va la seducción, doc? —preguntó la anfitriona sonriendo.
—A las mil maravillas, creo. ¿Me harías un favor, Yan?
—Por supuesto.
—Cuando se retire… ¿le entregas esta nota? —Y se puso a escribir algo en un papel—. No pude hablar con ella esta tarde, y tengo entendido que su padre es muy estricto, no quisiera acercarme a invitarla sin que ella me autorice a hacerlo.
—Dalo por hecho.
En ese momento llegó el capitán.
—Sebastián, Yanela —saludó inclinando la cabeza—. Buenas noches.
Leopoldo Butteler era un hombre excesivamente serio, que imponía mucho respeto. Un cuarentón de aspecto impecable, que hacía suspirar a más de una mujer a su alrededor, pero que no prestaba atención a ninguna. Todos lo trataban con excesiva cortesía, menos Yanela, que parecía disfrutar tomándole el pelo constantemente.
—Buenas noches, capitán. Espero disfrute de su cena —dijo Yanela imitando su gesto serio en broma, luego miró al doctor—. Lo mismo para ti, Sebastián.
—Gracias, cariño.
Leopoldo los miró ladeando una ceja, pero no dijo nada.
Luz ya estaba en la proa esperando a Sebastián cuando él llegó.
No se percató de su presencia hasta que se puso detrás de ella, que estaba de espaldas, cerrándole el paso con sus manos apoyadas en las barandillas.
—¿Me extrañaste en Salvador, mi geiko? —preguntó contra su oído, casi susurrando.
Ella sonrió y giró suavemente, apoyando sus manos sobre su musculoso pecho, deslizando sus dedos lentamente.
—¿Cómo es que conoces ese término tan poco usual, doctor?
—He estudiado mucho tu cultura, me fascina, incluso sé algunas palabras en japonés.
—A ver, dime algo —dijo pícaramente.
—Kisu , Hikari.
Luz soltó una carcajada y se colgó de su cuello, estirándolo hacia ella y presionando sus labios contra los suyos y él la besó como si se estuviera muriendo de hambre, centrándose en el sabor cálido y dulce de la boca femenina, en la suavidad lozana de sus labios bajo los de él, en el movimiento impaciente de los dedos de Luz sobre su nuca y espalda. De momento, al menos, ella había decidido estar con él. Pronto se iría, por supuesto. Pero al menos Sebastián podía asegurarse de que aquella mujer lo echara de menos cuando terminara el crucero y que ambos tuvieran un precioso recuerdo de esa semana.
La besó profunda y apasionadamente, hundiendo la lengua en la boca como ansiaba adentrarse en su sexo. No podía creer que estuviese tocándola, saboreándola. Ella sabía a especias y a pecado; devoró el sabor de su boca húmeda, abierta e impaciente bajo la suya. Se estremeció, sobrecogido por la realidad abrumadora de poder tocar a la mujer que alimentaba sus fantasías más carnales hacía solo dos días.
—Te deseo con locura —susurró contra su boca— ¿me acompañas?
—Mmmm, s-sí —contestó en un murmullo.
La llevó de la mano hacia una zona del barco que ella no conocía. Bajaron riendo unas escaleras, Luz se imaginó que entraban al área donde se encontraban los camarotes de la tripulación.
Sebastián abrió una de las puertas y la metió dentro. Encendió la luz del baño y dejó entornada la puerta para poder verla a media luz.
Él sonrió al mirarla, tenía una expresión asustada.
Sebastián se sacó la chaqueta y la corbata, observándola como un depredador a su presa.
—¿Estás nerviosa? —preguntó al verla titubear.
Ella reaccionó y cambió totalmente su semblante. Pasó de parecer una niña indefensa, a convertirse en la geisha desinhibida que él ya conocía. Bajó el cierre de su vestido y lo dejó caer a sus pies, quedando solamente con una minúscula braga blanca de encaje y los zapatos de tacón.
—Acuéstate, mi geiko —dijo él—. Yo me encargo del resto.
Y ella obedeció.
Sebastián se sacó rápidamente el resto de su ropa, y totalmente desnudo, se acercó a ella despacio.
Los ojos de la joven se regodearon con el esbelto pero fibroso cuerpo masculino y su colosal miembro erecto apuntando hacia ella. No pudo evitar que su cuerpo reaccionara como respondiendo al reflejo de Pávlov . Sus ojos verdes tenían un brillo travieso, y no vio nada en ellos que la hiciera dudar de su deseo por ella. Había hecho una buena elección, ese hombre era un espécimen fabuloso.
Él levantó una rodilla en la cama y tomó uno de sus pies y elevándolo, la descalzó, luego el otro, besando sus dedos durante el proceso. Se subió al somier y lentamente fue bajando su braga, dejando al descubierto ese triángulo de rizos que tanto había disfrutado al saborear. Quería más. Deseaba poder hacerla gritar de placer metiendo su lengua en ese perfecto coño.
Abrió sus piernas y se acomodó entre medio de ellas, levantando una de ellas, lamiendo y besándola desde el pie hasta cerca de su centro. Hizo lo mismo con la otra pierna, dejando un sendero húmedo en la cara interior de su muslo, hasta llegar a su coño y observarlo.
Ella movió las caderas, desesperada, para acercarlo a su boca, que estaba a escasos centímetros.
—Eres preciosa, Luz… te voy a volver loca, cariño, prepárate —dijo con su boca rozando sus pliegues abiertos.
Ella sintió su aliento caliente y se estremeció, gimiendo descontrolada.
—Hazlo, Sebastián… me muero por sentirte otra vez.
Se colocó de rodillas frente a ella, empujándole la cadera sobre el hombro al tiempo que enterraba el rostro entre sus piernas. Ella se apoyó contra las almohadas mientras él la lamía y succionaba, follándola rudamente con la lengua. Nada sabía mejor, nada lo enloquecía más que su olor cuando estaba excitada, el sabor de su flujo caliente en la lengua.
Le lamió el clítoris y casi estalló cuando ella se corrió en su rostro. La joven echó la cabeza hacia atrás y apagados sollozos se escaparon de la boca entreabierta mientras temblaba y se sacudía, ciñéndolo con sus piernas, sintiendo un clímax tan intenso que se le aflojaron las rodillas.
Antes de que sus contracciones terminaran, él se deslizó hasta quedar a su altura en la cama y capturó su boca al tiempo que le introdujo dos dedos en los pliegues húmedos; sin dejar de acariciarla en círculos con el pulgar. Le hundió apenas los dedos en la entrada de la vagina, atormentándola con movimientos poco profundos hasta que ella levantó las caderas de la cama y gimió dentro de su boca.
—Más adentro —le susurró.
Él apartó la mano y le cogió los senos, pintándole los pezones con su propio flujo. Saboreó por turnos cada pezón y después los succionó, deleitándose con el sabor de la excitante esencia femenina. Luz dejó escapar un grito ahogado y él habría podido jurar que su miembro creció más.
Sebastián extendió su mano y tomó algo de la mesita de luz.
—Ponme el condón, mi geiko, necesito sentir tus manos en mí.
Ella lo hizo, vacilante y tímidamente, por instinto, mientras él gemía al sentir sus pequeños dedos presionando su miembro a punto de explotar.
—¿Cómo prefieres, cariño? ¿Quieres montarme?
Luz se quedó arrodillada frente a él, sin saber qué contestar.
Él sonrió lascivamente al notar su indecisión, pero al verla allí, tan suave y femenina, con sus hermosos pezones apuntando hacia él, no pudo contenerse y acercó su boca a la rosada punta y la lamió, luego lo metió en la boca y lo succionó, mientras la sentaba a horcajadas sobre él, que también estaba arrodillado en la cama.
Se movió ligeramente hacia adelante y atrás, aprovechando la fricción de sus partes íntimas, para llevarla a lo más alto. Luz gemía, pequeños gritos de deseo y también de… ¿sorpresa?
Él podía oírse a sí mismo susurrándole cosas al oído, esforzándose por mantener su propio deseo bajo control. Mientras hablaba, notó que ella iba moviendo las caderas con más ímpetu, buscando la mano de él –que aferraba sus senos–, con movimientos frenéticos y descoordinados, ansiosa por encontrar algo que parecía que no sabía identificar.
Mientras lamía, besaba y chupaba sus rosadas cimas, buscó la entrada de su sexo con su rígido miembro. Necesitaba sentirla, ya no podía aguantar más.
Introdujo la punta y gimió, sintiendo como ella se aferraba a sus hombros. Volvió a salir, y se introdujo un poco más, volviéndose loco de deseo. Quería que la primera vez entre ellos fuera perfecta, entró suavemente un poco más, sintiendo las suaves paredes de su vagina bien apretadas, succionándolo, hasta que no pudo entrar más… al menos no sin esfuerzo.
Un balde de agua fría cayó sobre Sebastián.
—¡Maldición! —Se separó de ella rápidamente, la miró con el ceño fruncido y dijo enojado—: ¡Santo Cielos, Luz! ¿Qué es lo que intentas hacer?
Luz no entendía que pasaba. En un momento dejó de estar aferrada a él, para encontrarse despatarrada en la cama, alejada de su tormento.
—N-no… no entiendo —contestó asustada.
—¡Eres virgen, por Dios Santo!
—¿Y eso qué? ¿Acaso no te complace?
—¡Noo! —contestó sobresaltado y enojado. Su erección disminuyó considerablemente en segundos. Se levantó de la cama rápidamente y caminó desnudo, dando vueltas por la habitación, tratando de calmarse. Él no seducía jovencitas inocentes, solo eran un problema. Ella lo engañó, le hizo creer que era una mujer experimentada.
Luz se sintió totalmente menospreciada. Se levantó también y temblando, se vistió en tiempo récord, sin mirarlo, con los ojos vidriosos, casi a punto de llorar.
¡Qué humillación! Pensó, sintiéndose miserable. Cuando estaba a punto de salir de la habitación sin decir nada, él la retuvo tomándola del brazo.
—¿Por qué yo? —preguntó ceñudo.
Ella lo miró altanera y respondió:
—¡Suéltame! —Gritó. Se deshizo de su agarre y concluyó—: No voy a terminar este crucero de la misma forma que llegué. Si no eres tú, será cualquier otro hombre de éste barco, te lo aseguro.
Dio media vuelta y salió cerrando la puerta de un portazo.
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