Anna - Capítulo 04

miércoles, 6 de octubre de 2010


—El señor Alexander Constanzo  no está en la ciudad en estos momentos, señorita Sabater, —le informó el abogado a la mañana siguiente.
—¿Y cuando vuelve, señor Velázquez? —preguntó Anna fastidiada.
—No lo sé, señorita, no pudieron informarme de eso, solo me dijeron que no tardaría en volver, que fue al interior del país. Pero dejé constancia de su pedido de una reunión urgente cuando vuelva. Así que me avisarán en mi despacho e inmediatamente le informaré.
—Gracias, señor Velázquez. Por favor si puede anotarme la dirección de las oficinas de la empresa, se lo agradecería.
El señor Velázquez procedió a entregarle la dirección solicitada y sin más preámbulo se marchó. Anna leyó la nota fijándose que las oficinas quedaban cerca del puerto.
—¡Que fastidio, Sere! —le dijo Anna. Serena estaba sentada en el sillón de orejas tejiendo un chal para su madre, ya que su cumpleaños estaba próximo.
—Sí, amiga… lo sé. Te entiendo. Entonces… ¿qué hacemos hoy? Porque me imagino que no nos quedaremos encerradas esperando a que este individuo vuelva de su viaje… ¿no?
—Por supuesto que no… ¿qué te gustaría hacer?
—Pasear, ir de compras, quizás visitar ese museo que una vez fuimos de pequeñas, para refrescar la memoria, recuerdo que fue muy interesante… y quizás…
—¿…ir a una librería? —la interrumpió Anna, risueña. —¿Adiviné?
—¡Me conoces tanto! —dijo Serena riendo.
—Lo haremos después de hacer la siesta, ¿te parece? Es que quiero escribirle al tío Ernesto, debe estar preocupado por no recibir noticias mías. Además quisiera pedirle algunos consejos…
—Claro, Ann… me parece perfecto, al mediodía hace demasiado calor.
Entonces Anna se dispuso a escribir a su tío, pero decidió hacerlo en la intimidad de su habitación, estaba segura que escribir a su tío iba a alterarla y no quería preocupar más a su amiga ni a tía Sofi.
Empezó la carta contándole detalladamente a su tío los detalles del testamento de su padre, lo desolada que se sentía por la decisión que había tomado sin consultarla. Expresó en palabras su rabia e impotencia y la tristeza que sentía por todo lo que estaba ocurriendo y por no poder tenerlo cerca en estos momentos:

¿...porqué estás tan lejos, tío? Te necesito, sé que aquí todos se preocupan por mí, estoy bien al cuidado de mamá Chela y tía Sofi, incluso recibí apoyo de personas que ni me imaginaba que podrían estar a mi lado en éste momento, pero necesito a mi familia a mi lado. No tengo a nadie, solo me quedas tú.
Sé que sería un escándalo social si aparecieras ahora en mi vida, ya que pocos saben de tu existencia, pero si padre confiaba en ti… ¿por qué no me dejó a tu cargo? ¿Qué importancia podría tener que se sepa ahora la situación de tu nacimiento?
No quiero casarme con ese desconocido, tío… ¿qué puedo hacer? Necesito tus consejos, tu apoyo, te necesito a mi lado.
 
Y así continuaba la carta, una carta de auxilio. Una vez terminada se quedó mirando el sobre, pensando si no resultaba muy egoísta de su parte pedir a su tío que deje su vida para acudir a ella.
Sabía que no iba a poder hacerlo. Si bien su tío era viudo y no tuvo hijos, tenía un negocio que atender, una vida en la que ella no tenía cabida. No podía presentarse a su puerta y decirle: «vengo a vivir contigo», ellos no tenían ningún parentesco legal.
El tío Ernesto era un hijo no reconocido del abuelo de Anna. Las circunstancias de la vida hicieron que ambos hermanos se conocieran cuando ya eran adultos y el padre de ambos había muerto. Unas cartas ocultas, un diario privado y el testimonio de la abuela de Anna llevaron a Guillermo Sabater a buscar a «ese hermano perdido»… el parecido entre ellos era impresionante, ninguno de los dos pudo negarlo.
Si bien Don Guillermo no podía hacer nada para reconocer legalmente a Ernesto como hermano  —no tenían más pruebas que las que dicta el corazón— desde que se conocieron se trataron como tal. Incluso lo ayudó a ampliar su negocio, y ahora era un próspero comerciante con una fortuna considerable.
Anna dejó la carta sobre el pequeño escritorio que tenía en la alcoba y dejó postergada la decisión de enviarla. Justo en ese momento llegó la doncella anunciando que ya estaba el almuerzo.


Pasó un día, dos días… entre actividades tranquilas: paseos por el parque, mañanas de lectura y bordado, siestas calurosas, tardes de compras, en las que se sumaba Teresa con su espíritu  dicharachero, con ella recorrieron un poco la ciudad. Era una joven muy popular, donde iban siempre la reconocían y paraba cada tanto a conversar con la gente, sobre todo jóvenes interesados, tanto en ella como en sus «amigas misteriosas».
A la mañana del tercer día Anna trepaba las paredes, por lo que Serena decidió salir a pasear. Propuso ir a la recova del puerto, donde había negocios de artesanías indígenas muy pintorescas.
Seguidas de cerca por la tía Sofi, recorrieron las tiendas, maravillándose de los hermosos artículos hechos a mano. Anna estaba embelesada con un chal hecho a mano de hilo, cuando Serena vio una librería al cruzar la calle y anunció que estaría allí, seguida muy de cerca por su madre.
Siguió mirando los escaparates, preguntando precios y conversando con las dependientas, cuando de repente, le subió otra vez por la espalda el mismo escalofrío que había sentido en el parque. Se sobresaltó y miró cautelosamente a sus costados.
Y lo vio… él también parecía sorprendido.
Estaba espléndido, sus anchas espaldas cubiertas de un saco de lino claro. Sus musculosas piernas cubiertas con una calza más oscura y botas de cuero negras. No llevaba corbata, y su camisa estaba ligeramente desabrochada.
Por más que la decencia le decía que dejara de mirarlo, no podía.
Se estudiaron mutuamente por unos segundos, que parecieron horas… hasta que Anna desvió la vista, incómoda por las sensaciones que sentía con sólo mirar al desconocido de pelo negro y ojos azules.
Él no podía dejar de mirarla.
Las buenas costumbres no le permitían acercarse y establecer una conversación con ella sin que alguien los presentara… ¿y desde cuando a él le importaban las buenas costumbres?
Se notaba que era una dama, y además estaba de luto, en consecuencia, debía comportarse como un caballero. ¡Malditas sean las reglas sociales! Encontrarla dos veces en una misma semana era una suerte que no ocurría a menudo… tenía que actuar.
En eso vio que se le acercaba un muchacho desgarbado, le entregaba una nota y ella la leía.  Cambió totalmente la expresión de su cara. Se notaba que estaba turbada, casi se diría enojada. Mal momento para acercarse.
La vio cruzar la calle con pasos decididos y entrar a la librería. Al cabo de un rato salió acompañada de una mujer mayor y otra joven desconocida, Ella iba gesticulando con las manos, como si estuviera nerviosa. Caminaron rápidamente hasta llegar a la esquina, doblar y perderse de vista.
Otra oportunidad perdida.


—El abogado mandó un mensajero a la casa y ahí le avisaron donde yo estaba. Trajo una nota diciendo que el «bastardo desgraciado» ya está en la ciudad y…
—¡Anna! Esa no es forma de expresarse de una jovencita… —replicó la tía Sofi.
—Perdona, tía, es que estoy muy nerviosa. Les decía que el señor Constanzo ya está en la ciudad. Quiere saber a qué hora me queda bien concertar una cita. Pero estamos a un paso de las oficinas de papá… voy a ir ahora mismo.
—No creo que sea conveniente aparecer sin avisar, Ann… —dijo Serena, que hasta ahora no había emitido sonido alguno.
—¿Y por qué no? Ya no puedo esperar más, estoy demasiado angustiada, y cuanto más pasa el tiempo, más nerviosa me pongo. Tengo que acabar de una vez por todas con esta sensación de impotencia. —Anna miraba de un lado a otro, buscando la dirección de las oficinas que el abogado le había dado. —¡Allí es! Esas son las oficinas…
—Sin dudarlo, dijo tía Sofi, —mirando el gran cartel que decía: “Agro-Ganadera Sabater-Constanzo”
Anna se acercó con paso decidido y entró. Un joven bien parecido estaba sentado en el escritorio de la recepción. Había mucha actividad. Era un edificio moderno —pero decorado rústicamente a propósito, para darle carácter al lugar— en tonos neutros, y el gran logotipo de los Sabater-Constanzo hecho en madera oscura ocupaba toda la pared frente a la puerta, detrás del recepcionista. Un portón tipo tranquera separaba el área de recepción con el resto del edificio.
«Es increíble, todo esto es parte mío y jamás había puesto un pie aquí», pensó Anna con melancolía. Respiró hondo y se acercó al escritorio.
—Buen día, señorita, ¿en qué puedo ayudarla? —dijo el joven recepcionista.
—Buen día, necesito ver al señor Alexander Constanzo, por favor.
—¿Padre o hijo?
¡Já! Ni siquiera sabía que el padre tenía el mismo nombre.
—Hijo.
—El Joven Constanzo no se encuentra ahora mismo, si quiere aguardarlo, —señaló hacia un punto detrás de ella— puede tomar asiento, no tardará en llegar. ¿Puedo saber quién lo busca?
Miró hacia el área donde le indicaba y vio que Serena y tía Sofi ya se habían sentado a esperar. Estaba demasiado nerviosa para hacer lo mismo.
—Soy la señorita Anna Sabater. —Dijo casi con petulancia.
El joven pareció sorprendido, luego turbado.
—Se-señorita Sabater, que sorpresa, eh… si usted desea, puedo indicarle el despacho del joven Constanzo y lo puede esperar allí. No creo que tarde mucho, sólo fue al sastre aquí a la vuelta y ya… —miró la hora— ya debe estar por volver.
—Le agradecería mucho, —dijo Anna más amablemente.
Miró hacia las dos mujeres, les indicó con señas que volvía enseguida y siguió al recepcionista, cruzando el portón, que resultó estar fijo, y solo se abría en el medio como una puerta común.
Había un largo pasillo con puertas, que debían ser las oficinas, pero ellos subieron a la planta alta, donde había un pequeño hall y solo tres puertas. Entraron a una de ellas.
—Aquí puede esperar, señorita Sabater, ¿le puedo servir algo? ¿Té, café, un vaso con agua?
—Muy amable, señor…
—Smith. Sergio Smith, para servirla, señorita.
—Muchas gracias, señor Smith, no necesito nada.
—Disculpe, tengo que regresar a la recepción.
—Adelante, yo esperaré. Gracias.
Cuando Smith se retiró, Anna se dedicó a estudiar la oficina. Era amplia, con pisos de madera lustrada, todo el mobiliario en madera oscura, sillas y sillones tapizados en cuero bordó con tachas doradas. Muy masculino.
Todo estaba en orden, hasta el escritorio, que aunque estaba lleno de papeles apilados, se notaba que estaban bien distribuidos. Demasiado pulcro para la imagen de un libertino despreocupado que Teresa le había pintado.
Un gran ventanal daba hacia un jardín interior dentro de la propiedad. Se acercó y miró hacia abajo. Había una fuente y un hermoso jardín hecho con troncos, en dos de ellos colgaban jaulas con pájaros.
«Esto no es absolutamente lo que yo esperaba», pensó Anna.
Se imaginó a su padre en una de las otras dos oficinas, trabajando, quizás con vista al patio también, o la calle, no sabía… más tarde lo averiguaría. Sumida en sus pensamiento, recordando a su padre, no escuchó cuando la puerta de abría y se cerraba despacio.
Alexander Constanzo miró la silueta de negro  que le daba la espalda, con las yemas de los dedos de una de sus manos apoyados en el vidrio de la ventana y el otro abrazando su pequeña cintura por delante, y la frente también apoyada en el vidrio.
Era ella. ¡Dios mío! La desconocida que lo cautivó desde la primera vez que la vio era Anna Sabater, su supuesta prometida. Él había despotricado en contra de ella desde que se enteró del absurdo acuerdo que había llegado Don Guillermo con su propio padre.
Todo lo que sabía de ella no era muy alentador: hija única, casi una niña, extremadamente mimada, egoísta, le gustaba hacer las cosas a su manera, su padre presumía de su independencia y su terquedad… y hasta había viajado a Europa sola, sin más compañía que su aya.
Y sólo tenía 18 años, él le llevaba 10 años.
Pero… ¡era un ángel! ¡una diosa de negro y blanco! Nunca mujer alguna le hizo sentir esas sensaciones solo con mirarla. Él era normalmente frío y controlado, pero con solo mirar a esta mujercita, sentía que toda su piel se erizaba.
Y era lo mismo que ella estaba sintiendo en ese momento. Empezó por la espalda y subió a su nuca. «Otra vez», pensó. «Ni que el desconocido de pelo negro y ojos azules estuviera detrás mío…»
Se dio vuelta lentamente, sin poder creer lo que sus ojos veían.
El Dios de sus sueños de cada noche estaba allí, frente a ella y la miraba descaradamente, como siempre, con cierto aire burlón. Se llevó la mano a la boca, y no pudo emitir sonido alguno.
«Anna, contrólate», pensó… y se acordó que ese desconocido que la cautivó con su mirada insolente no era otro que el «bastardo desgraciado» que quería adueñarse de lo que era suyo. Eso la hizo reaccionar, y toda su furia subió a sus mejillas, que se colorearon.
—Buenos días, señor Constanzo. Soy…
—Anna Sabater, lo sé… que sorpresa su visita.
¡Dios! Tenía una voz tan profunda y sexy. «Enfócate, Anna»
—No creo que sea tan sorpresivo, señor Constanzo, —dijo con mucha más seguridad de la que sentía, —estoy segura que si yo no daba el primer paso lo iba a dar usted, ¿me equivoco?
—No, señorita Sabater, tiene razón…
Ella todavía seguía cerca de la ventana y él fue acercándose despacio, con ese andar tan masculino que tenía, mirándola fijamente.
—Eh… yo —titubeó al verlo acercarse, pero enseguida se recompuso, —yo vine a hablar con usted sobre ese absurdo acuerdo al que llegaron con mi padre. —fue subiendo un poco la voz y adquiriendo confianza al acordarse de los motivos por los que estaba allí. —como me imagino está enterado, yo no tenía la más remota idea de sus planes, si me hubieran consultado me habría negado rotundamente… quizás sea joven, pero ya no soy una niña, y no voy a permitir que me manipulen de esa forma. Sepa usted, señor Constanzo que yo no quiero casarme con usted, ni con nadie…
—Señorita Sabater… —Alex trató de interrumpirla, pero ella no se lo permitió.
—No sé qué es lo que se creen para manipular así mi vida, pero no voy a permitirlo. Tenía muchos planes hechos para mi vida, y ninguno incluía un marido que me diga lo que tengo que hacer.
Él lo miraba embobado, la niña malcriada tenía carácter. Miraba sus labios al hablar con tanto fervor, y lo único que se le ocurría era hacerla callar con sus propios labios, tomarla en sus brazos y besarla hasta que ambos se queden sin aliento.
—Si me permite…
—No le permito nada… no quiero nada de usted. Pero evidentemente ustedes, me refiero a su padre y a usted, si quieren algo de mí. ¿Por qué sino tramarían algo tan bajo si no es para apoderarse de lo que es mío por derecho?
Esa acusación no le gustó a Alex. Reaccionó en consecuencia.
—¡Basta, señorita Sabater…! —dijo Alex, alzando la voz. —No voy a permitir que venga a mi oficina y me acuse de algo que soy totalmente inocente… si me permite hablar, le explicaré que yo no tuve nada que ver con éste arreglo… mi padre me lo comunicó hace apenas una semana y todavía no termino de digerirlo.
—No le creo…
—Si vamos al caso, yo también dudo de usted y de sus intenciones. Sepa que yo quiero casarme con usted tanto como usted quiere casarse conmigo. Pero si vamos a resolver esto de alguna forma, le sugiero que nos calmemos, nos sentemos y tratemos de solucionar esto como personas civilizadas, ¿le parece?
Anna no sabía que decir… ¿sería cierto que él no sabía nada?
—Me parece bien, señor Constanzo… —dijo, levantando la barbilla, —hablemos.

Continuará...

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