Teresa - Capítulo 02

miércoles, 6 de octubre de 2010

Daniel no podía dar crédito a lo que escuchaba. Miraba a Teresa sin saber qué decirle, pero como siempre, exteriormente lo disimulaba en forma magistral.
Ella seguía mirándolo con esos encantadores ojazos negros, se podía leer todo en ellos, era tan transparente, sus emociones estaban a flor de piel, era lo que más amaba en ella, porque en definitiva sí la amaba, la sentía su complemento, porque era todo lo contrario a él. A veces le hubiera gustado ser más abierto, menos rígido. Pero fue criado de ese modo.
Era el hijo menor de una familia compuesta por todas hijas mujeres, cuatro en total. Con su hermana mayor se llevaba casi veinte años y con la menor doce años. Sus progenitores ya no eran jóvenes. Y fue criado en forma muy estricta, su padre llevaba las riendas de la familia como si de un banco se tratara, siempre respetuoso de las reglas y las costumbres.
Cuando conoció a Teresa poco después de su fiesta de presentación en sociedad, fue para él como un soplo de aire fresco.
Todavía tenía su mano cerca de sus labios cuando intentó contestarle:
—Querida, yo…
—Buenas noches, Daniel, ¿Cómo estás?
Pero fueron interrumpidos por la madre de Teresa que tenía la costumbre de no dejarlos solos más de media hora, a veces menos, nunca se sabía.
—Buenas noches, Doña Eugenia, —dijo Daniel soltando suavemente la mano de Teresa. —Muy bien, ¿y usted?
—Bien, hijo… bien. Con mucho calor, como siempre. Yo debería haber nacido en otro país donde el invierno dure más tiempo y en verdad haga frío.
Teresa intervino:
—Ya lo sabemos, madre… —respondió Teresa fastidiada por la interrupción, —siempre te quejas de lo mismo. ¿Papá ya llegó?
—Sí, hija… justamente les vine a avisar que ya está lista la cena.
Mirándolo de soslayo, con sólo la expresión de sus ojos, Teresa le indicó a Daniel que la conversación no había terminado.
Él la entendió, siempre la entendía solo con mirarla, y suspirando siguió a las dos mujeres hasta el comedor.
La cena se realizó sin contratiempos, en medio de conversaciones ligeras y un poco de política y negocios entre los dos hombres.
El padre de Teresa apreciaba realmente a su futuro yerno. Era todo lo que siempre deseó para su única hija mujer y la más pequeña. Aparte de ella, tenían dos hijos varones ya casados, y tres nietos.
El día que  Daniel le pidió permiso para cortejar a su hija, hace casi dos años atrás, se lo concedió gustoso, solo le advirtió de una cosa: debería respetarla. Él le aseguró que cumpliría, que sus intenciones eran totalmente honorables, que no podrían casarse inmediatamente porque él quería ofrecerle a Teresa lo mejor, y esperarían a que termine sus estudios y construir un hogar digno de ella.
Le gustaba la seriedad de ese joven. Estaba orgulloso de él y de la elección que había hecho Teresa. Sabía que sería un buen marido, le daría un poco de estabilidad al espíritu tan disperso de su hija.
Una vez concluida la cena, todos pasaron al salón, y ya no tuvieron ocasión de estar solos.
A las nueve de la noche en punto, Daniel anunció que se retiraba y Teresa lo acompañó hasta la puerta.
Apenas estuvieron fuera de la vista de sus padres, en el zaguán del acceso, Teresa le dijo mirándole a los ojos:
—Continuaremos nuestra conversación en breve, Dani.
—Sí, querida. Lo haremos, —contento de tener tiempo para pensar.
—El sábado es la fiesta de cumpleaños de María Rosa.
—Lo sé, pasaré a buscarlas a las ocho, ¿te parece? —y se acercó como para darle un beso en la mejilla.
Teresa desvió la cara y sus labios se posaron sobre los de ella, nada nuevo hasta ahora. Pero, ella levantó uno de sus brazos y los pasó por su nuca, atrayéndolo más hacia su cuerpo.
Sus labios eran cálidos, tranquilos en principio, ella le rodeó el cuello con ambos brazos. Y Daniel pensó que sería bueno darle un poco de lo que ella quería, entonces hundió los dedos en los cabellos de Teresa, lanzando horquillas al suelo, y sin querer los gruesos mechones cayeron en cascada sobre su mano, acariciándole la piel como si fueran de seda.
Eso, y el sentir el cuerpo de su prometida pegado a él, sus voluptuosos senos rozando su pecho, despertó sus sentidos y la abrazó también. Movieron sus labios tentativamente, acariciándose con ellos, rozándose apasionadamente.
Ella sintió que algo explotaba en su interior. Anhelo, hambre, una alegría que no había conocido nunca, todo a la vez. Se aferró a él, perdida para todo lo que no fuera Daniel y el placer de sus labios.
Entonces él puso fin al beso, pero continuó abrazándola. Presionando su frente con la de ella, le dijo:
—¿Era eso lo que querías, querida?
Sin soltarlo, ella le contestó muy cerca de sus labios:
—Por ahora está bien.
«Más que bien, todo un triunfo», se dijo a sí misma.



—Serena llega mañana, Tere, —le decía Anna.
Teresa y Anna estaban en la modista, decidieron renovar uno de los vestidos de Teresa para que se ajuste a los planes de seducción que habían hecho contra el pobre Daniel, y además probarse los nuevos vestidos que se mandaron a hacer para la fiesta de cumpleaños de Teresa, que sería en poco más de una semana.
—Quizás Sere debería quedarse en mi casa esta vez, amiga, ya que estás… ¿cómo se diría? Mmmm… de ¡Luna de Miel! —le dijo Tere pícaramente.
Anna rió, sonrojándose.
—No es necesario, pero dejemos que ella decida. Tu casa estará llena de gente, y la mía está vacía… ya sabes, somos dos, pero ahora solo ocupamos una… mmmm, habitación.
Siguieron riendo.
—Ayyy, feliz de ustedes. ¿No piensan viajar de luna de miel?
—Ahora no podemos, estamos a un paso de la cosecha, pero después seguro que sí, lo que hablamos fue de ir a pasar unos días a “La Esperanza”. Alex no la conoce, ¿sabes?
—¿Cuándo? —La rápida mente de Teresa estaba funcionando a mil revoluciones, se le ocurrió una idea interesante.
—No sé exactamente, pero nosotros llevaremos a Serena de vuelta a la hacienda después de tu cumpleaños.
Teresa tomó de las manos a su amiga, y le dijo solemne:
—Anna, debes llevarme a mí también… ¿puedo ir? —y con los ojos suplicantes, le rogó: —Di que siiii…
—Pero por supuesto, ni siquiera tienes que preguntar. —Anna la miró desconfiada, con el ceño fruncido. —Teresa… ¿qué estas planeando?
—¿Puedes invitar también a Daniel?
Los ojos de Anna se abrieron como platos.
—Ahhh, no… yo no me voy a hacer responsable de tus locuras, Tere. Tu madre me mataría si algo llegara a pasar.
—No lo harás, Daniel se quedará con ustedes y yo en la casa de Serena. Le pediré a tía Sofi que escriba a mamá. Ella estará de acuerdo, porque el viaje lo haremos todos juntos y Alex estará allí. —con los ojitos suplicantes, le rogó: —Ay, amiga… di que estás de acuerdo, por favor.
—Si tía Eugenia está de acuerdo, yo no tengo nada que objetar. Será divertido. Estaremos las tres juntas en la hacienda otra vez. —Miró a su amiga desconfiada. —Pero prométeme que no harás ninguna locura, Tere.
Teresa sonrió pícaramente.
—Nada que tú no harías en mi lugar, amiga.
Anna se desesperó.



Teresa estaba vistiéndose para asistir al cumpleaños de María Rosa, una amiga de la infancia. Aunque estaba nerviosa, sabía que iba a animarse a llevar a cabo sus planes. ¡Por supuesto que lo haría!
Había practicado frente al espejo las mejores posiciones para que sus atributos resalten mejor. Mandó retocar un vestido que tenía que realzaba especialmente sus pechos, ampliando el escote para dejar visiblemente a la vista sus senos, pero hizo confeccionar un cuello especial de gasa amasada a tono con el vestido que se aplicaba con unos pequeños ganchillos, de modo a “adecentarlo”.
Estaba dispuesta a volverlo loco.
Hasta El Supremo estaba de su parte, porque a su madre le dio una de sus fuertes jaquecas y decidió que no podía acompañarla, no sin antes tener una seria conversación con su hija:
—¿Quién va a acompañarte? ¿Puedes pedirle a Anna que venga a buscarte?
—No es necesario «mami» —le dijo con la mayor dulzura posible. —Daniel vendrá a buscarme, y es tan cerca que no vale la pena molestar a Anna, nuestra casa le queda totalmente de contramano. No te preocupes, no es mal visto que tu prometido te lleve a una fiesta después de dos años de novios. Confía en mí.
—Más bien confío en él. Haré que tu padre le hable antes de partir. —se cubrió de nuevo la frente con la toalla húmeda y siguió quejándose: —Ay, de mí… que dolor insoportable. Cierra las cortinas, hija, necesito oscuridad. Y por favor, pórtate bien, como lo que eres, toda una dama. Y vuelve a casa con Anna y Alexander, aunque tengan que desviarse, sé que no les molestará.
—Sí, mami… por supuesto.
«¡Bien!», pensó… y salió rápidamente de la habitación de su madre antes de que se arrepintiera de su decisión.
Le habían anunciado que Daniel ya había llegado y estaba hablando con su padre. Estaba casi lista, sólo necesitaba un poco de perfume en lugares estratégicos y ya.
Bajó a la entrada, oyó que su padre estaba conversando con Daniel en el escritorio y salió directamente a la calle.
—Dile al señor Daniel que lo espero en el carro, Juana, —le dijo a la doncella, subió rápidamente y se sacó el cuello que tapaba su escote, esperándolo.
Al cabo de un rato llegó Daniel y subió al carruaje, extrañado por la actitud de Teresa, ella llevaba un abanico cubriendo su escote, como apantallándose.
—Buenas noches, querida, —le dijo amablemente —dándole un beso en la mejilla y ubicándose al lado de ella.
—Buenas noches, Daniel.
«Llegó la hora, no tengo mucho tiempo», pensó, cuando apenas avanzaron una cuadra cerró el abanico y lo bajó, mirando a Daniel de soslayo para ver su reacción.
Escuchó una exclamación ahogada.
—¡Teresa! Por Dios, querida… —sus ojos no daban crédito a lo que veían, los senos de su prometida estaban prácticamente a la vista, eran cremosos, grandes y perfectos. Sintió que su entrepierna se tensaba. —¡No puedes ir así, es indecente!
—Así… ¿Cómo? —le preguntó haciéndose la desentendida.
—Tus… tus… —nos sabía cómo nombrarlos delante de ella. —¡Se te ve todo! No voy a permitir que todo el mundo aprecie tus… mmmm, atributos.
—Mis senos, Daniel… así se llaman. Y no te preocupes, querido. Es la moda, así se usa ahora.
—¡Me importa un cuerno la moda! Le diré al cochero que vuelva para que te cambies.
Nunca lo había visto tan alterado.
—No te enojes ¿No te gusta, Dani? —le preguntó en un susurro, acercándose y exponiendo mejor sus «atributos» a la vista de él. Disfrutaba de verlo tan turbado, tan fuera de sí, tan diferente a su rigidez habitual.
—Teresa, —le dijo suspirando, —no me tientes. Acabo de tener una conversación muy seria con tu padre sobre el modo en que debía comportarme esta noche contigo.
—Al diablo con mis padres, olvídate de ellos y dime qué es lo que sientes tú. ¿Te gusta mi vestido? ¿Te gusta lo que ves?
—¡Santo cielo! —Debería indicarle al cochero que vuelva inmediatamente, pero no podía dejar de mirarla, de mirar sus senos que estaban a punto de saltar de su escote, —me encanta.
Ella sonrió complacida, entornando los ojos.
—Prometo cubrirme, con una condición, —él la miró interrogante, levantando una ceja, —si me das un beso igual o mejor al último.
«Puedo hacerlo, solo debo controlarme», pensó.
Posó las manos en su cintura y acercó lentamente su boca a la de ella, sus alientos se mezclaron, sus labios se rozaron y a pesar de su pronóstico, perdió su control habitual. Ella entreabrió los labios en una insinuante invitación y él tomó posesión de su boca en un apasionado beso, como nunca antes lo había hecho. Pasó suave y tentativamente su lengua por los labios entreabiertos de ella y conoció su sabor cuando su lengua invadió su boca.
Teresa sintió un hormigueo que fue directamente a su entrepierna. Se sentía tan desinhibida y el delicioso sabor de su lengua la reclamaba con cada caricia. Lo agarró de las solapas de su chaqueta, acercándolo más hacia sí. Pero justo en ese instante, Daniel interrumpió el beso. Un ronco gruñido surgió de su garganta mientras se apartaba, sin soltarla.
Alarmada y consternada, Teresa se humedeció los labios. Aunque satisfecha por su éxito, estaba asustada por las intensas sensaciones. No esperaba que él fuera tan apasionado.
Y la sorprendió aún más, cuando bajó sus labios hasta su cuello y la llenó de apasionados y húmedos besos hasta llegar al nacimiento de sus senos. Ella echó la cabeza hacia atrás para darle mayor acceso.
Pero el carruaje paró. Él reaccionó antes que ella y le dijo con voz ronca al cochero, que estaba a punto de abrir la puerta:
—Un momento, Marcos, ya bajamos, espera. —Se miraron fijamente, como descubriéndose por primera vez. Ella estaba ligeramente sonrosada, hermosa. Muy serio, él le dijo: —Querida, no me tientes de nuevo. Esto puede terminar muy mal, a pesar de lo que creas, sólo soy un hombre y tengo necesidades. Tienes unos… —dudó del término a usar, —senos preciosos, si quieres saberlo, pero cúbrete, por favor.
Sin decir una sola palabra, todavía alterada, ella tomó el cuello de gasa y se cubrió con manos temblorosas, sujetándolo con los ganchillos.
Él bajó del carro antes, y tomándola de la mano la ayudó a bajar. Una vez sobre la acera, le preguntó al oído:
—Lo hiciste a propósito, ¿no?
Ella lo miró y con una suave sonrisa, le contestó:
—Dani, lo haría mil veces más si voy a conseguir esta misma reacción tuya.
—No juegues con fuego, querida.
Y en un susurro, ella le contestó:
—Quizás quiera quemarme.
Continuará...

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