Teresa - Capítulo 05

miércoles, 6 de octubre de 2010

Como siempre que ocurría alguna situación apasionada entre ellos, él actuaba como si nada hubiera pasado. Ella todavía temblaba de la emoción y no podía sacarse de la cabeza las sensaciones que había sentido. Y él… —Teresa no podía entenderlo, —parecía tan tranquilo.
Sin decir una sola palabra más, la había ayudado a componer su vestido, y tomándola de la mano la acompañó de nuevo a la fiesta. La invitó a bailar bajo la mirada aturdida de ella.
—Cariño, sonríe. —Le dijo en mitad del baile al notar su evidente tensión. —Todos están pendientes de nosotros. Van a pensar que nos peleamos.
Y con una sonrisa forzada, ruborizándose, le dijo:
—No puedo entender cómo estás tan tranquilo, Dani. Yo todavía estoy temblando y me da la impresión que todos saben lo que hicimos.
Él la miró con dulzura y le contestó:
—Osita, estás hermosa, toda sonrojada. Lo único que ésta gente piensa es lo feliz de debemos estar porque al fin vamos a casarnos. Por cierto, debemos decidir la fecha.
—Lo haremos…
Y la hizo girar y girar por toda la pista al ritmo de un vals, ella se relajó y rió antes tantas vueltas.
Se pasaron el resto de la noche recorriendo los diferentes grupos de invitados, conversando, hasta que llegaron tomados del brazo donde estaban Anna, Alex, Serena y Joselo.
—¿Qué tal, amigos? ¿Preparados para la gran aventura? —les preguntó Alex.
—Ay, ¡sí! —contestó Teresa, —me muero de ganas de viajar todos juntos. ¿Cuándo exactamente nos vamos?
Anna rió y le dijo:
—Creo que Alex se refería a la boda, Tere.
—Oh, —lo siento, —todavía no me acostumbro, —dijo y miró su mano izquierda.
Sus amigas tomaron su mano y apreciaron el anillo.
—Está precioso, Tere, —dijo Serena.
—Maravilloso… —acotó Anna, —debió costarte una fortuna, Daniel.
—Todo es poco cuando se refiere a ella. —contestó Daniel muy formal.
Se miraron entre las tres y sonrieron. Alex intervino, cambiando la conversación:
—Contestando a tu pregunta anterior, Teresa, podemos partir hacia La Esperanza el miércoles, ¿qué les parece? Y nos quedamos hasta el domingo ó lunes, máximo.
—A mí me parece fantástico, —dijo Joselo, —y por si no sabían, los voy a acompañar de ida. Espero que haya lugar para mí.
Alex respondió:
—De hecho vamos en dos carruaj… —pero Teresa no le permitió terminar.
—Ohhh, Joselo… ¡qué bueno! Estaremos otra vez los cuatro juntos en la hacienda. —dijo emocionada, dando saltitos.
Anna y Serena lanzaron unos grititos de contentas.
—Sí, indiecita, y espero verte otra vez con tus dos trencitas correteando y subiéndote a los árboles.
Todos rieron y siguieron haciendo planes para el viaje.
Menos Daniel, a quien no le causó gracia que José Luis Ruthia tratara tan familiarmente a su prometida. «Indiecita», esa no era forma de referirse a su futura esposa.
A pesar de saber que eran amigos, y compañeros de correrías durante la niñez, nunca le cayó bien el hermano de Serena. Había algo en él que no le gustaba. Sus finos modales le repelían. Pero no dijo nada.
El único que se dio cuenta del cambio de expresión de Daniel fue Alex.

La fiesta de cumpleaños llegó a su fin, Teresa, y Daniel despidieron a los últimos invitados en el zaguán de acceso. Ella estaba feliz, pero cansada. Se apoyó en él, de espaldas y Daniel la rodeó con sus brazos apoyando su mejilla en la de ella desde atrás.
Así los encontró Doña Eugenia. Era la primera vez que los veía hacerse demostraciones de afecto, sobre todo Daniel, que era tan serio. En otro momento los hubiera separado, pero ya el compromiso era formal, solo les faltaba fijar la fecha de la boda. Sonrió y carraspeó para que se dieran cuenta de su presencia.
—¡Mamá! —dijo Teresa, separándose de Daniel.
—Está todo bien, chicos, no tienen que saltar en mi presencia solo porque estén mimándose un poco. Se los ve muy bien juntos. Estoy muy orgullosa de ustedes.
Teresa y Daniel se miraron, sorprendidos. Daniel fue el primero que habló:
—Gracias, Doña Eugenia. Eh… yo ya me iba.
Teresa se acercó a su madre, y le dijo al oído:
—Mami, todavía no le agradecí como corresponde por el anillo, ¿puedo quedarme un ratito más?
—Claro, hija, diez minutos y luego entras, ya es muy tarde. —y dirigiéndose a Daniel se despidió: —Buenas noches, Daniel, que descanses.
—Usted también, Doña Eugenia. Buenas noches y dele mis saludos a Don Augusto, no pude despedirme de él.
—Gracias, hijo. —y se retiró.
Teresa miró a Daniel con picardía, diciendo:
—¿Puedes creerlo? En otras circunstancias nos hubiera lanzando un sermón y un par de amenazas. —Levantó teatralmente su mano izquierda y riendo a carcajadas le dijo: —¡El poder del anillo!
—Tal parece que tendremos un poco más de libertad a partir de ahora.
Ella se acercó y lo tomó de las solapas de su traje.
—Ya era hora. No tuve oportunidad de agradecerte el hermoso anillo. —Y mirándolo a los ojos, le dijo en un susurro: —Gracias, mi amor y perdona mi reacción anterior.
—Es poco para lo que tú te mereces, osita. Si pudiera te llenaría de joyas, pero tendrás que esperar a que me recupere. Los gastos de nuestra nueva casa son muchos.
—Lo entiendo. No necesito joyas, Dani. Solo te necesito a ti. —Y pasó sus manos por la nuca de él, abrazándolo. Él le correspondió, acunándola en sus brazos, apretándola contra él y llenando su cuello y mejillas de besos.
—Osita, eres tan mimosa.
—Y estoy descubriendo sorprendida que tú también puedes llegar a serlo, Dani. Todo lo que he descubierto estas semanas solo hace que desee más de ti. Lo que pasó en la biblioteca fue…
—Osita, no hablemos de eso, por favor. —la interrumpió el. —Me siento avergonzado de mi conducta. He faltado a la palabra que le he dado a tu padre. Te he faltado al respeto y no está bien, no debe volver a ocurrir.
—Pero, Dani… yo…
—Por favor. —Le dijo suave pero firmemente.
Con su temperamento explosivo y caprichoso, Teresa se separó de él, enojada.
—Está bien, como quieras. Buenas noches.
Él intentó acercarse para darle un beso de despedida, ella desvió la cara y solo pudo darle un ligero beso en la mejilla.
—Buenas noches, cariño.
Y Teresa entró rápido, dejándolo solo en el zaguán.
«En algún momento entenderá», pensó él y suspirando se retiró.
Ya dentro del carruaje se puso a pensar. Temía ese viaje que harían, él no sabía hasta que punto podía llegar a controlarse. Tenerla en sus brazos esta noche, acariciar su hermoso seno, lamerlo y besarlo, lo único que hizo fue multiplicar su deseo por ella.
De un tiempo a esta parte, solo tenerla cerca y oler su aroma, ya despertaba al león que tenía dentro. Era una tortura.
Sin embargo ella dudaba de él, estaba seguro. Por eso recurrió a esa táctica para tranquilizarla y demostrarle que podía satisfacerla. Pero eso no hizo más que empeorar la situación, porque ahora ambos querían más.
Todo dependía de él y su auto-control.
Y temía que sería puesto a prueba muchas veces durante el viaje.

El fin de semana transcurrió sin sobresaltos. A Daniel le costó mucho esfuerzo y persuasión que Teresa volviera a la normalidad. Pero lo había logrado, era domingo a la tarde y en ese momento estaban en el parque dando un paseo —¡sin carabina! Situación que había sorprendido a ambos gratamente —cuando Teresa lo sorprendió más aún con sus preguntas.
—Dani, ¿cómo aprendiste a satisfacer a una mujer?
Él tosió, nervioso y la miró con el ceño fruncido.
—Teresa, esa no es una pregunta que se le haga un caballero.
—Eres casi mi marido, no creo que tenga nada de malo enterarme. Yo quiero saber todo de tu vida. Evidentemente no eres un novato. Por favor, cuéntame.
—Querida, no voy a contestar a tu pregunta, no insistas.
Ella no se daba por vencida.
—Pero… en algún lado tuviste que haber aprendido ¿no?
—Tú eres una damita muy apasionada, osita, sin embargo nadie te ha enseñado nada antes, ¿no? ¿Cómo entonces has sabido responder a mis avances? Es instinto, querida… es algo que todos sabemos, el cuerpo nos lleva a responder de determinadas formas.
—Bueno, si quieres saber la verdad… yo he leído mucho. Si no lo hubiera hecho, creo que me hubiera desmayado el día que… tú sabes. Cuando me besaste… —y se miró los pechos, —mmmm.
Él sonrió.
—No me hagas acordar, por favor. Los hombres no podemos esconder ciertas evidencias, y el parque público no es el mejor lugar para… —saludaron con la cabeza a una pareja que se les cruzó, —…para que se manifiesten.
—Puede que lo mío sea por instinto, pero lo tuyo no lo es, Dani… ¿quién te enseñó? ¿Con cuántas mujeres estuviste? —el carraspeó y se llevó una mano a la sien, nervioso, —las publicaciones que leí dicen que los hombres no pueden dominarse, ¿con quién satisfaces tus… mmmm, necesidades actuales?
—Has leído demasiada porquería, Teresa. Volvamos a la casa.
Y la estiró del brazo, para retomar el camino de vuelta. Casi corriendo, para ponerse a su lado, ella continuó:
—Las chicas tenemos que buscar alternativas para documentarnos, Dani, nadie quiere hablar con nosotras sobre eso.
—Y así debe ser, es tu marido quien debe enseñarte.
—¿Y si mi marido no está capacitado?
—Yo lo estoy, querida, es todo lo que necesitas saber.
—Pero… ¿cómo?
—Vamos, camina, osita y no preguntes más.
Vio que hacía un puchero con la boca. Se veía adorable.

Fue Anna la que creyó haber descubierto el misterio que ocultaba Daniel.
—Cielo, cúbrete mejor, —le dijo Alex. —No puedo creer que me haya dejado convencer para hacer esto.
—Ay, amor, todo es fascinante.
Era lunes a la noche y estaban en un conocido burdel de las afueras de la ciudad. Hacía semanas que Anna le insistía que quería conocer un poco del bajo mundo. Y en un momento de debilidad, teniéndola encima a merced de ella, había accedido. Ella llevaba un pequeño sombrerito con un velo que tapaba su rostro e iba vestida provocativamente. Él mismo se encargó de elegir su vestuario, para que no destacara por estar demasiado vestida.
Observaba todo con interés, las mujeres estaban prácticamente desnudas, los pechos desbordaban de sus finas camisas abiertas, sus corsés realzaban sus atributos y estaban a la vista, llevaban faldas abiertas, y algunas hasta tenían sus piernas subidas sobre las mesas, para que las admiren.
Los hombres las tocaban, algunos hasta tenían sus rostros hundidos en sus escotes, otros metían la mano por debajo de las faldas y las acariciaban a la vista de todos. ¡Oh, cielos! Una de ellas estaba practicándole sexo oral a un hombre casi debajo de la mesa.
A Alex le hubiera gustado ver la expresión de su cara. La puso delante de él, de modo a que nadie pudiera tocarla, avanzaron hasta uno de los sofás y se dejaron caer en él.
—¡Cielos, Alex! Esto es increíble, nunca me imaginé algo así.
Tenían una buena vista de todo el entorno. Y Alex empezó a contarle algunas cosas que ella desconocía. Le explicó la función de la mujer subida a  la barra a la cual nadie podía tocar, pero se contorsionaba con movimientos eróticos, las bebidas que las acompañantes pedían —aunque solo le traían agua, —eran pagadas por los clientes.
Y la extraña puerta que había un costado de la barra, era el límite entre lo público y privado. Allí estaban las habitaciones y solo se podía acceder pagando, ya sea acompañado previamente o solicitando una compañera de turno, a elección.
—¡Llévame, por favor, quiero conocerlo! —le rogó Anna.
—Claro, amor… te llevaré. Esta noche eres mi… mmmm, —con sólo pensarlo se puso duro, —eres mi «puta» privada. ¿Prometes comportarte como tal?
Anna se ruborizó, aunque él no lo notó. Pero no se amilanó, se acercó más y restregándose contra él, metiendo su mano bajo su chaqueta, le dijo:
—Caballero, haré todo lo que usted desee.
Él rió, pensando que una mujer de mala vida jamás hablaría de esa forma. Acercó el rostro a su cuello y comenzó a besarla, metiendo la mano bajo su falda y acariciando sus piernas debajo de la mesa.
Ella se tensó, no por las caricias de su marido, sino por lo que estaba viendo.
—Ohhh… amor, para… —él no le hacía caso, seguía jugueteando con su cuello, lamiendo sus orejas. —¡Alex! ¿Quién es esa mujer?
Él levantó la cara y miró hacia donde ella le indicaba.
—Mmmmm, es la dueña del lugar. —Y seguía acariciándola, acercándose peligrosamente a su entrepierna. —Se hace llamar «Madame Amour».
Ella levantó el velo que le cubría la cara, para ver mejor.
Él volvió a mirar para ver que tanto llamaba su atención como para evidenciarse de esa manera.
«Mierda», pensó.
Madame Amour estaba con Daniel Lezcano, y se perdieron dentro de las áreas reservadas, cruzando el límite entre lo público y privado.
Y Anna lo había visto. «Mierda»

Continuará...

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