—No puedo hacerlo, doctora Antúnez, quisiera tener el valor, pero luego pienso en los niños, ellos aman a su padre, no tengo derecho a separarlos de él.
—A veces la separación de los padres es lo mejor para los hijos, Andrea. Tú no puedes seguir viviendo así, debes denunciar el maltrato a la que estás sometida, es necesario que pidas ayuda a los organismos correspondientes. La violencia es intencional aunque no sea siempre consciente. En lo único que yo puedo ayudarte como terapeuta, es en encontrar el motivo por el que aceptas esta situación de maltrato y orientarte a salir de ese círculo vicioso e infernal y entonces poder canalizar tu vida hacia algo más productivo.
Riiing.
—Terminó nuestra sesión —dijo Andrea, casi con tristeza.
—Así es, piensa en todo lo que hablamos y te espero la semana que viene. —Cecilia se despidió de su paciente luego de cuarenta y cinco minutos de sesión y se sentó en su escritorio.
La doctora Cecilia Antúnez, psiquiatra de profesión, estaba en su consulta diaria y tenía un cuarto de hora para acomodar sus notas hasta que llegara el siguiente.
Revisó su celular y vio que tenía una llamada perdida de su hermano Ramiro. Hablar con él era siempre un placer. Adoraba a su hermano, aunque lastimosamente lo veía muy poco.
Le devolvió la llamada:
—Hola mi hermano preferido.
—Hola cariño, que suerte que me llamas, necesitaba hablar contigo.
—¿Es urgente? ¿Necesitas una sesión privada con la mejor terapeuta de la ciudad?
Él rió del otro lado de la línea.
—No, pero si la necesitara, no acudiría a ti, te lo aseguro, ya conoces todos mis secretos.
—Mmmm, ¿por qué el apuro en contactarme?
—En diez días se celebra el aniversario de mi colación del colegio. ¡Quince años! ¿Puedes creerlo?
—¡Santo Cielos! El tiempo pasa volando. Parece que fue ayer cuando me despedí de ustedes en la terminal de ómnibus hecha un mar de lágrimas porque me dejaban sola.
—Sí, lo recuerdo… aunque pronto te consolaste con ese imbécil bueno para nada capitán del equipo de fútbol.
—No me lo recuerdes. Pero dime, ¿qué planes tienen?
—¡Fiesta! Ya contactamos con todos, solo un par de ellos no podrán acudir porque están viviendo en el extranjero, el resto ya confirmó su presencia. ¿Vas a asistir, verdad Ceci?
—Por supuesto, no me lo perdería por nada del mundo. Lo más probable es que Sylvia llame en cualquier momento para contarme lo mismo.
—Hace mucho que no la veo, que bueno que hayan seguido en contacto entre ustedes, aunque es una pena que nos hayamos distanciado tanto en todos estos años.
—Sí, realmente. Creo que es totalmente normal, cada uno estaba en lo suyo, estudiando, remando. Pero dime… —El corazón de Cecilia empezó a latir apresuradamente antes de hacer la pregunta—. ¿Roberto estará presente?
—Por supuesto. Hablé con él ayer, tiene muchas ganas de reunirse con todos de nuevo.
—¿Irá con su familia?
—Ay, cariño, no le pregunté, la encargada de elaborar la lista es Ángela.
Típico de los hombres, pensó Cecilia, no interesarse en esos detalles. Le hubiera gustado averiguar si Roberto había preguntado por ella, pero no lo hizo.
—¿Y tú?
—Clarooo, Lourdes me acribilla si no la llevo. Además, la fiesta es con familiares y parejas incluidas.
Lourdes era la esposa de Ramiro. Se habían casado hacía dos años y ella estaba esperando su primer bebé. La conversación derivó hacia ese tema, hasta que colgaron porque el paciente de Cecilia había llegado a la consulta.
Luego de una pesada sesión con un hombre particularmente difícil de tratar, Cecilia terminó extenuada mentalmente y cansada físicamente. Era su último paciente del día, acomodó sus notas en el ordenador y llaveó el consultorio, que se comunicaba con su departamento solo por una puerta, aunque tenía su acceso independiente desde el pasillo, con una pequeña sala de espera.
A veces se planteaba la idea de mudar su consultorio de allí y ampliar su departamento, para poder por lo menos salir fuera de ese edificio más veces al día, luego cambiaba de parecer por la comodidad que esa situación le creaba.
Tenía su vida perfectamente organizada, exactamente como la había soñado.
A la mañana, iba trotando al gimnasio bien temprano a cinco cuadras del edificio donde vivía. Volvía, se duchaba, se vestía y revisaba las citas que tenía ese día en el ordenador. Había contratado una secretaria telefónica, que manejaba los horarios de sus pacientes y se los enviaba por correo electrónico todos los días y se encargaba de cobrar las consultas mensualmente.
Además de sus consultas privadas, tres veces por semana a la mañana acudía a realizar terapias en un hospital psiquiátrico, y esa experiencia realmente no se la deseaba a nadie. Era muy extenuante emocionalmente hablando, por ese motivo, aunque le pagaban muy bien durante todo el año, los ciclos de trabajo en el hospital duraban solo seis meses, con descansos iguales, en los que otro psiquiatra tomaba la posta. Su turno anual terminaba a fin de mes, para alivio y tranquilidad de su salud mental.
A medida que avanzaba por su departamento fue recogiendo algunas cosas que habían quedado sobre la mesa del comedor y las llevó a la cocina, su lugar preferido, donde se relajaba preparando las delicias culinarias que cocinaba. Le encantaba probar nuevas recetas.
Condimentó el surubí –que había sacado previamente del congelador– con puerro, albahaca, sal, pimienta y aceite de oliva, picó algunas verduras y lo cubrió con papel de aluminio. Lo metió al horno con un caldo especial y trozos de papas.
Luego fue hasta su dormitorio, se desnudó y se metió a la ducha.
Gimió al sentir el agua caliente deslizarse por su cuerpo.
Mientras se enjabonaba y lavaba el pelo, su mente empezó a divagar. Pensó en la celebración a la que acudiría en diez días. Vería a Roberto luego de… ¿cuántos años? Fácilmente serían siete u ocho. La última vez que lo había visto fue cuando sus padres cumplieron treinta y cinco años de casados e hicieron una gran celebración.
Él fue solo, pero ella estaba saliendo en esa época con un locutor de televisión, aunque se saludaron efusivamente, fue muy poco lo que pudieron conversar, pero notó su mirada toda la noche. Estaba espléndido, más varonil y guapo de lo que ella podía recordar.
En realidad también lo había visto cuatro o cinco años atrás en un restaurante, aunque él no la vio. Esa noche estaba acompañado de una escultural rubia que le sonreía en todo momento y lo seducía con la mirada. Cecilia sintió una punzada de celos al verlos tan acaramelados, luego dejó de prestar atención para concentrarse en su propia pareja de esa noche, aunque en ese momento no podía recordar de quién se trataba.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que no sintió cuando se abrió la puerta del baño y una oscura sombra detrás de la mampara deslizó al panel hacia un costado, entrando dentro de la ducha con ella y abrazándola por detrás.
No se asustó, estaba acostumbrada a que él hiciera lo mismo siempre, era como si tuviera un radar que le indicaba cuando ella entraba a bañarse.
Deslizó sus manos por los costados de su cuerpo hasta su abdomen y la apretó contra su cuerpo.
—Hola cielo —dijo contra su oído, mordiéndole el cuello suavemente.
—Mmmmm, hola —contestó apoyándose en él, disfrutando de la caricia.
Deslizó ambas manos por su cuerpo hasta sus senos y los acarició suavemente. Cecilia sofocó un gemido y se frotó contra su torso. Él juntó los dedos para pellizcar sus pezones. Su miembro iba creciendo detrás de ella, hundiéndose entre sus nalgas.
Cecilia giró suavemente para enfrentarlo, quería sentirlo pegado a su cuerpo, ansiaba aquella conexión. Se deslizó hacia delante, hasta que la punta estuvo cerca de su sexo. Estaba mojada, abierta y sensible, y era tan delicioso, que gimió suavemente. Sólo un poco de placer, una pequeña frotación de las caderas. Y el calor comenzó a difundirse por el centro de su sexo. Se mordió el labio y siguió restregándose al tiempo que deslizaba su cuerpo de arriba abajo.
Él acarició su espalda y abarcó sus nalgas con las manos, acariciándolas, mientras con su boca llenaba de besos húmedos su oreja, hombros, cuello, labios, lamiendo, mordiendo, calentándola con su aliento, volviéndola loca.
Que este placer no termine, por favor, pensó Cecilia.
Él la aprisionó contra la pared azulejada de la ducha y ella sintió el frío material en su espalda, haciéndola reaccionar. Le levantó una pierna y buscó la entrada de su sexo, anhelante.
—¡Para, Darío! —Ordenó alarmada.
—Cielo… no me pidas que pare.
—No lo vamos a hacer sin protección, ya hablamos sobre eso.
—¿Acaso no estás tomando la píldora?
Ella no contestó, se deslizó fuera de la ducha, tomó una toalla y se envolvió en ella, mientras él seguía dentro.
—Lo siento, termina de bañarte y te espero en el dormitorio —fue todo lo que pudo responder.
Darío Poletti y Cecilia salían juntos hacía casi un año.
Él era abogado en un importante bufete, un hombre bastante apuesto, delgado, no muy alto, de pelo y ojos oscuros como la noche. Tenía un trato agradable, aunque a veces a ella le parecía que era excesivamente soberbio.
Habían intercambiado llaves de sus departamentos hacía unos meses y tenían una relación estable. Pero como siempre, ella sentía que algo faltaba.
Ya estaba envuelta en un albornoz, con una toalla enroscada en su pelo mojado cuando Darío entró al dormitorio con el ceño fruncido, gloriosamente desnudo. Cecilia le pasó otra toalla para que se secara.
—¿Y ahora qué excusa me vas a dar? —preguntó él.
—Ninguna. Ya hablamos de este tema, sin protección, no hay sexo.
—¡Tomas la píldora! Estamos protegidos —contestó enojado, levantando la voz.
—No me grites, Darío. La realidad es que yo no tengo idea de qué haces durante todo el día cuando no nos vemos. No me voy a arriesgar.
—¿Quieres decir que crees que te soy infiel? —preguntó con el ceño fruncido.
—No serías el primero ni el último —contestó seriamente.
—Eres tan fría a veces, Ceci, que me asustas.
Ella, sintiéndose culpable, se acercó y apoyó las manos sobre su pecho.
—No te enojes, Darío. Hagamos las cosas bien, ¿sí? —Le dio un suave beso en los labios— Ahora cenemos, el surubí ya debe estar listo, luego nos acostamos y hacemos todo lo que tú quieras, debidamente protegidos ¿te parece?
Él gruñó, pero asintió con la cabeza.
Ella sonrió, se sacó la toalla de la cabeza y salió de la habitación. ¡Qué fáciles eran los hombres! Se les ofrecía un poco de diversión y se calmaban al instante.
Mientras cenaban y conversaban, lo miraba y se preguntaba qué era lo que le faltaba a él que ella necesitaba, o bien, qué era lo que estaba mal en ella. ¿Por qué no podía conseguir que ningún hombre la hiciera reaccionar?
Ya estaba por cumplir treinta y un años. Venció el plazo que ella misma se había puesto para tener un hijo, y tampoco podía dar ese paso, no con Darío.
Entonces… ¿qué hacía con él?
Una vez terminada la cena, recogieron los platos y cubiertos y lo pusieron todo en el lavavajillas.
—Eres una cocinera excepcional, Ceci. Todo estuvo riquísimo.
—Gracias, Darío. Ya está todo limpio, ¿vamos a la cama?
—Mmmm, una idea estupenda —la rodeó son sus brazos por detrás y la empujó hacia la habitación riendo.
Se despojaron rápidamente de las salidas de baño y se arrojaron a la cama, besándose.
Pero en eso, sonó el teléfono.
Cecilia se acomodó contra la almohada y se tapó con la sábana.
—Hola Sylvia —saludó al ver el número que llamaba.
Sylvia Ochoa era su amiga de la infancia, compañera de Ramiro y Roberto en el colegio.
—¡Ceci! ¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—¡Está ocupada! —interrumpió Darío sonriendo y encendiendo el televisor.
—Mmmm, veo que estás acompañada ¿es un mal momento para hablar?
No le respondió, simplemente dijo:
—Ya sé el motivo de tu llamado, hoy hablé con Ramiro.
—¡Sí! Estoy emocionada, tengo tantas ganas de verlos de nuevo a todos, sobre todo a Roberto, creo que hará como siete años que no lo veo.
—Ocho años en realidad, fue en el aniversario de mis padres.
—Exactamente. Dicen que se ha convertido en un cirujano famoso ¿sabías que hizo un post-grado en Cuba?
—No lo sabía —contestó con melancolía.
—Ustedes eran muy unidos.
—Es cierto, y seguimos hablando bastante en el primer y segundo año que vino aquí, pero luego entre los estudios y otras actividades nos fuimos distanciado poco a poco. La carrera de medicina no es fácil. Había veces que no salía del hospital durante setenta y dos horas seguidas, apenas dormía.
—Sí, es una carrera muy sacrificada. Pero dime, ¿irás a la fiesta?
—Por supuesto, Syl. No me lo perdería por nada del mundo.
—Fantástico ¿con quién vas?
Miró a Darío, él le sonrió mientras manipulaba el control remoto del televisor.
—Creo que con Darío, tendré que preguntarle si está disponible, luego te comento.
Él le hizo una seña interrogante con los ojos.
—¿Hay lugar para mí? No quiero ir sola.
—Por supuesto. Incluso si voy yo sola, es mejor que me acompañes.
—Esperaba oír eso. No quería ir en autobús.
—Iremos juntas, no te preocupes.
Hablaron un rato más, y Cecilia, al ver la impaciencia de Darío, se despidió.
Él apagó el televisor, luego la luz y la abrazó.
—¿De quién hablaban? ¿Con quién te distanciaste?
—Un amigo de la adolescencia, se llama Roberto, de jóvenes éramos inseparables. Ramiro, Sylvia él y yo, a pesar de que yo era dos años menor que ellos. Siempre estábamos juntos, sufrí bastante esos dos años en los que me dejaron sola cuando ellos vinieron a estudiar a la capital, sentí mucho su ausencia.
—Pobre niña abandonada, y dime ¿Dónde se supone que vas a llevarme?
—Su promoción cumple quince años de recibidos, hacen una fiesta, es en diez días, el sábado siguiente a éste ¿podrás acompañarme?
—Por supuesto, cielo. ¿Nos quedaremos en casa de tus padres?
—Mmmm, sí.
—¿Juntos como ahora?
—Ya veremos cómo se comportan mis padres, nunca antes llevé a nadie a dormir, así que desconozco sus reacciones al respecto.
—Espero poder dormir contigo, y besarte así —y procedió a mostrarle el tipo de beso que quería darle, anulando momentáneamente todos sus sentidos. La besó apasionadamente, y ella cerró los ojos con un leve suspiro, como si hubiera estado esperándolo largo rato. Volvió a besarla, separando sus labios, y ella le respondió plenamente —y tocarte así— se apretó contra ella y acarició su espalda y sus nalgas, con todos los puntos de sus cuerpos en contacto.
Su lengua empezó a juguetear con su garganta, sus dedos se posaron en sus pezones y los acariciaron, luego su mano abarcó totalmente uno de ellos y la palpó. Descendió poco a poco hasta que su boca llegó a sus senos y acto seguido los succionó con delicadeza. Ella gimió, él jugaba con ella, excitándola y eso le gustaba. Cecilia quería que siguiera indefinidamente con esos juegos.
Pero él, dominado por su deseo, introdujo una mano entre sus cuerpos y la posó entre sus piernas, comprobando cuán húmeda estaba.
Cecilia volvió a gemir, casi gritó, quería que continuara tocándola con sus dedos.
Pero Darío se colocó rápidamente un preservativo y para asombro de Cecilia, se ubicó entre sus muslos y se adentró en ella con un movimiento rápido y certero.
Empezó a moverse lentamente dentro de ella, luego más rápidamente, hasta que llegó un momento en el que se movía como loco enajenado. Y ella no sentía nada más que vacío.
¿Sería frígida? Se suponía que las mujeres disfrutaban de eso ¿Por qué ella no? ¿Qué problema tenía?
Se arqueaba contra él por instinto, emitiendo fingidos sonidos de gozo contra sus labios y su cuello, deseando que pudiera llevarla consigo donde quiera que fuese. Pero él no lo hizo. Al alcanzar el orgasmo, Darío gritó y se sacudió debido a la fuerza del mismo.
Segundos más tarde, con su cabeza descansando en su pecho, se tumbaron uno junto al otro, suspirando. Él, porque había tenido una experiencia memorable, ella, agradeciendo que hubiera terminado.
Darío se quedó dormido enseguida, pero Cecilia no podía relajarse, le faltaba algo. El vacío que sentía era demasiado grande.
Desesperada por la situación, se permitió pensar al respecto por primera vez en años. Ella no se había especializado en terapia sexual, pero en la universidad había estudiado los tipos de disfunciones de la mujer. La frigidez no era su caso, ella sentía placer con ciertas cosas. La anafrodisia , tampoco, ella tenía deseos sexuales normales. La anorgasmia , evidentemente ese sí era su caso. Los otros tipos de disfunciones no se ajustaban a sus síntomas.
Sabía que la anorgasmia no tenía causa orgánica . Y de entre todas las que recordaba, la única que se ajustaba a ella era el sentimiento de culpabilidad al tener una pareja sexual de la que no estaba enamorada. Ella era psiquiatra, tenía que encontrar una solución, si no podía ayudarse a sí misma, ¿quién lo haría?
Pensando en eso se quedó dormida, en brazos del hombre equivocado.
Continuará...
0 comentarios:
Publicar un comentario