Ámame, pero no indagues... (Capítulo 04)

sábado, 10 de agosto de 2013

Un día solo para él

«En el momento en el que él abrió los ojos y ella fue consciente de que se había acabado el sexo, miró a un costado y preguntó:
—¿Te ha gustado?
La tercera en discordia gimió avergonzada.
—Oh, ha… ha sido perfecto —contestó en un susurro.
¡Mierda! Pensó él y se levantó rápidamente, aunque tambaleante. Tomó la sábana y la dejó en la cama antes de ir hasta el baño para deshacerse del preservativo.
Una vez dentro se pasó las manos por la cabeza, nervioso.
¿Desde cuándo estaba mirando?
¿Y eso qué carajo importaba? Los había visto… dudaba que después de eso tuvieran alguna posibilidad. Si eran tan amigas como decían, ella no querría poner en peligro esa amistad.
¿Por qué carajo tenía que ser siempre tan calentón?
Apagó la luz del baño y volvió a la habitación, gruñendo.
Ella lo recibió con los brazos abiertos, como siempre… y la otra estaba de nuevo de espaldas, acurrucada y tapada.
Hasta parecía un sueño… ¿realmente había observado?
Quizás no era lesbiana, sino voyerista…»

Alexis estaba desesperado.
Eran más de las ocho de la mañana y su jefe todavía no lo había llamado, tampoco contestaba su celular. Seguía en el departamento de esa mujer, el guardia que había dejado en la puerta del edificio lo confirmó antes de ser reemplazado por otro.
Se pasó la mano por el cabello varias veces, y caminó ida y vuelta en la recepción. El portero lo miraba con el ceño fruncido, aunque sabía que no debía meterse, estaba autorizado a estar ahí por la señora Lisette.
Con un gruñido se metió al ascensor y subió.
Entró al departamento con la llave que la señora le había dado el día anterior, sin hacer ruido. Fue hasta la sala y comprobó el motivo por el que su jefe no lo atendió: su celular estaba apoyado sobre la mesita de centro. Vio el edredón tirado en el piso y unos zapatos de hombre lanzados al descuido.
Volvió al comedor, que ya estaba pulcramente ordenado. Avanzó hacia los dormitorios, abrió una puerta suavemente y comprobó que la habitación estaba vacía. Suspiró, solo quedaba otra puerta. Entrar podría hacer que perdiera su empleo, pero tenía que comprobar que su jefe estuviera bien, era su trabajo.
Abrió lentamente y asomó la cabeza.
No le sorprendió lo que vio, era más o menos lo que esperaba encontrar, pero se tranquilizó. Su jefe estaba de espaldas abrazando a la mujer, que estaba acurrucada contra él, durmiendo. El edredón los cubría, aunque se notaba que estaban desnudos.
Cerró la puerta y sonrió.
Había sido contratado cuando amenazaron la vida del empresario –ahora candidato a presidente–, y en los seis años que trabajaba para él jamás pasó por una situación similar. Conocía toda su rutina. Sus encuentros con mujeres ocasionales solían ser rápidos y nunca se quedaba a dormir con ellas. Incluso cuando mantuvo una relación más estable con la ex modelo Érika Salomón durante un buen tiempo, siempre se retiraba de la casa de ella antes o poco después de medianoche.
Relájate, Alexis, pensó. Tu jefe está bien, es domingo, y aparentemente no te necesitará esta mañana. Con esa premisa bajó a la recepción y volvió a su casa. Él también tenía una mujer cálida esperándolo, por suerte no tan mandona como la "nueva novia" de su patrón.

—¡Santo cielos! —susurró Honorio aturdido cuando despertó y miró su reloj.
Lisette se quejó con un murmullo inentendible y se apretó más contra él.
Honorio le dio un beso en el hombro y se desplazó lentamente fuera de la cama, buscó sus bóxers en el suelo, se los puso y fue hasta la sala. Tomó su celular y comprobó que ya eran las once de la mañana.
¡Las once de la mañana! No recordaba cuándo fue la última vez que había dormido hasta tan tarde. Tenía algo que hacer, seguro, siempre había alguna actividad programada… pero no podía recordar qué era.
En ese momento no importaba, lo único que necesitaba era usar el sanitario. Caminó de nuevo hasta la habitación comprobando que tenía dos llamadas perdidas de Alexis, pero como por arte de magia se olvidó de él cuando vio a Lisette durmiendo como un ángel.
Estaba de espaldas, y era pura piernas y piel bronceada. La sábana cubría sus glúteos, pero solo eso. Su miembro se agitó al verla. ¿Hacía cuánto no tenía una reacción así por una mujer? No lo recordaba.
Suspirando se metió al baño y a la ducha.
Cuando salió de allí envuelto en una toalla, Lisette estaba poniéndose una bata. Le sonrió y se acercó a él.
—Buen día, presi… ¿cómo amaneciste?
—Increíblemente bien —respondió tomándola de la cintura, pero cuando la abrazó, ella volteó la cara para que no la besara.
—Voy a lavarme los dientes primero —dijo sonriendo, y lo apartó.
—Hablando de eso, usé tu cepillo, espero no te importe.
—¡Oh, qué horror! —respondió irónicamente, riendo a carcajadas— Nuestros fluidos en contacto, seguro que si anoche no nos contagiamos algo… ahora no nos libramos.
—No encontré ninguna maquinita de afeitar —dijo riendo también—, así que tendrás que perdonar mi barba de un día.
—Te ves adorable, y no tengo nada de eso… me depilo con cera —le tiró un beso con los dedos y se metió al baño.
Honorio se acostó de nuevo en la cama, encendió el televisor y buscó algún canal donde estuvieran pasando las noticias locales. Se entretuvo un rato escuchándolas hasta que se acordó de nuevo de Alexis.
Lo llamó.
—Hola, Almada… ¿estás abajo?
—Eh… no señor. Estuve por ahí esta mañana y lo llamé varias veces pero aparentemente usted estaba durmiendo todavía —por supuesto, no le comentó su entrada a hurtadillas.
—¿Qué actividades tengo hoy? —preguntó cambiando de tema.
—Ya se hizo tarde para ir al asado de confraternidad en la seccional de Caacupé , señor. Así que avisé que su presencia allí no era posible.
—Hiciste bien, no es importante… ¿alguna otra cosa?
—La cena de… —pero se calló—. Es domingo, señor… mejor descanse, puedo ocuparme de que la senadora Ana lo supla esta noche.
Y no tuvo ninguna duda de que eso era lo que quería cuando vio salir a Lisette del baño descalza, con el pelo mojado y la bata de satén envolviendo su delicioso cuerpo.
—Me pa-parece bien —respondió entrecortado—. Te llamaré cuando quiera que me busquen. ¡Ah! Almada… necesito ropa… —Lisette se acercó a él— y elementos para afeitarme… —su musa subió a la cama— y cepillo de… mierda, mándame todo lo que se te ocurra y descansa tú también.
Colgó sin despedirse, porque ya tenía a Lisette subida a horcajadas encima de él, con la bata ligeramente abierta. Podía ver el inicio de sus senos, tentadores y firmes.
—No sé si quiero invitarte a desayunar —le dijo pícara—, me parece que es demasiado íntimo para una primera cita.
—Mejor pasamos al almuerzo directamente —dijo el candidato riendo, abriendo la solapa de la bata y besando uno de sus pezones—. Tu carne se ve deliciosa, anoche en la oscuridad no pude apreciarte como es debido, pero hoy me gustaría hacerlo.
—Soy una abuela de mediana edad, no te ilusiones, presi —respondió sonriendo—. Espero que estés consciente de eso. Tuve tres hijos, y a consecuencia, una operación para que mis pechos volvieran a estar firmes, además de una abdominoplastia para eliminar todas las estrías de los embarazos, mi ombligo ni siquiera es el original… sé generoso y mírame con ojos no tan críticos.
—Eres preciosa, Lisette… y no solo físicamente —respondió desanudando su bata—. Tienes algo que no todas las mujeres poseen: una personalidad fuerte. Eres avasalladora, segura de ti misma, sincera y admirable. Me gustas tanto, que tiemblo como un colegial cuando te miro.
—Me alegro… —y se alejó un poquito— ¿me dejas almorzar a mi primera? —preguntó pasando la lengua por sus labios.
—¡Oh, sí, sí! Hazlo… por favor —pidió casi desesperado.
Lisette rió a carcajadas y lo despojó de la toalla.
Se regodeó con la visión del cuerpo de su amante durante unos segundos antes de proceder, era delgado y fibroso. Ya no era un jovencito, pero no tenía un gramo de más en todo su cuerpo y se notaba que hacía ejercicios.
—Eres espléndido —dijo acariciando su pecho, su estómago, hasta llegar a su miembro y tomarlo entre sus dedos. Su polla dio un saltito entre sus manos y ella rió. Estaba despertando rápidamente, y era magnífico.
Honorio le pasó los dedos por el pelo y luego apresó con suavidad pero con firmeza sus cabellos, acercándola lentamente hacia sus muslos abiertos. Ella encerró firmemente el grueso miembro entre sus dedos, relamiéndose mientras caía sobre él. Cuando recorrió el húmedo glande con la lengua, él tensó los dedos en su pelo.
—Sí, cielo —susurró, anhelante—. Así, abre la boca así... ¡Ahhhh, sí!
Al escuchar el intenso placer en su voz, Lisette se estremeció. Se acercó unos centímetros, abrió más la boca y lo introdujo en su húmeda cavidad para absorber la esencia de Honorio; la textura dura y sedosa; el suave olor a almizcle; el sabor a sal en la abertura del glande; el vello castaño que le cubría los muslos y que se espesaba en la base de la erección. Él gimió y se retorció cuando ella lo tomó hasta el fondo de la garganta.
Honorio apretó más los dedos y arqueó las caderas, impulsándose hacia su boca.
—¡Mierda, qué placer!
Lisette se encendió ante sus alabanzas y anheló más. Comenzó a succionarle con frenesí, deslizando los labios por la dura longitud, lamiéndolo y friccionándolo con la lengua, rozando los dientes con suavidad en la hinchada punta.
—Lisette... —repitió Honorio con un gemido—. Me moría de ganas de sentir tu boca. Trágame, cielo.
—Sí, mi presi —susurró ella sensualmente.
Entonces él extendió la palma de la mano en la parte posterior de su cabeza y con la otra mano empuñó su erección.
Con anterioridad el sexo oral había sido sólo una manera de excitar a sus amantes antes del sexo, pero con Honorio era un placer por derecho propio. Él inundaba sus sentidos con su aroma almizclado y su sabor único, con sus gruñidos y gemidos, con los duros muslos y los dedos tensos con que tiraba de su pelo. Lo vio echar hacia atrás la cabeza con los ojos cerrados y se perdió. Quiso complacerlo por completo, hacer más profundo el innegable lazo que crecía entre ellos.
Introdujo el hinchado y aterciopelado glande otra vez entre los labios y le tomó más a fondo, más rápido, incapaz de no darle todo lo que él quería. Jugueteó con suaves toquecitos de la lengua. Él tensó los dedos y la guió, marcando un ritmo más acelerado y caliente. Ella accedió, llevándolo hasta el fondo de la garganta. Honorio emitió un largo gemido y ella se recreó en el sonido.
Lisette tomó los pesados testículos con la palma. Notó que se tensaban cuando arrastró otra vez la lengua a lo largo del miembro y la curvó en torno al sensible glande, que pellizcó suavemente con los dientes.
—¡Qué placer, cielo! ¡Sigue! ¡Chúpamela hasta el fondo!
La orden provocó que la atravesara un desesperado anhelo por darle aquel goce que demandaba. Los pechos comenzaron a palpitarle doloridos y notó un calambre de ansiedad en la vagina. La sangre se le aceleró y el corazón comenzó a palpitarle desbocado. Honorio se estaba volviendo una adicción para ella. Lo sabía, y en su cabeza resonaron todas las alarmas. A pesar de que finalmente se arrepentiría, en ese momento estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para disfrutar del éxtasis que él podía proporcionarle.
Él llenó su boca, cada vez más rápido. La urgente necesidad que mostraba la impulsaba a chupar con más intensidad, con más velocidad. Las palabras se transformaron en gemidos torturados. Honorio se puso más duro todavía y comenzó a palpitar en su lengua. El deseo clavó las uñas en ella. Lisette quería eso, necesitaba saber que podía proporcionarle ese placer, igual que él necesitaba proporcionárselo a ella.
—Lisette... —apenas entendió su nombre entre los bruscos jadeos— ahora, cielo.
Ella gimió, asintió con la cabeza y le chupó con más intensidad que nunca.
Unos segundos más tarde, él tensó todos los músculos. Gritó y le inundó la boca con aquel picante sabor masculino al tiempo que llenaba sus oídos con un gemido largo y gutural. Ella tragó y siguió succionándole mientras alcanzaba el clímax, envuelta en un eléctrico placer por haberlo complacido. Y lo sintió de nuevo cuando él la miró, un momento después, con unos suaves ojos oscuros y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos, limpiándole unas gotas de semen al costado de sus labios.
—Gr-gracias —fue todo lo que pudo decir, entrecortado.
Lisette no sólo quería darle placer; necesitaba ganarse sus alabanzas y su ternura, ansiaba su aprobación. En el pasado siempre había dado por hecho que los amantes encontrarían el placer en ella, igual que ella hacía con ellos. Con Honorio era diferente. ¿Por qué?
—Dios mío, eres increíble —la voz ronca fue directa al corazón de Lisette—. Me siento tan feliz de haberte conocido y que ahora seas mía.
«Suya». Sí, ella lo supo en su propia alma. Escuchar su aprecio calmaba su ansiedad, provocaba una sensación de paz que no alcanzaba a comprender. De alguna manera se sentía limpia, casi feliz.
Honorio se acomodó en la cama con un gemido. Lisette reposó la mejilla en su muslo y suspiró cuando él le pasó las manos por el pelo en agradecimiento.
Estuvieron largo rato en esa posición, en silencio, hasta que Honorio se desplazó hacia ella, lo notó en la presión de su estómago y en su corazón desbocado. No se resistió cuando la acomodó contra las almohadas, se colocó de rodillas entre sus muslos, le abrió completamente la bata y sopló sobre los resbaladizos pliegues.
—Te hiciste un tatuaje —dijo asombrado al mirarla a la luz del día. Unos complicados dibujos arabescos surcaban la parte baja de su estómago, de cadera a cadera, sobre su delicioso coño.
—Tenía que disimular de alguna forma la cicatriz —respondió sonriendo.
—Es muy, muy sexi —admitió sonriendo, bajando la cabeza de nuevo.
Cuando le rozó el clítoris con el pulgar, contuvo la respiración y se aferró a las sábanas. Honorio introdujo dos dedos en el anegado canal y presionó hasta el fondo. Casi al instante, él encontró un lugar mágico y sensible y comenzó a frotarlo. La excitación se incrementó cada vez más. Ella comenzó a empaparle los dedos; gritó, separó más las piernas y arqueó las caderas en una súplica silenciosa.
—¿Te gusta esto, Lisette? —preguntó.
Antes de que ella pudiera responder, Honorio volvió a friccionar de nuevo aquel lugar sin ningún tipo de compasión, y le rozó el clítoris con la lengua de una manera lenta y tierna, como si dispusiera de todo el día.
Lisette no podía decir nada, sólo gemir cuando el placer la atravesó y la necesidad provocó un dolor desesperante.
—Supongo que eso es un sí —la risa retumbó en la habitación.
Ella apenas lo notó. Estaba demasiado ocupada ahogándose en el placer que provocaban los labios de Honorio en aquel pequeño nudo de nervios y en el calor de su entrada secreta. Él jugó y exploró, arrancándole gemidos y suspiros, llevándola cada vez más alto... en lugar de dejar que llegara al orgasmo que tenía al alcance de la mano, Honorio se retiró y siguió jugando con ella suavemente.
Siguió firme en la misma postura, sujetándole los muslos separados con aquellas manos enormes, con los hombros entre sus piernas y la boca sobre su sexo, prometiéndole silenciosamente el éxtasis más absoluto.
—No te detengas —susurró, arqueando las caderas cuando él se movió.
Ella contuvo la respiración. El deseo se reflejaba en la cara masculina cuando le acarició un pecho, cuando le rozó la cintura, antes de acomodarse de nuevo entre sus muslos, muy cerca de su sexo. Entonces se quedó quieto. Ella se ofreció a él, arqueando las caderas, dolorida de deseo.
Parecía que él sabía exactamente cómo volverla loca.
—Dime lo que te gusta —el ronco murmullo de Honorio le erizó la piel.
—¿Quieres que te cuente lo que me gusta en la cama? —Lisette no dudaba de que él fuera capaz de proporcionárselo.
—En la cama y fuera de ella. Quiero que te abras completamente a mí.
—¿Físicamente?
—En todos los aspectos —su mirada era solemne, alarmantemente directa.
A Lisette le dio un vuelco el corazón, se mordisqueó el labio y observó con atención los duros y oscuros ángulos de la cara de Honorio.
—¿Qué es lo que quieres exactamente?
—Todo lo que estés dispuesta a darme —esbozó una sonrisa torcida—. Y probablemente más.
Aquellas palabras murmuradas ondearon ante ella como una bandera roja. ¿Qué quería él además de pasión? No era posible que aspirara a nada más que un día de placer.
—Honorio, yo…
—Confía en mí, cielo.
La forma en la que la llamó «cielo» la hizo estremecer. Por lo general, odiaba ese tipo de calificativos, pero la manera en que él lo decía... mmmmm. Entonces las palabras penetraron en su cerebro embotado por la lujuria.
Su voz dijo más que las palabras en sí, aunque él no había hecho nada más que darle cierta entonación; pero era evidente una vibración dominante. Lisette ya se había tropezado antes con algo así y había salido ilesa. Podría manejar también a Honorio.
Le lanzó una sonrisa amplia y arrogante y relajó las rodillas, permitiendo que él le separara más los muslos.
—Adelante… sé muy malo —dijo desafiándolo.
—Oh, cielo —la regañó él, sosteniéndole la mirada—. No lo dudes, lo seré.
Antes de que ella pudiera responder, Honorio se inclinó otra vez hacia ella. Deslizó aquellos largos dedos en su interior y le rozó ligeramente el clítoris con el pulgar antes de atraparlo entre los labios. Se lo succionó muy despacio; una leve caricia, un suave lametazo, jugueteando. Ella se puso tensa y clavó los ojos en él.
Honorio emanaba confianza en sí mismo... y no sólo en la cama. Era un hombre inteligente, interesante. Peligroso. Las caricias que prodigaba sobre su piel eran suaves... pero su mirada le decía que no la iba a tratar con mucha suavidad. Incluso el solo pensamiento la hacía temblar.
Entonces él frotó los dedos con firmeza sobre el punto G y cualquier reflexión se disipó de su mente. Cualquier intención que tuviera de mantener una perspectiva fría, quedó en el pasado... desapareció. Los atrevidos lametazos de Honorio hicieron que la cabeza le diera vueltas, y cuando succionó el tenso nudo de placer, consiguió que se estremeciera de los pies a la cabeza.
Santo Dios, qué bueno era. Realmente bueno. Cada vez que se estremecía o jadeaba, él hacía algo que la volvía más loca todavía, algo que era aún mejor. Una leve fricción con las uñas en la fina y tierna piel de su canal, un leve mordisquito en el ultrasensible clítoris, el roce de la punta del pulgar entre los resbaladizos pliegues y más abajo… hasta presionar sobre el ano.
—No. Honorio, eso no me gusta… ohhh... ahhh...
—No pienses en si debe gustarte —susurró él contra el interior del muslo—. Sólo disfruta.
Le introdujo cada vez más profundamente el pulgar en el trasero, dilatando el apretado anillo de músculos y haciéndole sentir un agudo placer que la hizo gemir. Nadie la había tocado allí, nunca lo había permitido. Y ahora... un millón de escalofríos que jamás había sentido chisporrotearon en su interior, acoplándose con las estremecedoras y dolorosas sensaciones que eran nuevas para ella.
—¿Te gusta? —Lisette negó temblorosamente con la cabeza, pero sus reacciones afirmaban lo contrario—. Sólo siente.
Dicho eso, volvió a poner la boca sobre el clítoris, rozó los dedos una y otra vez sobre aquel sensible lugar en su interior e hizo girar el pulgar en sus profundidades.
Honorio la tocó como si hubiera descifrado algo de ella y ahora usara ese conocimiento para volverla loca. Quizá mantener el control no fuera tan fácil como había sido siempre. El corazón le latía a mil por hora, con tanta fuerza e intensidad que apenas podía escuchar otra cosa que su rugido atronador. Sus propios gemidos le resonaban en los oídos. ¿Cómo podía sentir tanto placer y miedo a la vez?
Se clavó las uñas en la palma de la mano cuando el éxtasis que él le proporcionaba creció como un tsunami. Lisette no dudó que la ahogaría. Pero no por ello dejaba de anhelarlo, de suplicarlo. Y aún tuvo tiempo de contener la respiración y esperar.
La sensación que provocaban los dedos se incrementó, subió vertiginosamente hasta que sintió que su cuerpo iba a explotar. Arqueó la espalda y curvó las caderas impulsada por la fuerza con que el orgasmo atravesó su cuerpo. Gritó su nombre. Las estrellas explotaron ante sus ojos cuando el éxtasis la arrolló. Y cada imparable roce de Honorio en su interior, cada caricia de su lengua la hizo caer más profundamente en un abismo de placer tan abrumador que Lisette se preguntó si volvería a ser la misma.
Y Honorio… él todavía no podía comprender lo que le pasaba con esa sensual, chispeante y hermosa mujer. A simple vista no era diferente a las otras, pero solo tenía que abrir su preciosa boca o balancear sugestivamente sus caderas para que un abismo la separara del resto. Y le encantaba, incluso lo asustaba, algo poco usual en él.
Cuando sintió que se relajaba, volvió a subir hasta ella y la abrazó. Lisette se enredó en él, suspirando.
—Gracias —dijo ella suavemente, imitándolo.
Él sonrió complacido y los tapó con la sábana.

—Tengo hambre, cielo —dijo Honorio una hora después cuando el noticiero del mediodía terminó. Todavía estaban en la cama abrazados, mimándose y conversando.
—Tenemos la cena de anoche, sobró bastante. O sino, podemos pedir un delivery, no sé… dime que te gustaría.
—Cualquier cosa que llegue a mi estómago —respondió sonriendo—. Lo de anoche estará perfecto.
—Bien… —y se levantó, cubriéndose con la bata—. ¿Quieres almorzar en la cama? —preguntó al ver que no se levantaba.
—Mmmm, no… pero no tengo nada que ponerme. Solo el traje de anoche, muy formal para un domingo al mediodía.
Lisette fue hasta su vestidor y volvió con una bata de seda negra.
—Ponte esto, me queda grande.
—¿Estás bromeando, no? —preguntó saltando de la cama y probándosela, dio unos cuantos pasitos femeninos por la habitación y giró la mano torciendo la muñeca—. ¿Qué tal?
Lisette rió a carcajadas y se apretó contra él.
—Está usted muy sensual, presidenta —respondió en broma, besándolo.
Y tomados de la mano fueron hasta la cocina.
Pero… ¡Sorpresa! Encontraron sobre la mesa del comedor un pequeño bolso con la ropa limpia del candidato, un neceser con todo lo que podría necesitar, e incluso… ¡una bata blanca de esponjosa toalla!
—Almada es un genio —dijo él muy conforme.
Todavía debe tener mi llave, pensó ella frunciendo el ceño.
—¿Te parece bien si me afeito mientras preparas la mesa, cielo? —preguntó Honorio.
—No hay problema —y se metió a la cocina, suspirando.
Déjà vu, eso fue lo que Lisette sintió.
Y recordó a César, el gran amor de su vida. Él también fue un importante político –aunque Ministro de Relaciones Exteriores– cuando tuvieron su relación clandestina muchos años atrás. Era casado, pero se había enamorado de él como una idiota. Y también tenía un secretario que se ocupaba de todo, y él también tenía la llave de su departamento, y también le traía comida y ropas, y también el ministro se había adueñado de su vida, sus sueños y su hogar… volvió a suspirar. Demasiados «también».
César había muerto en un accidente automovilístico… y con él se llevó una parte de su alma. Nunca pudo recuperarse del todo, ni siquiera tuvo la oportunidad de despedirse de él, no tenía derecho a estar en el funeral. Su esposa sí, a pesar de que no llevaban una vida en común de forma convencional.
Cerró los ojos y se estremeció, apoyándose en la encimera de la cocina.
No podía permitir que ocurriera de nuevo. Había logrado su independencia, actualmente no necesitaba de un hombre que la mantuviera, no como en esa época. Por fin había encontrado algo que le gustaba hacer, que disfrutaba… y que de paso le daba un desahogo económico que nunca tuvo desde que se divorció y salió de su casa con solo la ropa que llevaba puesta.
Bien, tomó una decisión: disfrutaría de este día, de la compañía de un delicioso y poderoso ejemplar de hombre totalmente dispuesto a complacerla, pero evitaría involucrarse.
Y con esa determinación, procedió a recalentar el almuerzo.
Si Honorio en algún momento se dio cuenta de su cambio de actitud, no dijo nada. Almorzaron en la sala, informalmente viendo la tele y conversando. Los dos en batas y muy juntos en el sofá.
—Ésta si es una tele en toda su regla —dijo cuándo encendió el hermoso plasma de la sala—. No sé qué haces con esa antigua y pequeña caja obsoleta de tu habitación.
—Mmmm, exigente —respondió ella dándole un manotazo en la cabeza—. No todos tenemos dinero para tirar como tú.
—¿Me acabas de pegar? —preguntó falsamente enojado— Señora, usted merece un castigo.
Y procedió a castigarla como solo él sabía hacerlo, besándola y mimándola mientras veían una película.
El celular de él sonaba constantemente, pero no le prestó atención, ni siquiera fue a buscarlo de la habitación donde lo había dejado. Lisette recibió varios mensajes de texto y los contestó en silencio.
—Son mis amigas —dijo para justificarse.
—Me instalé en tu casa, pero no se me había ocurrido consultarte… ¿tienes planes, Lisette? —preguntó dudoso.
—Nada importante, los domingos solemos reunirnos en casa de Luana o Kiara para jugar buraco , pero solo si no tenemos otros planes —y lo miró interrogante—. ¿Te quedarás más?
—Trata de echarme —dijo riendo y besando su cuello—. Cuéntame de tus amigas.
—Eso estaba haciendo anoche cuando te quedaste dormido.
—Lo sé, y lo siento, estaba muy cansado.
—Entiendo, no te preocupes —y procedió a contarte sobre cada una de ellas y sus parejas.
—A Patricio lo conozco, es amigo mío, un gran tipo. Y también conozco muy bien al padre de Luana, pero a ella no —relató Honorio—. A Gabriel lo vi en el Club de Ejecutivos varias veces, no es mi amigo pero lo conozco personalmente. Y Kiara… ¿no es la ex esposa del Juez Adrián Ferraro?
—Sí, es ella.
—¡Ah, sí! La vi alguna vez con él, hace mucho tiempo. A Susana también la conocía, era una gran mujer, muy sociable, una pena lo que le ocurrió —Lisette asintió con tristeza—. Y a Sannie, bueno… ¡Quién no la conoce! Nunca he hablado con ella, pero debe ser una de las mujeres más famosas y con más trayectoria artística en todo el Paraguay.
—Y por mérito propio. No puedes caminar dos pasos con ella, que ya la detienen para saludarla, pedirle una foto o un autógrafo.
—Tienes un hermoso grupo de amigas, eso es muy lindo. Yo… tengo muchos conocidos, pero muy pocos amigos de verdad —y le rozó la mejilla con sus dedos, acercó la cara y besó su cuello, ella introdujo la mano dentro de su bata y acarició su pecho, el ambiente cambió totalmente en un instante. En ese momento se escuchó a lo lejos sonar su celular de nuevo—. Un minuto, ya vuelvo —anunció levantándose.
Cuando regresó, no traía consigo su celular, sino el paquete de preservativos.
Lo tiró sobre la mesita del centro, mirándola pícaro y dejó caer su bata al suelo.
—Guau, presi —dijo ella lamiéndose los labios, regodeándose con la visión del viril cuerpo masculino, totalmente desnudo. Aún en reposo, su miembro era espectacular.
—Ayuda a este chico a ponerse de pie, cielo —pidió acomodándose a su lado.
—Pan comido —dijo ella riendo, sentándose a horcajadas sobre sus muslos y tomando su miembro con la mano.
Honorio le abrió la bata, se la sacó y la contempló extasiado.
—Eres tan hermosa —declaró antes de apoderarse de un pezón y metérselo en la boca, ansioso. Posó las manos en su espalda y fue bajando hasta sus nalgas, acariciándola suavemente—. ¿Nadie puede entrar y sorprendernos, no? ¿Tus hijos?
—Solo Alexis —respondió riendo y besando su oreja, mordiéndola.
Y Alfredo, pensó, pero no lo dijo. Además, él estaba de viaje. Tenía que pedirle que le devolviera su llave apenas regresara.
—Bien, podemos pecar tranquilos —respondió él antes de tomar su cara con ambas manos y reclamar su boca en un profundo beso, que solo fue el preámbulo de muchos más que se darían esa idílica tarde.
Aquella aterciopelada voz tan áspera y ronca la hizo estremecer.
Entonces, Honorio se movió debajo de ella, observándola, presionando la rodilla lenta, rítmicamente, contra el montículo femenino, lo que originaba una ardiente fricción que la volvió loca de deseo.
Lisette se quedó sin respiración ante las primitivas sensaciones que ese movimiento despertaba en ella y se le escapó un gemido. De modo involuntario, dejó de acariciar su polla y levantó las manos para aferrarse a sus hombros.
Honorio consideró aquello como una invitación para proseguir porque deslizó las manos por las caderas de ella para asirla bajo las nalgas y levantarla, de manera que la sentó cerca de su pene, ya totalmente erecto.
—Ponme el preservativo, cielo… no puedo esperar más. Eres demasiado tentadora.
Y Lisette lo hizo, sintiendo que el placer era vivo y fascinante entre sus pliegues secretos, donde la sensible carne se había vuelto muy húmeda, henchida y ardiente.
Ella profirió un murmullo de protesta al hacerlo, pese a estar totalmente encendida, pero Honorio la atrajo por completo contra su cuerpo estrechándole los senos contra los duros músculos de su pecho. Luego, posó las manos en sus caderas y comenzó a procurarle un movimiento ondulatorio y lento.
—Muévete contra mí —le ordenó.
Lisette cerró los ojos con fuerza y obedeció. Al instante, un salvaje deseo llameó su cuerpo, tensando sus pezones y encendiendo un fiero dolor entre sus muslos. Impotente, le rodeó con los brazos el cuello y adelantó su pelvis contra él con apremiante necesidad. Un puro y sensual instinto disipó totalmente sus dudas guiándola, impulsándola.
Honorio alimentaba su entusiasmo balanceándola, excitándola, frotando su húmeda y henchida hendidura con fiereza contra su dura polla, hasta que la carne le ardió febril.
El ritmo de su respiración se tornó frenético. Sacudió las caderas, pero Honorio la mantuvo implacablemente en su sitio, dejando que se retorciera, que luchase y se tensase contra él.
El placer crecía de manera insoportable; el calor se volvía igualmente insufrible. Lisette respiraba ahora de forma desigual; clavaba las uñas en su hombro y se aferraba a él mientras sentía profundamente intensas pulsaciones en su núcleo femenino.
Mirándola con lujuria, la hizo descender mientras la penetraba, permitiendo que la impulsara su propio peso. Al instante, ella se relajó en sus brazos, cuando la rígida carne distendió sus suaves tejidos femeninos.
Honorio permitió que ella fijase el ritmo, que lo tomase tan profunda y plenamente como quisiera. Pronto sus movimientos asumieron un ritmo más urgente. Se arqueó debajo ella, con los densos músculos de sus hombros tensos, mientras se esforzaba por mantener el control. Pero el deseo entre ambos crecía; la explosiva presión se acrecentaba.
El cuerpo de Lisette tomó entonces por completo la iniciativa, moviendo las caderas en una instintiva danza de pasión. Se aferró con los dedos a su espalda y separó los labios para dejar escapar sollozantes gritos de pasión.
Honorio no pudo contenerse. Tomó su boca con un duro beso y sumergió la lengua profunda y vorazmente. Se le encrespó la sangre cuando Lisette le respondió de igual modo. El placer se precipitó y lo hizo palpitar furiosamente, mientras ella le devolvía el beso con la misma intensidad.
La luz del sol que penetraba desde el balcón se vertía sobre ambos, un mosaico arremolinado de luz, calor y colores cambiantes que iluminaban su frenética danza de labios, lenguas y miembros.
Una arremetida más apremiante encendió una explosión sensual dentro de ella. Lisette jadeó entre los brazos masculinos, gritando. Honorio notó que ella se agitaba y se crispaba a causa del éxtasis; sintió sus contracciones, que le asían y empujaban más hacia su interior.
El calor se precipitó en su pecho y se expandió.
—¡Dios... Lisette!
Su nombre chirrió en la garganta mientras los ardientes y aferrantes latidos de su orgasmo le agotaban. Un instante después, el gemido de Honorio se convirtió en un ronco grito. Se contrajo impotentemente vertiendo en ella el ardiente chorro de su liberación.
Tras su violento y poderoso clímax, Honorio apenas pudo contenerse para no desplomarse sobre el sofá. Sus sentidos, poco a poco, retornaron a la conciencia. La ardiente luz del sol se desplomaba sobre ellos, el rítmico murmullo de la televisión, la increíble suavidad de la mujer que tenía encima.
Había sido único, agotador, hacerle el amor a Lisette.
Nunca se había visto tan encendido antes; jamás había estado tan profundamente conmocionado.
Respiró hondo para tranquilizarse y levantó la cabeza para mirarla. Su rostro estaba sonrojado y ofuscado de deseo; sus ojos, embargados de pasión y brillantes mientras lo observaba.
—Esto ha sido... —a Lisette le falló por un momento la ronca voz y se mojó los hinchados labios antes de continuar— sencillamente hermoso.
De forma inesperada, Honorio sintió que se le desbocaba el corazón. Él no podía sentirse aturdido de manera tan absurda ante su elogio, como si fuera un joven novato; aunque no pudo reprimir aquella disparatada emoción.
—Lo fue, realmente precioso —aceptó, depositando un ligero y dulce beso en sus labios.
Ella agitó los ojos, cerrándolos, y luego profirió un suspiro de satisfacción.
Cuidadosamente se recostó en el sofá y quedó relajado sobre su espalda, llevándosela consigo, con la cabeza de ella apoyada sobre su pecho. Durante largo rato, yacieron simplemente así, saboreando la paz de ese momento.

Continuará...

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