Cumpliendo una Promesa - Capítulo 04

miércoles, 24 de agosto de 2011

Ella no pudo contestar, el maître llegó con la cuenta.
Darío pagó y salieron a la calle. Era una hermosa noche de verano y estaban frente a una plaza, en pleno centro de la ciudad. Todo estaba iluminado e invitaba a dar un paseo a la luz de la luna y los faroles.
—¿Damos una vuelta, Rob?
—Claro. —Roberto la tomó del codo y cruzaron juntos la calle.
Cuando llegaron a la plaza, él apoyó su brazo sobre los hombros de Cecilia y caminaron lentamente, muy juntos.
—No respondiste a mi pregunta, princesa.
—Todavía estoy asimilando toda esta nueva idea. Tú tuviste cuatro días para pensar, me siento abrumada en este momento.
—Pensé que esto era lo que querías, te lo estoy sirviendo en bandeja.
—Sí, pero es totalmente diferente a como pensaba que sería.
—¿Confías en mi?
—Por supuesto, Rob. —No tuvo que pensarlo dos veces—. No te hubiera pedido esto si no confiara plenamente en ti. Ningún candidato puede ser más perfecto a mis ojos, es más, no se me ocurre a nadie más, y no deseo recurrir a un banco de semen.
—Bien, ya tienes lo que querías. Todo depende de ti, Ceci. Solo avísame con tiempo para las reservas de los pasajes de avión.
Él le dio un beso en la frente y ella pasó su brazo por la cintura de Roberto, apretándose contra él. Se sentía tan bien, tan cómoda y segura, como antes, cuando era una adolescente enamorada del compañero de su hermano. ¡Oh, sí! Creyó haber estado loca de amor por él en esa época, aunque nunca lo admitió abiertamente. No sabía si fue la fantasía de un amor infantil o si realmente estuvo enamorada, pero todos los siguientes de su lista sufrieron la comparación, y salieron perdiendo.
Y ahora podría tener un hijo de su primer amor.
¿Necesitaba pensarlo más? Santo Cielos, era lo que siempre había deseado.
—Quiero hacerlo —dijo de repente.
Ambos se miraron y sonrieron.
—¿Estás segura?
—Completamente. —Cecilia sacó la mano de la cintura de Roberto y se la pasó—. Sellemos este trato como lo hicimos con la promesa hace quince años.
—Ya no somos adolescentes, princesa —levantó su mano y se la llevó a los labios—. Este trato debe ser sellado de otra forma.
—¿Quieres decir, con un abogado?
—No, así —contestó. 
Y entonces… la besó.
Inclinó la cabeza lentamente para buscar sus labios, apenas rozándola. Pero el ligero toque era más sensual que un beso. Mordió su labio inferior, seguía acariciando sus labios sin besarla del todo y las sensaciones parecían envolverla, haciéndola perder la cabeza. El sonido ronco de su respiración, su aliento, el roce de sus labios…
Por fin, cuando estaba a punto de derretirse, le entreabrió sus labios con la lengua y ella probó por primera vez su sabor. Sabía a vino y a algo muy masculino, muy excitante. Su cuerpo estaba encendido, sus pechos hinchados. Deseaba que la tocase. 
Imposible, pensó. Aquello no podía estar pasando. ¡Era Roberto, su amigo, quien la estaba besando! Estaba segura de que aquello no era real. Pero no quería despertar. Si de verdad era un sueño, quería seguir dormida, no quería saber nada, solo quería sentir lo que estaba pasando.
Con las manos de él sujetando su cara y su cuerpo apretándose contra ella, se entregó por completo a aquel beso, contestando cada gemido, cada suspiro.
Y se sintió más viva que nunca.
Roberto tampoco podía pensar. Por el momento, lo único que parecía capaz de hacer era besar a Cecilia, acariciarla. La atracción existió desde el primer momento, de modo que no lo sorprendía. Lo que le llamaba la atención era la intensidad, el ansia abrumadora que lo consumía por hacerla suya.
El cuerpo de Cecilia apretado al suyo, sus senos comprimidos contra su pecho, hacían que le hirviera la sangre y sus gemidos lo volvían loco. Se había dicho a sí mismo que debía ir lentamente, mantener las distancias porque sabía que ocurriría algo así.
Con las mejillas rojas, los labios húmedos y un poco hinchados, era irresistible. Cuando abrió los ojos vio deseo en ellos, el mismo que sentía él. Entonces, ¿cuál era el problema? Los dos sabían lo que pasaba en un dormitorio entre un hombre y una mujer.
Solo sería sexo entre dos adultos, con consecuencias. Todo estaría bien.
Dejó de besarla por temor a perder el control, pero siguió abrazándola. Cuando recuperó parte de su aliento, dijo con voz ronca:
—Bueno, princesa… parece que la pasaremos realmente bien.
Ella no podía hablar, apenas podía sostenerse en pie, pero logró decir:
—S-sí, eso parece.


Roberto le explicó que al día siguiente entraba como supervisor de turno hasta el día antes de su viaje. Según le contó, era más bien como una "Guardia fuera del hospital". Pero tenía que estar disponible en todo momento para cualquier urgencia que precisara un médico cirujano.
Si bien se comunicaron todos los días por teléfono, no pudieron verse.
Era domingo a la mañana y estaba trotando en el parque cerca del edificio donde vivía, cuando sonó el móvil que estaba apoyado en su cintura. Agotada, decidió atender la llamada. Como tenía los auriculares puestos, apretó el botón de "atender" y contestó.
El "Hola" le salió tan cortado por el agotamiento, que el interlocutor pretendió hacer una broma que no le salió muy bien:
—O acabas de correr una maratón o estás teniendo el sexo más agotador de tu existencia.
—Es-es-toy en el par-que… y si estuviera teniendo sexo agotador tampoco debería importarte, Darío —contestó suspirando entrecortadamente.
Hubo un silencio en la línea.
—Me gustaría hablar contigo, Ceci. 
—No hay nada más que tengamos que decirnos —tomó un largo trago de agua para recuperarse.
—¿Podemos almorzar juntos? —preguntó Darío.
—Tengo un compromiso —mintió.
—Quiero devolverte tu llave, cielo.
—Puedes dejarle al portero, él ya tiene la tuya para devolvértela.
—Ceci, hablemos… por favor. Necesito verte.
—¿Con qué fin, Darío? Lo nuestro se acabó. Quizás más adelante podamos ser amigos, pero ahora creo que deberíamos dejar de vernos un tiempo.
Otro silencio incómodo.
—Te extraño, Ceci —dijo Darío finalmente.
—Con más razón no deberíamos vernos.
—Lamento mucho todo lo que te dije.
—Estoy segura de que lo haces. No te preocupes, no guardo ningún resentimiento.
—Mañana viajo, no vuelvo hasta el fin de semana. Por favor, cena conmigo el viernes.
—No estaré el fin de semana. Yo también viajo.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—El jueves, me voy a Uruguay.
—¿Para qué?
No sabía que decirle, sin tener que mentir. Le dijo una verdad a medias.
—A un Congreso. De hecho, me tomaré diez días de vacaciones, las necesito. Creo que hace como tres años que no descanso.
—Teníamos planes para viajar juntos.
—Es cierto, pero ya no lo haremos.
—Puedo ir junto a ti, cielo.
—Darío, por favor, basta. Quiero estar sola, necesito estar sola. —Para deshacerse de él, le prometió—: Hablaremos a mi vuelta, te lo prometo.
—No quiero colgar, me da la impresión de que sería como perderte para siempre.
—Lo siento, pero… —no sabía que decir sin herir sus sentimientos—, lo nuestro terminó. Debes aceptarlo y seguir adelante con tu vida.
—No hagas de terapeuta conmigo, Ceci.
—No lo hago, solo… —Y recordó lo que Roberto le había dicho—: solo estoy tratando de ayudar a un amigo en un momento difícil de su vida, nada más.
—No voy a darme por vencido.
—Que tengas un buen viaje, Darío.
—Gracias, igualmente —contestó frustrado—, te llamaré cuando regreses.
Cecilia se sentó en un banco y descansó un rato, pensando en la conversación. Luego se levantó y siguió trotando por media hora más.
Al llegar a su departamento, cansada de tanto ejercicio físico, se encontró con un enorme y precioso jarrón de rosas rojas que el portero llevó hasta su piso.
Revisó la tarjeta.

Perdonar es mirar al futuro sin guardar recuerdos del pasado.
Lo siento. 
D.

Acercó su rostro a las rosas, las olió y suspiró. Odiaba los finales de una relación, siempre eran iguales, primero las recriminaciones, luego el arrepentimiento, el proceso de duelo y la aceptación. Esperaba que Darío pasara rápido por todas las etapas, aborrecía hacerlo sufrir.
Y se sentía peor aún porque ella ya estaba haciendo planes para su futuro.
Un futuro que no incluía ningún hombre a su lado. Solo un bebé.
Le mandó un mensaje de texto a su celular agradeciéndole las flores y deseándole de nuevo buen viaje, pero cuando él le contestó, ella no continuó el diálogo.
Se estaba terminando de bañar cuando sonó el teléfono.
No reconoció el número.
—Hola.
—Doctora Antúnez —dijo una voz ronca del otro lado de la línea—, le hablo del hospital neuro-siquiátrico, tenemos aquí un loco que no deja de repetir su nombre y afirma que si no almuerza con él se suicidará.
Cecilia rió a carcajadas.
—Hola Rob.
—Hola princesa, por fin tengo un momento de descanso.
—Que bueno, pregúntale a ese loco si le gustaría que prepare algunas de mis exquisiteces culinarias.
—Sería lo ideal, porque si me llaman, tengo que salir corriendo.
—No hablaba de ti —dijo bromeando.
—Muy graciosa.
—Tenía pensado preparar cerdo agridulce ¿te gusta la idea?
—Me encanta, princesa. No te prometo llegar a una hora exacta, pero entre las doce y la una trataré de escaparme.
—No te preocupes, lo pondré a fuego lento, y cuando llegues, subiré la temperatura.
—No solo del cerdo, espero.
Ella sonrió por el juego de palabras con doble intención.
—Dejaré en tus manos subir cualquier otro tipo de temperatura, creo que eres experto en eso.
—Buena jugada ¿y si te pidiera que tomes la iniciativa, lo harías?
—¿Todavía estamos hablando del cerdo, doctor?
—De éste cerdo que tiene tantas fantasías asquerosas en su cabeza con respecto a una adorable gacela de ojos pardos, sí.
—Ay, Rob, siempre me haces reír.
Escuchó en el fondo que lo llamaban por el altavoz.
—Tengo que dejarte, princesa. Me llaman, no vemos más tarde.
—Te espero.
Colgó el teléfono sonriendo. Más aún, no pudo dejar de sonreír como una tonta toda la mañana mientras preparaba la comida. Estaba ansiosa de verlo de nuevo.


Roberto llegó pasadas las doce del mediodía. Todavía llevaba la bata blanca del hospital y una mochila en el hombro. Tenía ojeras, la barba ligeramente crecida y el pelo revuelto.
—¡Dios Santo, Rob! Parece que te hubiera pasado un tren encima.
—Así es como me siento —le dio un beso en la mejilla y entró a su departamento. Miró a su alrededor y sonrió—. Tienes un hermoso hogar, princesa. Muy "a lo Ceci".
—¿A qué te refieres?
—Todo muy limpio, ordenado, femenino, clásico, pero con un toque de locura —dijo señalando un extraño cuadro abstracto que colgaba sobre la chimenea.
—Me lo regaló un paciente.
—Lo sé, conozco el pseudónimo, a mí también me regaló uno, "Carlomagno" pinta muy bien, pero su vida personal es un desastre. Intentó suicidarse varias veces, eso ya lo debes saber, una de ellas se tiró desde un balcón y me tocó operarlo.
—Sí, lo sé, pobre hombre. Está mucho mejor ahora, por suerte. Pero sigue en terapia, aunque creo que deberé trasladarlo con algún colega, un hombre si es posible. Creo que tiene algún tipo de enamoramiento conmigo y eso me preocupa.
Él la miró y sonrió.
—¿Cómo estás, Ceci?
—Muy bien ¿y tú?
—Muerto de cansancio, vine directo del hospital. Hubo un accidente múltiple en la autopista esta madrugada y desde ese momento hasta ahora no paré. ¿Te importaría que me diera una ducha?
—Estás en tu casa, ven, te mostraré donde está el cuarto de baño y las toallas. Mientras tú te aseas yo me encargo de la comida.
Cuando entraron a su habitación, él miró la cama y sonrió pícaramente. Ella se sonrojó, y al mostrarle donde estaban las toallas, él le cerró paso.
—¿Necesita algo más doctor?
—Me encantaría comerte a besos, pero me conformaré con uno pequeño hasta que esté presentable de nuevo.
Ella se paró en puntas de pie y se lo dio.
—Mmmm, maravilloso. Prepara el resto para el postre —y la despidió con una suave nalgada.
Sonriendo por la extraña camaradería que tan pronto se había creado entre ellos luego de tantos años sin verse, fue a la cocina a darle los últimos toques a la comida.
Estaba rociando el cerdo con el resto de la salsa agridulce, cuando sintió unas manos en su cintura y un aliento caliente en su nuca.
—Huele delicioso.
—Es el romero —dijo Cecilia sonriendo.
—Me refería a ti, princesa.
Se dio la vuelta y vio que sus ojos estaban mirando el jarrón de flores. Cecilia no tenía donde ponerlo, así que lo escondió en la cocina. Esperaba que él no entrara allí, pero no tuvo tanta suerte, en la media hora desde que llegó ya había entrado a su habitación, usado su baño, invadido su cocina y todo el resto del departamento.
Era tan intenso, que si no tenía cuidado, pronto invadiría hasta sus sueños.
—Un extraño lugar para un jarrón de flores ¿no debería estar en la sala?
—No sabía qué hacer con él.
—Te lo mandó Darío, ¿no?
Ella asintió con la cabeza, avergonzada.
—Adivino: está arrepentido de haberte perdido y quiere que vuelvas con él.
Otra vez ella asintió.
—¿Tiene alguna posibilidad de éxito?
—¿Bromeas? —negó con la cabeza—. Lo nuestro terminó para siempre.
—¿Estás segura, princesa? Sería fatal que te dieras cuenta que lo amas luego de quedar embarazada de otro hombre.
—Estoy muy segura, Rob. —Y para cambiar de tema preguntó—: ¿Almorzamos?
—Por favor, estoy hambriento —dijo mirándola lascivamente.
Ella sonrió. Nunca sabía realmente a qué se refería.
Durante todo el almuerzo conversaron animadamente de diversos temas, sobre todo de sus trabajos y de lo que habían hecho durante los quince años que prácticamente no se vieron. Él le acariciaba las manos las veces que tenía ocasión y le sonreía constantemente. Esa sonrisa pícara y desvergonzada que a ella tanto le gustaba, que la derretía por dentro.
—Todo estuvo delicioso, eres una cocinera maravillosa, Ceci —dijo Roberto cuando terminaron. Se tocó la panza y suspiró—. Creo que no podré levantarme.
—No exageres, Rob. Ven, vamos al sofá y tomaremos el postre allí.
Llevaron sus compoteras hasta la sala y él se la sacó de la mano y las apoyó en la mesita. Se sentó y la estiró hasta él. Ella cayó aparatosamente en su regazo, riendo.
—¿Qué haceeees?
—¿Qué pasaría si yo quisiera que tú fueras el postre? —preguntó apretándola contra él.
Cecilia no hizo el menor ademán de levantarse; se quedó donde estaba, muy quieta, mirándolo con intensidad.
Por fin, cedió a la tentación y la besó. Sabía dulce, cálida y tan suave que inmediatamente sintió que la sangre le ardía. La besó con más apasionamiento y la atrajo hacia sí, abrazándola con fuerza. Ella echó la cabeza hacia atrás, con un gemido, y se dejó llevar sin ninguna resistencia.
Cuando la lengua de Roberto penetró su boca y notó el sabor agridulce de la comida, sintió un escalofrío de placer. Le sorprendía tener sensaciones tan intensas solo con un beso. Cuando él la envolvió con sus brazos y la apretó contra su cuerpo, ella casi se derrite. La invasión a su boca fue sensual, sin prisas, hecho para tentar y despertar cada una de las partes de su ser.
Luego la besó más profundamente, más minuciosa y apasionadamente. Una parte de ella quería apartarse, asustada por el impactante deseo, pero era imposible resistir el asalto sensual a la que estaba sometida. Así que dejó que la besara. Y disfrutó del beso, entonces él cambió el ritmo y su lengua jugó con la de ella.
La besó con suavidad pero a fondo, explorando toda su boca. Y cuando ella le rodeó el cuello con sus brazos y arqueó su cuerpo contra el de él, Roberto se sintió consumido por el deseo. Nunca había sentido tantas ganas de devorar a alguien.
Momentos más tarde, con un gemido, dejó de besarla, pero siguió acariciando su boca con sus labios.
—Eres dulce, princesa… y hermosa en todos los sentidos, siempre lo fuiste —susurró en su oído, hundiendo la cara en el cuello suave y femenino y dándole un beso allí.
Su piropo le llegó al alma. Nadie le había dicho nunca nada así.
—Gracias, Rob.
—Pero va a ser mejor que paremos si no queremos terminar en el dormitorio, en tu cama, enredados, acelerando lo que debería ser un proceso más lento de reconocimiento mutuo.
—De todos modos no serviría de nada, no estoy en mi período fértil.
Él frunció el ceño, por un momento olvidó el motivo por el cual estaban haciendo eso.
—Tienes razón —dijo sintiéndose molesto por el balde de agua fría que había recibido.
Ella se incorporó y arreglando su ropa, todavía aturdida, se dirigió a la cocina.
—Voy a levantar la mesa y estoy contigo enseguida. ¿Quieres encender el televisor?
—Te ayudo, princesa.
—No, Rob… no es necesario, es muy poco lo que hay que hacer, lo meto en el lavavajillas. Tú descansa, te ves agotado.
—Esa no es precisamente la respuesta que esperaba de "Ceci la Feminista", que no levantaba un plato a menos que los hombres también lo hicieran.
Ella rió a carcajadas.
—No juegue con su suerte, doctor. Es solo por esta vez, no se malacostumbre —le guiñó un ojo—. Te veo muy cansado Rob, relájate, ¿sí?
—Gracias, princesa.
Y realmente lo estaba, porque cuando encendió el televisor y se acomodó en el sofá, se quedó dormido en cuestión de minutos.
Cuando Cecilia terminó de limpiar y volvió trayendo café, sonrió con ternura al verlo despatarrado en el sillón de su sala.
Se veía tan cómodo y vulnerable que cerró la ventana y las cortinas, prendió el aire acondicionado y lo dejó dormir.

Continuará...

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