Teresa - Capítulo 07

miércoles, 6 de octubre de 2010

—¿Qué hacemos hoy, chicos? —Preguntó Anna en el desayuno tardío. —Alex estará todo el día recorriendo la hacienda para conocerla, así que decidan ustedes, yo me apunto a lo que digan.
Teresa la miró con el ceño fruncido.
—¿Y dices que Daniel lo acompañó?
—Sí, Tere… ambos se levantaron temprano y salieron juntos. Lo siento, amiga. Alex estaba también sorprendido cuando me contó la decisión de Daniel, aunque apenas lo recuerdo, estaba medio dormida.
—Quizás quisieron darnos la oportunidad de estar juntos los cuatro todo el día, chicas, —dijo Joselo. —Por mi perfecto, tendré a mi florecita, a mi bichita y a mi indiecita solo para mí.
Todos rieron, menos Teresa.
Se suponía que esos días eran para estar ellos dos juntos. ¿Cómo y por qué osaba escaparse?
—¿Qué tal un picnic a orillas del arroyo? —propuso Serena.
—¡Me encanta la idea! —apoyó Anna.
—Cuenten conmigo… las mojaré a todas.
Teresa, todavía enojada, solo asintió con la cabeza.
Pero pronto se le pasó el enojo porque realmente se estaban divirtiendo. Fueron a caballo, galoparon, jugaron carrera, hasta intentaron trepar un árbol sin conseguirlo.
Exhaustos, al mediodía se dejaron caer en las mantas frente al arroyo, al cobijo de los árboles y dieron cuenta del almuerzo frio que habían llevado.
—¡Dios Santo! Voy a explotar, —dijo Joselo.
—Creo que ya no estamos tan jovencitos como para estos juegos, —dijo Serena, muerta de cansancio y saciada con la comida.
Todos le tiraron servilletas y restos de pan por atreverse a insinuar que se estaban poniendo viejos.
—¡Descansemos un rato! —dijo Teresa.
—Mmmmm, —murmuró Anna que ya se había acomodado para dormir la siesta. —Necesito mi almohada de carne.
Todos rieron y fueron relajándose.
A media tarde despertaron y hacía mucho calor, así que decidieron mojarse los pies en el agua, que era poco profunda. Una cosa llevó a la otra y todos terminaron en ropa interior, como cuando eran chicos, sin complejo alguno, tirándose agua y mojándose.
Ninguna de las chicas tenía vergüenza de que Joselo las viera en camisola y enaguas, para ellas era normal, y él menos aún de que lo vieran en paños menores, aunque se había dejado la camisa puesta.
Eran un cuarteto muy especial.

Daniel y Alex estaban recorriendo los alrededores, cuando escucharon sonidos de risas y gritos provenientes del arroyo. Les intrigó y se acercaron a ver qué ocurría.
Lo primero que vieron fue a Joselo balanceándose de la vieja cuerda que ellos mismos habían puesto ahí de niños, colgada de un árbol sobre el arroyo. Cayó de forma poco elegante en el agua, salpicando a las chicas que corrían, saltaban y lanzaban gritos de júbilo.
Se miraron con sorpresa.
—Daniel, dime que lo que estoy viendo es un espejismo, —le dijo Alex.
—Creo que no, Alex —contestó anonadado. —¿Te puedo pedir una cosa, por favor?
—Dime.
—No mires a mi prometida. —pidió frunciendo el ceño.
—Y tú no mires a mi esposa. —le contestó de la misma forma.
En ese momento, Teresa —que era la única que se había salvado de zambullirse, —pasó al costado de Joselo corriendo, y él, que estaba tirado en el agua, la tomó del tobillo y la tiró frente a él.
—¡Al agua, indiecita!
—¡Ayyyy! —Y cayó de bruces en el arroyo mojándose completamente el frente de su camisola.
Daniel y Alex se miraron avergonzados, sin saber qué hacer.
—Creo que deberíamos irnos sin que sepan que estuvimos aquí. —dijo Alex.
—¿Estás loco? No voy a dejar que ese mequetrefe siga manoseando a Teresa.
Alex lo miró y rió con carcajadas silenciosas.
—¿Y qué peligro representa el pobre Joselo para ellas? Me preocupa más que nosotros estemos mirando a las chicas en paños menores.
—¿No te molesta que ese tipo vea a tu mujer casi desnuda?
Alex siguió riendo y negó con la cabeza. Si no era capaz de darse cuenta de la realidad, no sería él quien se lo dijera.
Pero Daniel no podía dejar de mirar la forma en que la camisola y la enagua mojada se pegaban a todas y cada una de las voluptuosas curvas de su prometida. Cómo se transparentaban sus pezones oscuros debajo de la fina tela mojada. Su miembro despertó.
—Daniel, creo que debemos irnos. Sería muy vergonzoso para ellas si nos pillan observándolas.
—Pero… —Daniel se negaba a irse. —Este tipo…
—¿Quieres avergonzarlas? —preguntó Alex, ya molesto.
Pero en ese momento oyeron un grito.
—Muy tarde, —dijo Daniel. —Ya nos vieron.
Entre alaridos, carreras y risas, las chicas se cubrieron con lo que encontraron a mano, las mantas, el mantel, cualquier cosa.
Serena había huido despavorida, escondiéndose detrás de unos matorrales y le pidió a Joselo que le llevara su ropa.
Anna se resguardó detrás de un árbol y le pidió a Alex con señas que le alcanzara su ropa en el bosquecillo.
Y Teresa no sabía qué hacer. Se había tapado el frente con el mantel, pero sus ropas estaban a los pies de Daniel. Chorreaba agua, estaba descalza, con el pelo alborotado y mojado. Estaba preciosa.
—Ven aquí, osita. —Y levantó su vestido del suelo.
Ella se acercó, avergonzada, tapándose como podía.
—Me siento casi desnuda, Daniel. ¿Puedes voltearte mientras me visto?
—¿Ah, sí? ¿Joselo puede verte y yo no? —le respondió evidentemente enojado. —Levanta las manos.
Ella titubeó, pero le obedeció, y el mantel cayó al piso.
—¿Estás celoso, mi amor? —le dijo ella casi en un susurro.
Él le metió el vestido por los brazos y la cabeza, no sin antes apreciar como sus senos se elevaron al levantar las manos, como sus pezones estaban pequeños y duros por la excitación debajo de la camisola pegada a su cuerpo.
Él no le respondió. Le acomodó el vestido y la volteó para abotonárselo.
Escucharon el grito de Joselo:
—¡Nos vamos a La Esperanza! Serena está roja como un tomateeee… —y se oyó un golpe. —¡Auch!
Teresa rió y llevó su pelo hacia adelante con la mano, dejó su espalda descubierta para que Daniel pudiera abotonarle.
Pero Daniel, al ver su delicada espalda abierta, la curva de sus hombros y cuellos y la tela pegada a su piel, sintió que ya no podía contenerse, un deseo incontrolable se apoderó de él y metió ambas manos dentro del vestido abierto y tomó sus senos con las manos, abarcándolos completamente por encima de la fina tela de la camisola mojada.
Sorpresivamente para Teresa, casi la arrastró hasta detrás de un árbol cercano y volvió a bajarle el vestido, que cayó al suelo y bajó su camisola, que quedó suspendida en la cintura, sostenida por la enagua.
—¡Ohhh, Dani! —casi gritó Teresa, asustada, e intentó cubrirse.
Pero él fue más rápido.
—Osita, —fue lo único que pudo decir antes de meter un pezón en la boca y chuparlo apasionadamente, lamiéndolo, succionándolo, mientras jugueteaba con el otro con sus dedos y mano, haciendo que un millón de descargas eléctricas bajaran por el abdomen de ella hasta su centro, convulsionándola.
—Dani… Alex y Anna… ohhh, —gimió desesperada, —pueden vernos.
—Ellos también, mmmm —gimió contra sus senos, —están ocupados, cariño, te lo aseguro.
El sudor perlaba la frente de él y sentía que le latía la sangre en las venas del cuello. En cualquier momento estallaría en llamas, tan ardiente era su deseo. Daniel introdujo sus manos debajo de la enagua mojada y sintió la piel fría de sus piernas, muslos, acariciándolos de abajo para arriba, subiendo cada vez más, hasta abarcar sus nalgas con las manos y alzarla a horcajadas.
—Envuélveme con tus piernas, osita.
Ella obedeció.
Pero tratando de mantener el equilibrio, con ella cargada en sus caderas, pisó la raíz del árbol que sobresalía en la alfombra de pasto y perdió el equilibrio. Para no golpearla, apoyó su espalda en árbol, y fueron bajando despacio hacia el suelo, como en cámara lenta.
Y terminaron en una posición poco ortodoxa. Él casi acostado en el suelo, si no fuera por una parte de su espalda que estaba apoyada en el árbol, y ella sobre su estómago, a horcajadas, con sus senos casi a la altura de su cara y sus manos a los costados de Daniel.
Ella empezó a reír a carcajadas.
Él la miraba embelesado, y rió también.
Daniel se dio cuenta entonces de lo que estuvo a punto de ocurrir.
—Ay, osita, creo que vas a terminar matándome. —Llevó ambas manos hasta su cabeza y le acarició el pelo. Luego enterró su rostro entre los senos de ella y se quedó muy quieto, presionándola contra él.
—¿Ocurre algo, mi amor? —le preguntó ella al sentirlo estremecerse. —¿Te arrepientes otra vez?
Él levantó la cabeza, y tomando uno de sus senos con la mano le dio un ligero beso al pezón, estremeciéndola, hizo lo mismo con el otro, y se incorporó hasta quedar sentado, con la espalda apoyada en el árbol. Ella seguía sentada en su regazo con las piernas a cada uno de sus costados.
—Nunca podría arrepentirme de sentirte, cariño. —Le dio un beso en los labios y le subió la camisola hasta cubrirle los senos de nuevo. La miró con dulzura y le dijo suavemente: —Muero de ganas de verte llegar, ¿sabes?
Olvidándose que alguna vez había leído algo al respecto en sus extraños libros, Teresa le preguntó inocentemente:
—¿Dónde?
Él rió a carcajadas, y ella pensó que nunca lo había visto tan apuesto.
Daniel la abrazó muy fuerte y le prometió:
—Te lo enseñaré, osita. Pero no ahora. No aquí. Casi cometimos una locura.
—¿Lo prometes?
—Te lo prometo. —le aseguró, suspirando resignado.
Se levantaron del suelo, la ayudó a vestirse, —esta vez sin perder el control, —montaron en un solo caballo y avanzaron despacio, sin apuro, dejando las riendas del otro atado a la silla para que los siguiera.
Como ya había recuperado su control habitual, todo el camino de vuelta Daniel la envolvió en sus brazos, acariciándole suavemente todo el cuerpo, y prodigando besos en su nuca, cuello, hombros y espalda.
Recorrió con sus manos, —sobre el vestido —la curva de sus senos y su estómago. Subió su falda, metió la mano debajo de ella y fue recorriendo suavemente sus piernas hasta detenerse muy cerca de su centro, en la cara interna de sus suaves muslos sintiéndoles temblar y moverse inquietos.
Ella inspiró, esperando tensionada. Daniel se dio cuenta que estaba conteniendo el aliento.
—Respira, osita.
Y cuando volvió a respirar, relajándose, metió su mano entre la maraña de telas y la posó sobre su sexo, rozando los pliegues que le rodeaban, acariciándola arriba y abajo. Se sorprendió de lo caliente y húmeda que estaba.
—Ahhhhh, —Teresa lanzó un grito agudo.
—Shhh… ¿Te gusta, cariño?
Ella meneó con la cabeza y cerró los ojos, asintiendo sin poder decir una palabra, estremeciéndose.
—A mí también me gusta tocarte.
Y sus grandes dedos empezaron a acariciarla entre sus piernas, cada vez más adentro, con movimiento regulares, invadiendo sus lugares más íntimos.
Uno de sus dedos finalmente traspasó los límites imaginarios, deslizándose fácilmente en su interior, sintiéndola muy mojada y excitada, deliciosamente abierta. Y ella dio un respingo con un gemido, y un espasmo le aprisionó el dedo.
La fuerza de aquel espasmo le tomó desprevenido. Levantó el pulgar para apoyarlo en la pequeña protuberancia femenina y acariciársela suavemente. Ella lanzó un grito entrecortado.
Dándose cuenta que ya estaban llegando a la hacienda, retiró la mano debajo de sus faldas —con un gemido de protesta por parte de ella, —y metió el dedo acababa de sacar de su interior dentro de su boca, chupándolo.
Teresa lo miraba atónita.
—Delicioso. Todavía no he acabado contigo, mi dulce osita —le dijo, su voz tensa, ronca de deseo reprimido. Y mirándola fijamente, agregó: —Esta noche quiero saborearte, cariño.
—Ohhh…
Y rozó los labios femeninos con su lengua, abriéndola y explorándola en un dulce y apasionado beso.
Al parecer, Daniel había decidido dejar de luchar contra sus deseos.


Continuará...

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