Cumpliendo una Promesa - Capítulo 03

miércoles, 24 de agosto de 2011

Roberto acababa de dejar a Sylvia y a Cecilia en sus respectivos departamentos luego de un agitado fin de semana. Se ofreció a traerlas de vuelta ya que habían hecho el viaje de ida con el ex novio de Cecilia, y él volvió temprano el domingo, antes de que alguien en la casa despertara.
Hubo tensión entre los dos durante todo el viaje, aunque Sylvia no pareció percibirlo.
Cecilia lo había descolocado totalmente con su pedido. Casi se atraganta cuando se lo dijo, él nunca pensó que llegaría el momento en el que tuviera que cumplir esa "estúpida promesa de adolescentes" que apenas recordaba haber hecho.
Volvió en el tiempo, hace quince años atrás y se puso a rememorar:

Cecilia estaba acurrucada al costado de Roberto, pensativa. Él la abrazó y acarició su lacio cabello castaño rojizo, suave como la seda.
Estaban sentados en el pasto, apoyados contra un frondoso árbol de mango a orillas del riacho Azul, testigo de tantas locuras infantiles. El puente que cruzaba la angosta franja de agua les hacía sombra en ese día tan caluroso de verano, y se escuchaba a lo lejos el suave ronroneo de los vehículos al pasar por la carretera.
—¿Qué haré yo sola aquí? Mis dos hermanos mayores ya se fueron y ahora ustedes también —preguntó preocupada.
—Te las arreglarás. Solo serán dos años, luego volveremos a estar todos juntos —contestó Roberto tratando de tranquilizarla.
Ella todavía no podía asimilar el hecho de que sus mejores amigos y su hermano la dejasen para estudiar en la capital, distante doscientos sesenta kilómetros de la pequeña ciudad donde crecieron. Roberto había cumplido dieciocho años y ella tenía quince, a punto de cumplir dieciséis.
—¡Cecilia, Ceci! —gritó Sylvia, jadeante, corriendo hacia ellos—. Encontré la pulsera que perdiste la semana pasada.
Pero Ramiro no la dejó avanzar. Corriendo detrás de ella la tomó por la cintura y la hizo girar en el aire. Sylvia se aferró a él riendo a carcajadas.
Cecilia y Roberto se miraron y sonrieron.
—¿Crees que pasa algo entre ellos? —preguntó la jovencita.
—No lo sé, pero siempre están tocándose.
—Nosotros también, eso no significa nada —Cecilia se ruborizó apenas lo dijo. Quizás para él no tuviera trascendencia, pero para ella, en su inocencia casi infantil, Roberto era como un príncipe encantado. Alto, fuerte, cariñoso y dispuesto a protegerla en todo momento, al igual que su hermano.
Él la miró fijamente y abrió los labios como queriendo decir algo muy importante, cerró los ojos y apoyó su cabeza en el árbol.
—Tú eres mi princesa, por supuesto que significa mucho. Sabes que hasta que llegamos aquí con mi padre hace cinco años, después de mudarnos incontables veces, yo nunca había tenido amigos como ustedes, para mí no hay nada más importante.
—Quizás ahora sientas eso, pero espera cuando llegues a la capital, entres en la universidad, conozcas otra gente, hagas otros amigos. Te olvidarás de nosotros, más aún de mí, que me quedaré sola aquí como un alma en pena.
—No digas eso, Ceci. El tiempo pasará rápido, tú terminarás el colegio y te reunirás con nosotros allá en apenas dos años. Volveremos a estar todos juntos.
—Dos años… un siglo —dijo con el ceño fruncido.
—Pasarán en un abrir y cerrar de ojos, te lo aseguro.
—¿Me llamarás a contar todo lo que te pasa? ¿Me escribirás?
—Te lo prometo —Y levantó la mano como haciendo un juramento, para bajarla luego y acariciarle la punta de la nariz con el dedo.
Ella se deshizo de su abrazo y se sentó frente a él. Arrancó un puñado de hierba del suelo y dijo solemnemente:
—Serás un gran médico.
—Eso espero —dijo sonriendo.
—Conocerás a una rubia despampanante como esas que tanto te gustan, te enamorarás perdidamente de ella, te casarás y tendrás muchos hijos.
Él rió a carcajadas.
—Falta mucho para eso, princesa. Primero tengo que recibirme, conseguir un buen trabajo para poder mantener a ese dechado de virtudes de pelo rubio y todos los hijos que me dará.
—Claro, no digo que ocurrirá ahora, pero eso es lo que pasará.
—¿Y tú? —preguntó interesado.
—¿Yo? Mmmm. Yo no me casaré nunca —contestó muy seria.
—¿Por qué lo dices?
—Porque lo sé, ya lo he decidido.
—¿Qué cosa?
—Mi futuro… —dijo sonriendo pícaramente.
—Cuéntame.
—Me gustaría estudiar psicología o psiquiatría, eso ya lo sabes, y una vez que termine mi carrera y pueda mantenerme sola, pues… voy a tener un hijo.
—¿Sin padre? No me pareces tan inocente como para no saber que necesitas de un hombre para cumplir tu sueño, princesa.
Ella se ruborizó ligeramente por lo que esa afirmación implicaba. 
A él le pareció adorable y sonrió.
—Tampoco tú eres tan inocente como para no saber que no es necesario casarse para tener un hijo, Rob —contestó con valentía.
—¿Y por qué esa decisión tan drástica? —Obviamente él sabía que cambiaría de opinión más adelante, pero quería saber el motivo.
—Yo… yo no quiero tener la misma vida que mamá. Contando el aborto que tuvo, se pasó casi diez años de su vida embarazada. El papel que hace en su vida no es más que la de una empleada domestica… y para colmo, sin sueldo. Tiemblo de solo pensar que me ocurra lo mismo. No quiero ser el juguete de ningún hombre, quiero ser independiente y tomar mis propias decisiones. No quiero tener que llegar del trabajo y ponerme a limpiar y cocinar para un cerdo que está tirado frente al televisor bebiendo cerveza y rascándose la panza sin hacer nada —negó con la cabeza— esa vida no es para mí.
Roberto suspiró. Sabía la lucha diaria de Cecilia por conseguir que la trataran igual que a sus tres hermanos. Se negaba incluso a ayudar a su madre a levantar la mesa si sus hermanos no lo hacían. Tenía un carácter muy fuerte e imponía sus ideas a pesar de que sus padres no estuvieran de acuerdo.
—Bueno, Ceci —dijo en un momento de inspiración, casi como si fuera una broma— si tú y yo estamos solteros y sin compromiso para cuando decidas realizar tu sueño, prometo que te ayudaré si lo deseas.
El rostro de Cecilia se iluminó de alegría.
—¿Bromeas?
—No, princesa. Lo digo en serio.
Él sabía que no tendría que cumplir su promesa. Cecilia era una jovencita muy hermosa, se casaría quizás antes que él.
—Te tomo la palabra, Roberto Luis Almirón. ¿Me escuchaste? —dijo solemnemente.
Él rió a carcajadas.
—Y yo prometo cumplir mi promesa bajo esas condiciones, María Cecilia Antúnez.
Sellaron el trato con un apretón de manos y sonrieron.

Volviendo a la realidad, y a pesar de la preocupación, Roberto sonrió.
Recordaba haber estado locamente enamorado de ella cuando era adolescente, aunque nunca se lo dijo. Ella no era más que una nena de diez años cuando la conoció, y era la hermana de su compañero de colegio y mejor amigo. Cuando se hizo lo suficientemente mayor como para pensar en tener algo con ella, ya era tarde. Él tenía que marcharse a la capital y dejarla.
Los estudios y las relaciones ocasionales los habían distanciado, pero siempre recordaba con cariño a la adolescente dulce y rebelde que fue. Y se había convertido en toda una mujer. 
En la fiesta la observó en todo momento. 
El vestido color lavanda que llevaba puesto se adhería escandalosamente a cada una de las curvas de su esbelta figura. Sus senos eran del tamaño ideal para caber en sus manos, ni demasiado grandes, ni pequeños y se mecían ligeramente cuando bailaba debido a la ausencia de sujetador, que dejaba toda su hermosa espalda descubierta, solo trenzada con pequeñas cadenas plateadas.
Sus redondeadas nalgas ¡Santo cielo, siempre fueron su perdición! Ese hermoso trasero lo volvía loco cuando ella se paseaba frente a él en los minúsculos shorts que usaba de niña. Y sus piernas… largas y torneadas. Toda ella era como música celestial para los oídos.
De nuevo estaba duro solo con pensar en Cecilia, ni que fuera adolescente todavía.
Luego de la conversación que tuvieron en el tejado, el prometió pensarlo y darle una respuesta lo más brevemente posible. Trató de hacerla entrar en razón, alegando que solo era un adolescente cuando hizo esa promesa. Pero ella estaba aparentemente decidida a tener un hijo… «sola».
Las condiciones de la promesa se cumplían al pie de la letra, pero él no estaba dispuesto a abandonar a su propio hijo, o hija. Ella tenía que saber eso.
¿Qué locura estaba pensando? Ni que fuera a llevar a cabo el sueño de Ceci.
Ya tengo treinta y tres años, pensó. 
No se hacía más joven, y tener un hijo siempre había sido también su deseo, aunque le gustaría más el combo completo: matrimonio, esposa, casa, hijos, en ese orden. No es que pensara en eso muy seguido, no le quitaba el sueño, pero algún día le gustaría casarse y hasta ahora no había encontrado la mujer ideal para hacerlo.
María Cecilia Antúnez. Quizás no fuera mala idea después de todo, pensó.
Ambos eran adultos, solteros y sin compromisos, muchas parejas tenían hijos sin estar casados y lo sobrellevaban perfectamente, para ellos sería más fácil porque se pondrían de acuerdo, y eran amigos. Las promesas debían ser cumplidas, y el proceso sería definitivamente muy placentero: tenerla en sus brazos, desnuda como tantas veces había soñado, hacerle el amor hasta que ambos cayeran rendidos, exhaustos.
Pensando más con la entrepierna que con otra parte de su cuerpo, accedió para sí mismo. Pero decidió que Cecilia debería aceptar antes algunas condiciones que le plantearía. A la promesa le faltaban definitivamente muchos huecos que llenar.
Se le ocurrió una idea y sonrió.


Cecilia y Roberto estaban cenando en un romántico restaurante italiano el miércoles siguiente a su encuentro. El ambiente se prestaba al romance, pero ellos estaban allí por algo mucho más práctico.
Disfrutaron de la cena conversando, acompañando las pastas con un delicioso vino rosado Codorniú Pinot Noir. Casi como si se hubieran puesto de acuerdo, no tocaron el tema que los había reunido esa noche hasta que llegaron a los postres.
—No te imaginas lo mucho que me alegro que podamos reunirnos de nuevo, Rob —dijo Cecilia apoyando suavemente la mano sobre la suya.
Él se la tomó y la llevó a los labios, besándole los nudillos.
—Yo también, princesa, aunque esa promesa que quieres que cumpla me tiene muy preocupado.
Cecilia estaba deseosa de que él aceptara, pero no iba a obligarlo a cumplirla. Entendía que había sido hecha cuando eran poco más que unos niños.
—Lo entiendo, Rob. Y si no dese…
—Quiero hacerlo —Él no la dejó continuar.
Cecilia lo miró sin poder creer lo que estaba escuchando, luego rió a carcajadas.
Él sonrió al verla tan feliz.
—¿De verdad? —preguntó.
—Sí, princesa… pero tenemos que conversar mucho al respecto, y llegar a ciertos acuerdos, para que no tengamos problemas después.
—Por supuesto —Cecilia no podía dejar de sonreír.
—Dime… ¿cuál es tu idea al respecto? ¿Cómo lo haremos?
—Bueno, siempre he pensado que la "Clínica Alma Matter" es la mejor opción en estos casos. Tienen un alto porcentaje de efectividad en sus inseminaciones y…
Mientras ella hablaba, Roberto la miraba como si fuera una extraterrestre. ¿Clínica? ¿Y el contacto entre ellos? ¿Acaso pensaba…?
—¿Quéee? ¿Estás loca, Ceci? —Interrumpió molesto.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo esa clínica?
—¿Acaso crees que soy un semental o algo así? —Él rió nervioso ante la idea—. Si tengo que hacer esto, por lo menos espero disfrutarlo, princesa.
—Roberto… no insinuarás que quieres que nosotros… eh, que hagamos…
—Ceci… o lo hacemos a la antigua, o no hay trato.
Ella se apoyó en el respaldo de la silla y cerró los ojos, nerviosa.
Él continuó:
—Veo que tienes algunas ideas raras al respecto. Te hice esta promesa cuando éramos un par de adolescentes estúpidos, y dejamos muchos huecos sin llenar, así que te diré cuales son mis condiciones. Si estás de acuerdo, lo hacemos… sino, lo siento princesa, no lo haré.
—¿Cu-cuáles son esas condiciones? —preguntó dubitativa.
—Ya sabes la primera: quiero hacerlo de manera natural. Segundo: quiero formar parte de la vida de ese niño o niña…
—Pero…
—Shhh… —le puso un dedo sobre sus labios y ella se estremeció—, déjame terminar.
—Vivirá contigo, por supuesto, pero me haré cargo de todos los gastos, como cualquier padre normal y tendremos la tenencia compartida. Eso significa que podré visitarlo cuando quiera o llevarlo a pasear, y cuando sea más grande, podrá pasar un fin de semana o viajar conmigo. Y nosotros, seguiremos siendo grandes amigos y criaremos a un bebé feliz. Tendrá dos padres que lo aman, y que se aprecian mutuamente.
—Suena maravilloso, Rob… pero no es absolutamente como lo había previsto.
—Ya me doy cuenta, princesa. Pero en este caso debes pensar no solo en ti, sino en esa criatura también. Y necesitará de los dos padres, aunque no estén juntos. Y yo… yo no podría vivir sabiendo que tengo un hijo abandonado, sin mi atención. Crecí huérfano de madre, Ceci… lo sabes, y sé lo difícil que es para un niño que le falte uno de sus padres. No voy a permitir que mi hijo o hija crezca con esa carencia pudiendo tenerme, ¿lo comprendes, no?
—No había pensado en eso… yo, yo tiendo a pensar solo en mí. Creo que Darío tenía razón cuando me dijo que era egoísta y controladora.
—Probablemente lo seas, has vivido gran parte de tu vida sola sin tener que darle cuentas a nadie, pero verás como todo eso cambia cuando seas madre. La prioridad será el bebé siempre, te lo aseguro. Yo también tiendo a ser bastante egoísta… es porque estamos acostumbrados a estar solos y hacer lo que queremos.
—S-sí, así es —Cecilia suspiró—. Esto me toma por sorpresa, Rob.
—Sé cómo te sientes —él sonrió—. Pasé por esto hace unos días.
Un silencio incómodo se cernió entre ellos. Luego de unos segundos, que podrían haber sido minutos, ella dijo:
—Tendré que pensarlo de nuevo.
—No pienses tanto, princesa. Te estoy ofreciendo cumplir tu sueño, que aunque no lo sabía, también es mío, pero con seguridad para el niño, ¿qué más quieres?
—¿Y si obviamos la parte física y dejamos el resto como tú quieres?
—¿Y perdernos la diversión? —Él rió a carcajadas—. No, no, no… esa es la mejor parte.
—Pero una parte muy rara, Rob. Tú y yo… —frunció el ceño.
Él adoraba esa expresión típica en ella.
—Hombre y mujer… ambos jóvenes y atractivos a los ojos de nuestros pares.
—¿Te parezco atractiva como mujer?
—Por supuesto, princesa. Eras una niña preciosa, y te has convertido en una mujer muy hermosa. Me gustas, será un placer tenerte en mis brazos —dijo suavemente.
Ella se estremeció con solo pensar en esos fuertes brazos cobijándola.
—¿Y si alguno de nosotros sale lastimado en todo esto?
—Si ambos aceptamos las reglas de juego, no saldremos lastimados. Y si ocurre, pues el tiempo curará nuestras heridas, y mientras tanto, tendremos un bebé en el cual ocuparnos, sabiendo antes que nada que ninguno de los dos tuvo intención de lastimar al otro.
—Parece que pensaste mucho en todo esto.
—Lo hice, hace cuatro días que no hago más que pensar en todas las consecuencias que puede acarrear esta locura.
—Creo que eres aún más controlador que yo.
—Puedes estar segura.
Ambos rieron. En ese momento llegó el maître preguntando si necesitaban algo. Roberto pidió la cuenta y la miró interrogante.
—Rob, yo… yo no quiero acostarme contigo —ésta vez fue él quien frunció el ceño—. No quería decir eso, o sea… no es que no me parezcas atractivo… lo eres y mucho, pero temo que arruine nuestra amistad. El sexo siempre arruina todo.
—No siempre es así, yo tengo varias amigas con las cuales tuve relaciones íntimas y hasta ahora nos llevamos muy bien.
—Que suerte tienes —dijo bufando—, ninguna de mis ex parejas me habla.
—Quizás porque no hubo claridad en la relación. Mientras se cumplan las reglas del juego, nadie puede quejarse.
Cecilia temía que él, su amigo de la infancia, se diera cuenta de su disfunción sexual, de que era fría como un trozo de hielo. Podía fingir, lo había hecho un montón de veces, no se daría cuenta. Y luego tendría la recompensa que quería. Ya no necesitaría nada más. Estaba realizada como profesional y él la ayudaría a realizarse como mujer dándole un hijo. Con eso sería suficiente para vivir su vida plenamente.
—Sí… puede ser.
—¿Aceptas? Si dices que sí, tengo otra condición.
—¿M-más? ¿Quién crees que eres, El Supremo Dictador?
Ambos rieron ante la ocurrencia.
—Te gustará, princesa.
—Dime.
—No quiero que lo hagamos a las apuradas ¿cuándo es tu periodo fértil?
Ella casi se atraganta con el vino. Aunque comprendió que la pregunta era totalmente comprensible.
—Eh… ahora estoy, ya sabes… con el período.
—Siendo psiquiatra te cuesta mucho hablar de estos temas —sonrió y le tomó la mano—. Bien, estás menstruando ahora, significa que en quince días estarás a punto. Nos viene como anillo al dedo. Tengo que dar un par de conferencias en Punta del Este en ocho días, ¿puedes tomarte diez días de vacaciones?
—¿Para qué?
—Para conocernos de nuevo, princesa. Conozco a la niña, pero no a la mujer que hay en ti. Me gustaría que pasemos juntos unos días, sin apuros, sin teléfonos ni interrupciones. Solo para nosotros dos, se lo debemos a nuestro futuro hijo, ¿no lo crees?

Continuará...

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