Cumpliendo una Promesa - Capítulo 06

miércoles, 24 de agosto de 2011

—Debes pensar que soy una persona horrible —dijo Cecilia cuando ya estaban en el aire—. Y así me siento, una miserable insensible.
—Ceci…
—No hace falta que digas nada —lo interrumpió—. No cambiará mis sentimientos, odio hacer daño a otra persona, y lo hago constantemente.
Él la estiró y la abrazó.
—Rob, temo hacerte daño a ti también —levantó la cabeza y lo miró con los ojos tristes—. Todo esto lo decidí pensando solo en mí. Quizás no sea buena idea después de todo.
—No te preocupes por mí, princesa. Yo entré en esto con los ojos abiertos, sé en qué me estoy metiendo, y acepté las reglas de juego. A menos que incumplas algunos de los acuerdos a los que llegamos, no tendré ninguna recriminación que hacerte.
—No te fallaré, Rob. Criaremos a este bebé juntos pero como padres separados, con respeto y amistad.
—Entonces estará todo bien —él sonrió—. No puedo creerlo, pero hasta estoy ilusionado al respecto. Una pequeña cosita que será parte de mí, y de ti, por supuesto.
Ella rió también y el ambiente se suavizó.
—Hay algo que estuve pensando —dijo ella preocupada—. Cuando sea más grande deberemos tener mucho cuidado en no involucrarlo con nuestras parejas ocasionales, para que no tenga un mal ejemplo, sea niña o varón.
—No había pensado en eso, pero tienes razón. Creo que hasta que tengamos una pareja seria, deberíamos mantenerlo al margen, ¿no?
—Así es.
—Eso es bueno, siempre estamos de acuerdo. E iremos resolviendo los demás conflictos que se presenten a medida que sucedan.
Ambos sonrieron.
En eso llegó la azafata y les ofreció bebidas.
Cecilia vio con sorpresa cómo la joven coqueteaba descaradamente con Roberto. Lo miró y sonrió, realmente era un hombre muy, muy apuesto. Cualquier mujer estaría orgullosa de que lo vieran a su lado. Y estaba con ella ahora.
El vuelo resultó tranquilo. 
Una vez que llegaron a Punta del Este, los organizadores del evento habían previsto que un remise los esperara en el aeropuerto, el cual los llevó directo al hotel.
—Me sorprende a mi misma haberte dejado que organizaras todo y no preguntarte nada, —sonrió relajada dentro del taxi—. ¿Qué sorpresa me tienes?
—¿A qué te refieres, princesa?
—Mmmm, ¿reservaste una habitación para mí?
Él la miró con el ceño fruncido.
—En realidad, los organizadores del evento hicieron mi reserva, está cubierta por dos días, luego corre por nuestra cuenta. Y no, doctora, no reservé ninguna habitación extra. El congreso es en el mismo hotel, dudo que haya habitaciones disponibles. Pensé… creí que…
Ella rió a carcajadas.
—Relájese, doctor. Está bien… no esperaba dormir sola de todas formas.
—Me asustaste, Ceci —contestó riendo también.
El hotel Conrad era precioso y estaba a orillas del mar.
Sonrió cuando en la recepción los habían registrado como el doctor y la doctora Almirón.
—Adelante, señora Almirón —dijo Roberto sonriendo cuando el botones los guió hacia la habitación.
Mientras él le daba la propina al joven, ella avanzó hasta las puertas-ventanas y las abrió.
Suspiró largamente. Apoyó ambas manos en las barandas del balcón y rió.
—¡Roberto! Esto es increíble. Ven, mira la vista.
Avanzó hasta ella y se puso detrás, apoyando sus manos al lado de las de ella, besando su nuca. Miró el paisaje y dijo:
—Es hermoso. Me alegro que nos hayan dado una habitación con vista al mar.
Cecilia se dio la vuelta y subió ambas manos hasta su cuello.
—Gracias por esta excelente idea, Rob. Necesitaba estas vacaciones.
—De nada, mañana tendrás que arreglártelas sin mí, princesa. Tengo que estar todo el día en el congreso. Voy a dar una conferencia a la mañana y otra a la noche, pero quiero asistir a varias que me interesan.
—No te preocupes, iré a la playa a la mañana, luego almorzaré por ahí, hasta que se haga lo suficientemente tarde para volver a tirarme al sol y achicharrarme.
—No juegues con eso, no quiero tener a una enferma de insolación los siguientes días.
—Traje protector solar, y además, iré en los horarios permitidos, no te preocupes.
—Buena niña. ¿Qué hacemos ahora? —preguntó besándole el cuello.
—Lo que quieras —contestó, acariciándole la nuca.
—No me tientes, vampiresa. Sabes que si fuera por mí, te desnudaría ahora mismo y te haría el amor hasta morir en el intento —la apretó contra él y le hizo sentir la erección que crecía en su entrepierna—. Pero acordamos ir lentamente, ¿no?
—¿Lentamente? —ella rió a carcajadas—. Creo que ese dedo que se metió hace unos días entre mis piernas no pensó lo mismo que tú.
—Mmmm, que dedo atrevido —bajó las manos desde su cintura hasta sus nalgas y las acarició sobre la tela del pantalón—. Todavía conservo en mi memoria tu dulce sabor. No te imaginas cuánto deseo probarte con mis labios.
Ella se estremeció, él la sintió y sonrió.
—Me cuesta creer que no te guste el sexo cuando te convulsionas así con unas simples palabras, princesa.
—No dejaste que termine la explicación, Rob.
—Cuéntame, me interesa mucho saber.
—Me encantan los juegos previos, los disfruto y participo activamente… pero cuando llega el momento, ya sabes…
—…de la penetración —terminó él.
—Sí. Bueno… no me gusta mucho esa parte.
Él no dijo nada durante unos segundos.
—No quiero ponerme a analizarte, no es mi rubro y me imagino que tú ya lo habrás hecho, pero se me ocurre, conociendo tu faceta feminista, que quizás tenga algo que ver con el hecho de que crees que el hombre toma el control total en ese momento y te sientes sometida… ¿puede ser?
—No lo sé, Rob, y te diré que es bastante difícil analizarse a uno mismo.
—Un gran porcentaje del acto en sí mismo es mental, ¿sabías, no? Si tu subconsciente se niega a sentir placer en ese momento, ni el más diestro de los amantes conseguirá provocarte un orgasmo.
—No creo haber tenido amantes tan diestros, ni siquiera fueron muchos. ¡Ay, Rob! Me da vergüenza, pensarás que soy un desastre.
—Pienso que eres adorable, y no te preocupes. Trata de no pensar es eso cuando estemos juntos, mientras más equipaje traigas a nuestra cama será más difícil disfrutarlo, princesa. Solo relájate.
—Trataré de hacerlo.
—Bien, después de esta conversación creo que necesito una ducha fría y salir a tomar aire, a menos que quieras que olvidemos nuestro acuerdo y pasemos a la acción inmediata.
Ella se separó riendo y corrió hacia adentro.
—¡Yo primeraaa! —gritó entrando al baño.
Cuando Cecilia terminó de bañarse y salió envuelta en el albornoz de toalla del hotel, lo encontró acomodando su ropa… ¡en boxer! Se quedó mirándolo con la boca abierta. Recordaba haberlo visto cientos de veces en malla de baño cuando eran adolescentes, pero no así, tan fuerte y macizo, aunque sin un gramo de grasa en su esculpido cuerpo. Tampoco recordaba el suave vello que cubría su cuerpo, que se hacía más espeso en su pecho. Era perfecto.
Él la pilló mirándolo embobada y sonrió.
—¿Descubriste algún nuevo planeta, princesa? —preguntó sin sentirse cohibido por su semi-desnudez.
—Eh… yo, yo no te recordaba así.
—¿Así, cómo? —Se acercó y ella reculó por instinto.
—Tan… masculino.
—Ya no soy un adolescente, Ceci —contestó sonriendo. Le dio un ligero beso y entró al baño…
Ella suspiró y se dispuso a vestirse.
El resto de la tarde y la noche la pasaron recorriendo el exclusivo balneario. Punta del Este no era una ciudad muy grande, y el centro de todo lo componía solo una calle de unas cuantas cuadras llamada Gorlero, donde se concentraban todas las actividades gastronómicas y las tiendas de compras.
El resto era muy residencial, con pintorescas casa de colores llamativos, hoteles y edificios de departamentos. Roberto alquiló un vehículo para que pudieran movilizarse toda la semana, porque según le explicó, las distancias entre las diferentes playas eran largas.
—¿Dónde queda nuestro hotel exactamente? —preguntó Cecilia cuando estaban caminando por la pintoresca calle Gorlero.
—En la zona de las playas mansas. Del otro lado de la península están las playas bravas. Te llevaré a conocerlas durante la semana.
Iban caminando de la mano, conversando y riendo, como si fueran una pareja normal de vacaciones. Cuando estaba oscureciendo, se sentaron en la terraza de un restaurante a cenar.
La conversación era fluida, Cecilia estaba maravillada por lo bien que se llevaban, como si el tiempo no hubiera pasado. Sentía entre ellos la misma conexión que tenían cuando adolescentes, la misma comunión de espíritus que compartieron siempre.
A él le ocurría lo mismo, aunque ninguno de ellos habló al respecto. No era necesario, el ambiente de alegría y camaradería lo decía todo.
Aunque había una ligera diferencia: ninguno de los dos trataba de esconder la atracción física que sentían. Se tocaban constantemente, caminaban tomados de la mano o abrazados, se daban pequeños besos de vez en cuando, sin motivo alguno, solo por la necesidad que tenían de tocarse.
—Tienes salsa ahí, princesa —dijo Roberto señalando la comisura de sus labios.
—¿Dónde? —Se pasó la lengua y el miembro de Roberto se tensó—. ¿Aquí?
—No. —Él se acercó y lamió la salsa de sus labios—. Ya está, qué delicia —dijo sonriendo y apretándola contra él.
Ella sonrió y abrió sus labios para que siguiera besándola, pasando la mano por su nuca y metiendo los dedos entre sus cabellos.
—¿Doctor Almirón? —Un hombre los interrumpió.
Roberto soltó suavemente a Cecilia, y todavía aturdido, saludó al recién llegado.
—¡Doctor Goldberg! Que sorpresa encontrarlo esta noche —le pasó la mano educadamente—. Pensé que lo vería recién mañana.
—En realidad llamé a su habitación esta tarde para invitarlo a cenar, pero ya había salido —dijo el pequeño pero robusto médico, que estaba acompañado por dos hombres y una mujer. —¿Interrumpimos?
—No, no… por favor, ¿quieren sentarse? —miró a Cecilia y dijo—: déjeme presentarle a la doctora Antúnez.
Se llevaron a cabo las presentaciones correspondientes, mientras acercaban más sillas. Los otros miembros del séquito resultaron ser también oradores del Congreso, invitados por el Dr. Goldberg, que era el organizador del evento.
—Dígame doctora Antúnez, ¿usted participará en el congreso también? —preguntó el Dr. Goldberg.
—No, yo en realidad soy psiquiatra, solo vine a acompañar a Roberto —contestó Cecilia—. Aunque me gustaría mucho asistir a su conferencia.
—Le dejaré una credencial en la recepción del hotel junto con los horarios de conferencias, doctora, con mucho gusto.
—Muchas gracias, doctor Goldberg. Y por favor, llámeme Cecilia, creo que este ambiente no da para tanta formalidad.
Todos estuvieron de acuerdo y aplaudieron la iniciativa, cada uno se presentó de nuevo con su nombre de pila y a partir de ahí se creó un ambiente más relajado. Cerca de medianoche, luego de varias botellas de vino y cervezas, ya nadie recordaba su título y reían a carcajadas de las ocurrencias de uno de los doctores más veteranos y sus divertidas anécdotas.
Nadie quería retirarse, aunque todos coincidieron que era prioritario hacerlo. Al día siguiente les esperaba actividades durante toda la mañana, tarde y noche.
—Creo que todos pensaron que éramos pareja, Rob —dijo Cecilia cuando llegaron al hotel y subían en el ascensor.
—Princesa, por ahora y hasta que demos por finalizada nuestra travesura, lo somos —la abrazó y se dirigieron hacia la habitación—. Algunos hasta pensaron que estábamos casados.
—Es una locura todo lo que estamos haciendo.
Ambos rieron a carcajadas y él la empujó suavemente dentro de la habitación.
—¿A quién le importa? A nadie más que a nosotros… —dijo Roberto, sacándose la camiseta que llevaba con naturalidad, como si desnudarse frente a ella fuera cosa de todos los días.
Cecilia no tenía ningún complejo en relación a su cuerpo, sabía que a los hombres les gustaba, que tenía todo en su lugar y bien formado, pero todavía no se atrevía a desvestirse frente a él, así que tomó su camisón y se metió al baño.
Cuando salió, él estaba tirado en la cama en boxer, manipulando el control de la televisión. La miró y silbó.
Cecilia se ruborizó y sonrió. Todos los camisones que había llevado estaban diseñados para la seducción. El que llevaba puesto era un camisolín de satén color melocotón con encaje al frente y unas cuantas finas tiritas que lo sostenían por sus hombros. Apenas le tapaba las bragas en juego y dejaba sus hermosas piernas al descubierto.
Se acercó a la cama rápidamente, se acostó y se tapó con las sábanas.
—Ce-Ceci… estás preciosa —dijo Roberto, casi tartamudeando—. Pero ¿por qué me haces esto hoy, princesa? Se suponía que iríamos despacio, ahora no podré mantener mis manos lejos de ti.
—Esto es lo más recatado que traje, Rob. Ya estoy tapada, olvídalo. Mira la tele.
—Como si pudiera —dijo levantándose. Se dirigió hasta el mini-bar, tomó una botellita de agua y la llevó hasta el balcón.
Cecilia lo miró y sonrió. La deseaba, se notaba que estaba tenso. Se tapó totalmente con la sábana y se acurrucó en la almohada de espaldas a él. Estaba tan cansada, que al rato se quedó dormida. Ni siquiera sintió cuando Roberto se acostó, todavía excitado al tenerla tan cerca y no permitirse tocarla todavía.


Al día siguiente cuando despertó, no lo encontró a su lado.
Se desperezó en la cama y se abrazó a si misma recordando las caricias de Roberto esa mañana temprano. No sabía en qué momento de la noche terminaron abrazados y enredados, no se entendía que pierna o brazo era de quién de lo juntos que estaban.
Roberto estaba duro como una piedra, y ella se apretó contra él, hundió su cara en su cuello y sintió su respiración caliente. Al cabo de un rato logró controlarse y disfrutar de su calidez, de tenerla abrazada tan íntimamente, de sentir sus senos apretados contra su pecho, con el ligero obstáculo que representaba la tela del camisón. 
Él bajó suavemente uno de los breteles y le dio ligeros besos al hombro y cuello, acariciando suavemente su estómago por arriba de la tela del camisón, y ella le correspondió de la misma forma, pasando las manos por su espalda, arañándolo suavemente.
Roberto encontró un espacio en el camisón para poder meter las manos y acariciar directamente la piel de su estómago, su cintura, sus caderas, lenta y suavemente, hasta llegar a sus nalgas.
—Tienes la piel como si fuera de seda —dijo en un susurro.
Luego encontró acceso en el escote abierto que el satén dejaba al descubierto y se apoderó de uno de sus senos. ¡Oh, Dios, que delicia! Cabía perfectamente en su mano, era suave y el pezón se sentía pequeño y excitado. Lo acarició con la punta de sus dedos, y ella gimió. Fue el sonido más hermoso que hubiera escuchado en su vida. Ella gemía por el placer que le daba. Sintió que iba a explotar. 
La caricia de Roberto en uno de sus senos estaba torturando a Cecilia, quien trató de corresponder tocándolo por cualquier lado que sus manos llegaran. Él presionó su erección contra sus partes íntimas y fue moviéndose lentamente, sin dejar de acariciarla en ningún momento, la mano que acariciaba su estómago fue bajando y subiendo lentamente, hasta solo bajar.
Cuando ella sintió que una de las manos de Roberto se dirigía directamente a su entrepierna, sonó el teléfono.
—¡Mierda! —despotricó Roberto, molesto.
Atendió, respondió con monosílabos y colgó, acostándose de espaldas en la cama, con una mano sobre sus ojos y la otra acomodando el bulto de su entrepierna.
—Era el servicio de despertador. Lo siento, princesa —dijo cuando estuvo más calmado.
—Lo entiendo, no te preocupes —contestó suspirando—. ¿A qué hora es tu conferencia?
—A las once —contestó levantándose y metiéndose al cuarto de baño.
Luego ya no sintió nada más, porque volvió a quedarse dormida.
Tenía casi un par de horas para tomar sol antes de la conferencia de Roberto. Se puso un biquini, una salida de baño y se dirigió caminando hasta la playa, dejando la llave del hotel en la recepción.
El mar estaba calmo en esa zona, así como Roberto le había dicho. No había mucha gente todavía, debido a la hora, pero el sol estaba radiante.
Se aplicó protector por todo el cuerpo y se recostó en la esterilla que había llevado, relajándose escuchando suavemente con los auriculares la música que había cargado en su I-pod.
Media hora antes de la conferencia, fue de nuevo hasta la habitación, se bañó, se puso un conjunto de pantalón y camisa de seda azul y bajó a escuchar a Roberto.
Estaban anunciándolo cuando llegó.
Se ubicó lo más cerca que le permitió la cantidad enorme de público que había.
Roberto era un orador magnífico.
Enseguida captó la atención del público, si bien la conferencia estaba dirigida a profesionales de ese rubro, y era muy técnica, ella captó la mayoría de lo que estaba hablando. De algo tenía que servirle los años de estudios de medicina que la carrera de psiquiatría exigía.
Habló sobre los avances de la cirugía en el campo de las operaciones realizadas con aparatos de rayos láser. Cecilia se enteró que Roberto había estado haciendo un máster en Washington D.C. sobre una nueva técnica quirúrgica que podría mejorar los resultados actuales de la cirugía moderna, además de ahorrar millones de dólares cada año en costes médicos.
—Este avance en la cirugía ha sido aplicado por primera vez en Wake Forest University Baptist Medical Center en Winston-Salem, Carolina del Norte —decía Roberto con voz ronca y modos seguros—. A través del uso de esta nueva tecnología se ha logrado realizar extirpaciones en la tráquea de un paciente. La nueva técnica permite que el cirujano practique la operación en su propia consulta, estando el paciente despierto y, al finalizar la cirugía, puede regresar a casa…
Acompañaba su exposición con imágenes relativas a la técnica quirúrgica, sincronizadas a la perfección con su disertación.
Cuarenta y cinco minutos después, toda la sala se puso de pie y aplaudió su conferencia. Se despidió educadamente y bajó a conversar con quienes quisieran hablar con él.
El doctor Goldberg subió al estrado e invitó a todos a pasar al comedor donde había bocaditos y bebidas para los participantes del congreso.
Se acercó para felicitarlo, pero le tomó cerca de diez minutos llegar hasta Roberto, cuando él la vio, la tomó de la mano y la acercó, pasándole un brazo por el hombro.
—Felicitaciones, doctor Almirón. Su conferencia estuvo magistral —le dijo Cecilia al oído.
—Gracias, princesa —contestó Roberto, pero siguió conversando con los interesados en el tema, manteniéndola en todo momento muy cerca de él.
Cuando pudieron, se escabulleron hasta el comedor a almorzar.
Él estaba espléndido, perfectamente trajeado y con corbata, como correspondía. Pero Cecilia lo único que podía ver en su imaginación eran los esculpidos músculos que el traje cubría. ¡Santo Cielos! Pensó, ¿Qué me pasa? Nunca antes se había sentido tan liberada y sexual. Le encantaba sentir los brazos de Roberto a su alrededor, protectores, como marcando su territorio.
—¿Te pasa algo, princesa? —preguntó Roberto—. Te ves acalorada.
—Eh…no. Debe ser el sol que tomé esta mañana.
—Qué envidia. Tú tirada al sol como un cangrejo y yo metido aquí, sofocándome. Ya puedo notar en tus mejillas un ligero bronceado. Estás preciosa.
—Gracias. Mañana podremos achicharrarnos al sol juntos, no te preocupes.
—Cariño —le dijo al oído—, no esperaré tanto, ésta noche prometo calcinarte yo mismo.
En eso llegó en doctor Goldberg, saludó a Cecilia con sinceras muestras de aprecio y felicitó a Roberto por la exposición. Ella sonrió y lo miró embelesada, sintiéndose satisfecha de ser la mujer que estaba a su lado en ese momento. Estaba eufórica y orgullosa de ver que el éxito de su… ¿Cómo llamarlo? ¿Amigo, amigovio, amante en ciernes? 
Cada vez estaba más confundida sobre la nueva situación creada entre ellos.
Luego del descanso que supuso el almuerzo, las conferencias empezaron de nuevo a media tarde. Cecilia se despidió prometiendo esperarlo esa noche cuando terminara el congreso.
La conferencia que daría esta noche era una repetición de la de ésta mañana, como había varias salas y diversos temas, todos los oradores repetían su disertación para que todos pudieran participar.
Cecilia fue directo a la habitación, descansó un rato y a las cuatro de la tarde volvió a la playa a tomar sol. Por suerte se bronceaba fácilmente y su piel, a pesar de ser bastante clara, no era muy delicada.
Cuando volvió a la habitación eran cerca de las ocho de la noche, se bañó, se vistió, tomó las llaves del vehículo alquilado que Roberto le había dejado y fue de nuevo hasta la calle Gorlero a cenar, que era el único lugar que conocía hasta ahora.
La sorprendió encontrar todas las tiendas abiertas a pesar del horario, pero entendió que debía ser el momento de mayor venta, ya que los turistas volvían de la playa. Se entretuvo mirando las vidrieras y comprando algunos recuerdos. 
No volvió al hotel hasta cerca de las once de la noche.
Tenía un mensaje de Roberto en la recepción. El doctor Goldberg los había invitado a cenar a todos los oradores, le dejaba el nombre del restaurante y la dirección, pero Cecilia estaba sumamente cansada y ya era tarde, así que decidió quedarse en el hotel.
Se cambió y se acostó. Prendió el televisor y se quedó dormida antes de poder ver el final de la película que había empezado.

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