Sylvia estuvo especialmente parlanchina durante las tres horas de viaje hasta la pequeña ciudad donde vivían sus padres. Darío y ella se pasaron hablando durante casi todo el trayecto, mientras Cecilia los escuchaba, asentía o hacía una escueta observación de vez en cuando, cambiando la música de la radio constantemente.
No entendía muy bien su estado de ánimo. Estaba ansiosa, nerviosa, sobre todo por el encuentro con Roberto. Tenía muchas ganas de volver a verlo, esta vez se tomaría más tiempo para conversar con él. Darío lo entendería, hablaron al respecto. Recordaba lo bien que se llevaban cuando eran adolescentes, lo dulce que él siempre fue con ella, la protegía como si fuera un hermano más.
Cecilia no necesitaba esa protección, ya tenía hermanos de sobra, –tres en total, todos mayores que ella–, pero siempre se sintió muy segura a su lado. Y cuando fue a estudiar a la capital se sintió perdida y desolada. Siempre había sido una joven muy popular, no le faltó atención masculina en ningún momento, pero Roberto siempre fue especial para ella.
Necesitaba averiguar todo sobre él. Desde que Ramiro le había contado sobre la fiesta de graduación diez días atrás, una idea fija rondaba por su mente. Ya había llegado la hora de borrar un punto más de la lista que había elaborado a los quince años. Fue cumpliéndolos todos hasta ahora, pero faltaba uno de los más importantes.
Darío la sacudió.
—¡Cielo! Ya llegamos… ¿en qué parte de la estratosfera estás?
—Oh, lo siento… estaba pensando en otra cosa.
—Ya nos dimos cuenta —dijo Sylvia riendo.
Llegaron casi al mediodía del sábado. La casa de los padres de Sylvia estaba ubicada enfrente de los de Cecilia. Se despidieron brevemente prometiendo encontrarse más tarde para acudir a la peluquería juntas.
Eulalia y Carlos Antúnez recibieron a su hija y su invitado con auténticas muestras de cariño, así como Ramiro y Lourdes, que habían llegado el día anterior a la noche. Todo era júbilo y alegría en la casa. Cecilia le presentó a Darío a sus padres, quienes amablemente le hicieron sentir como parte de la familia.
Les estaban esperando para almorzar. Hicieron una barbacoa en el quincho ubicado en el patio, frente a la piscina, y estuvieron hasta cerca de las tres de la tarde conversando, contándose las últimas novedades, entre bromas y risas.
Cecilia estaba ayudando a su madre en la cocina con el postre, cuando ella le preguntó:
—Ceci, esto es un poco incómodo para mí, pero… eh, quisiera saber… ese joven, Darío, ¿dónde va a dormir?
—Donde tú quieras ubicarlo, mamá —Cecilia sonrió interiormente, no estaba ayudando mucho a su madre, lo sabía.
—Habitaciones es lo que sobra en esta casa, querida. Ustedes… no sé, ¿quieren estar juntos?
—Si eso va a hacerles sentir incómodos no es necesario, mamá.
—¿Hace mucho que están juntos? No nos cuentas mucho sobre tu vida privada, me gustaría saber.
—Casi un año —contestó en forma escueta.
—¿La relación es seria?
Cecilia miró a su madre y suspiró. Ni ella misma estaba segura.
—No lo sé… yo, tú sabes, no pienso mucho en eso.
—Ay, Ceci ¿cuándo llegará el día en el que sientes cabeza, te enamores y me des muchos nietos?
—No es necesario que me case para darte un nieto, mamá. Ya sabes lo que pienso al respecto.
—Mmmm, esa idea loca que se te metió en la cabeza de niña. ¿Todavía piensas igual?
—Más que nunca, mamá. Luego de conocer a tantos hombres, todos cortados por la misma tijera, mi idea incluso me parece más acertada ahora que antes.
—Yo esperaba que cambiaras de parecer.
Cecilia abrazó a su madre.
—Yo estoy bien, mamá. No necesito un hombre para sentirme realizada. No te preocupes por mí, sé cuidarme sola. Y sobre Darío, prefiero que lo instales en la habitación de Andrés o Camilo, así papá no se enoja. Sé que le va a resultar incómodo si lo pones en mi habitación.
—S-sí, creo que es lo mejor.
Al terminar el almuerzo, los varones decidieron ir a descansar, mientras las mujeres iban a la peluquería. Ramiro se encargó de indicarle a Darío cual iba a ser su habitación.
A Cecilia le hicieron un complicado recogido que dejaba su espalda al descubierto, con algunas ondas que colgaban a los costados de su rostro. Era ideal para su vestido, que tenía unas finas cadenas en la espalda descubierta. La maquillaron en forma muy natural, como a ella le gustaba.
Llegaron al club social donde se celebraba el baile en dos vehículos. Los organizadores se habían esmerado, el salón estaba perfectamente decorado. Había metros y metros de tela en el techo y las paredes, globos por doquier, y elegantes centros de mesa, todo en tonos rojo, blanco y detalles dorados.
La orquesta ya estaba tocando las primeras canciones cuando los ubicaron en una mesa con ocho lugares designada para su familia. Sylvia había ido sola, por lo tanto estaban entre siete personas. ¿A quién habrán designado el otro lugar? Se preguntó Cecilia.
Miró el nombre en la tarjeta y sonrió: Dr. Roberto Almirón.
Iba a estar solo. ¡Maldición! ¿Para qué había invitado a Darío? Lo miró e hizo una mueca asemejando a una sonrisa. Él no le correspondió. Estaba serio, parecía incluso molesto.
En ese momento no podía preocuparse por él, los antiguos conocidos empezaron a acercarse y durante la siguiente hora no pararon de saludar y ponerse al día con sus amigos de la infancia.
Cuando Cecilia estaba a punto de sentarse al lado de un taciturno Darío que bebía más de la cuenta, vio una alta e imponente figura acercarse a la mesa con la gracia de un felino al caminar. Él la miraba fijamente y sonreía. Ella abrió los ojos como platos y sonrió también. Tenía ganas de correr a su encuentro y tirársele al cuello, pero se contuvo, ya no era una adolescente.
Roberto se acercó y cuando estaba a dos metros de ella extendió los brazos invitándola. Cecilia no lo dudó un instante y se acercó suavemente, posando sus manos sobre las de él.
—Cecilia Antúnez —dijo con voz ronca de la emoción—. Estás preciosa, princesa.
Todo alrededor se esfumó al escuchar su voz. Él la acercó a su cuerpo y la abrazó muy fuerte. Se miraron y sonrieron como tontos.
—Ay, Rob… es un placer verte después de tanto tiempo —dijo emocionada.
Pero en ese momento Ramiro y Sylvia, que estaban conversando con otras personas, se dieron cuenta de su presencia y todo se convirtió en un caos. Saludos, abrazos y besos a granel. Cecilia aprovechó para presentarle a Darío. Aunque ambos se saludaron educadamente, no se prestaron mucha atención.
Recién al cabo de otra media hora pudieron sentarse a la mesa con tranquilidad, disfrutando de la espléndida cena. Conversaron, rieron y recordaron un montón de anécdotas de cuando eran niños y adolescentes.
Roberto, que estaba casi frente a ella, no dejaba de mirarla y sonreírle. Ella se sentía un poco incómoda con Darío al lado. Se notaba que él no estaba a gusto, y que se sentía fuera de lugar en ese grupo que compartían tantas anécdotas de la adolescencia.
Luego de la cena, las luces se volvieron más tenues y la música más fuerte. El baile había comenzado. La gran bola de espejos que colgaba del centro de la pista empezó a esparcir luces de colores por todo el salón.
Los homenajeados iban a iniciar el baile.
—Darío, si no te molesta, quisiera invitar a Ceci a que inicie el baile conmigo —solicitó Roberto educadamente.
—Eh… claro, por supuesto —respondió, aunque no le hizo gracia.
Ramiro, con la venia de su esposa, inició el baile con Sylvia.
Luego de unas cuantas vueltas a la pista, riendo, Cecilia dijo:
—No puedo creer que hayan pasado ya quince años, Rob.
—Parece que fue ayer, ¿no? Te dije que el tiempo iba a pasar en un abrir y cerrar de ojos, ¿recuerdas?
—Sí, tenías razón.
Roberto le hizo girar una vuelta sobre su eje y la aprisionó de nuevo en sus brazos.
—Esperaba que vinieras sola esta noche —dijo en su oído—. Tenía ganas de tenerte solo para mí, como en los viejos tiempos.
—Si me hubieras llamado, quizás lo hubiera hecho.
—Hace tanto que no nos vemos, que me pareció fuera de lugar hacerlo. Es una pena que hayamos perdido el contacto, princesa. La última vez que te vi, también estabas acompañada. Creo que sigues tan solicitada como siempre.
—Yo también te vi con una rubia despampanante cenando en un restaurante, hará unos cuatro o cinco años, muy acaramelados.
Él rió a carcajadas.
—¡Solo Dios sabe quién habrá sido!
—¿Ni siquiera recuerdas tus citas? Eso es grave, doctor —dijo sonriendo.
—Me estoy volviendo viejo, tengo demencia senil.
—Lo que tienes es memoria selectiva. Estás espléndido, Rob, no digas tonterías. Me sorprende que ninguna mujer te haya atrapado todavía.
—¿Qué me dices de ti? Pensé que a esta altura estarías casada con un par de críos a tu alrededor.
Ella rió a carcajadas.
—¿De verdad? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Aún conociendo lo que pienso sobre el matrimonio?
—Creí que cambiarías de opinión.
—Pues no, sigo fiel a mis creencias.
Ambos rieron y siguieron bailando un par de piezas más, conversando en ocasiones.
El resto de la noche Cecilia se lo pasó de brazo en brazo en la pista de baile, hasta que exhausta y sonriente, se sentó a la mesa. No vio a Roberto, miró hacia todos lados y no lo encontró.
Darío le hizo una seña y le pidió que fueran al patio a tomar un poco de aire.
—¿Qué te pasa Darío? —preguntó ella cuando estuvieron afuera—. Toda la noche estuviste con cara de pocos amigos.
La galería que daba al patio estaba tenuemente iluminada, y muchas parejas y amigos estaban fuera fumando o conversando. Darío, que tenía un vaso de whisky en sus manos, prendió un cigarrillo y le recriminó:
—Me sorprende que te hayas dado cuenta, no me prestaste la más mínima atención.
—Esta es una ocasión muy especial para mí, me encontré con amigos que no veía hace muchísimo tiempo, tú sabías que esto iba a ocurrir. No lo arruines, por favor.
—Siempre pensando solo en ti, Ceci.
—¿Pensando solo en mi? —repitió ella, con el ceño fruncido.
—Sí, siempre se hace lo que tú quieres, como quieres, cuando quieres. ¿No te has dado cuenta?
—Esa acusación está totalmente fuera de lugar, Darío.
—Tenemos una relación desde hace casi un año, pero me has mandado a la habitación de tu hermano. ¿Ni siquiera eres capaz de asumir lo que tenemos ante tus padres?
—Mis padres no son precisamente muy abiertos de mente, Darío. Te traje conmigo hasta aquí ¿no es eso suficiente para ti?
—No, no es suficiente. Dime Cecilia —dijo agarrándola de los brazos y acercándola a él—. ¿Qué es exactamente lo que esperas de mí? Porque yo me veo haciendo el papel de idiota.
—¿Acaso es inseguridad lo que detecto en tu voz?
Cecilia percibió un fuerte olor a alcohol en su aliento cuando él se acercó ¿Estaría borracho? Se preguntó.
—No me analice, doctora Antúnez —Ella trató de zafarse—. No soy tu paciente ¡odio cuando haces eso!
—Parece que esta noche odias muchas cosas de mí —Seguía intentando soltarse pero él la mantenía aprisionada contra la columna de la galería. Las cadenitas de su espalda le estaban haciendo daño—. Esta soy yo, Darío, si no te gusta, puedes irte, nadie te detiene a mi lado.
—Siempre fría y calculadora ¿no?
—Demasiadas reclamaciones para una noche… creo que volveré a la fiesta. Tú puedes hacer lo que quieras —dijo usando sus manos para empujarlo suavemente.
—¿Vas a volver a los brazos de todos los hombres del salón? —preguntó estirándola del brazo.
—¡Suéltame, Darío! —ordenó, intentando zafarse, sin lograrlo—. Creo que estás borracho.
Roberto, que estaba en la galería conversando con unos amigos, vio el forcejeo de Cecilia y se acercó preocupado.
—¿Necesitas ayuda, princesa? —preguntó.
—¡Vete, esto no te importa! Es entre ella y yo —dijo Darío enojado—. Y te sugiero que no llames a mi novia de esa forma, ella no es nada tuyo, menos tu princesa.
—No necesito nada, Rob, gracias —Llevó a Darío hacia un costado y le dijo bajando la voz—: Por favor… cálmate, estás haciendo una escena frente a todos.
—Vamos de aquí, Cecilia —ordenó arrastrándola lejos de allí.
Ella forcejeó y se alejó de él.
—No me voy a ningún lado —lo desafió—. ¿Quién te crees para ordenarme que haga algo? Esta es una noche especial para mí y la arruinas con tus recriminaciones. Eres muy desconsiderado.
—Si no vienes conmigo, Ceci… todo termina esta noche entre nosotros. Estoy cansado de hacer siempre lo que tú quieres.
—Nunca te obligué a nada, no sé de qué hablas. Y no voy a ningún lado.
—¿Es tu última palabra?
—Lo es.
Si las miradas mataran, ella estaría fulminada.
Darío dio media vuelta y se alejó.
¿Sería ella realmente tan egoísta y controladora como él la veía?
Negó con la cabeza en silencio. Sentía remordimientos por haberlo llevado hasta allí y dejado prácticamente solo toda la noche. Esa relación no estaba funcionando, ella lo sabía, sería mejor terminarla en buenos términos. Lo siguió.
Cecilia estaba exhausta.
Al final se había despedido de todos y por consideración a Darío lo había acompañado de vuelta a la casa a medianoche, y habían discutido durante más de una hora.
Él estaba durmiendo en la habitación que ocupaba su hermano mayor de niño, y se iba a la mañana siguiente bien temprano. Todo había terminado entre ellos, y no en muy buenos términos.
Cecilia sabía que eso era lo mejor, la relación no funcionaba. No estaba enamorada de él y nunca lo estaría. Las acusaciones que le hizo esa noche fueron tremendas. ¿Sería ella como él la pintaba?
Suspiró y subió al alfeizar de la ventana, observando el cielo oscuro moteado de estrellas. Abrazó sus piernas y se acurrucó contra sus rodillas, pensando.
Fue así como la vio Roberto cuando dejó a Sylvia en la puerta de su casa pasadas las dos de la mañana. La ventana de su habitación daba hacia la calle. Él recordó las veces que trepó ese árbol para sentarse en el tejado junto a ella y conversar hasta altas horas de la noche.
Puedo hacerlo, no estoy tan viejo, pensó.
Se quitó la chaqueta, la corbata y se dispuso a subir.
Cecilia pegó un grito ahogado cuando sintió ruidos que provenían del árbol y una sombra que subía el tejado hasta su ventana.
Déjà vu.
Eso fue lo que sintió cuando vio la ágil figura de Roberto acercándose hasta su ventana, como si aún fuera ese adolescente alegre y sin preocupaciones.
Sonrió y lo esperó pacientemente.
—Hola princesa, ven aquí. —Extendió su mano para ayudarla a salir al tejado de pizarra.
Cecilia miró su vestimenta. Una camisilla y un short de algodón, estaba bien cubierta.
—Estás loco, Rob —dijo riendo—. Ya no tienes dieciocho años, ¿cómo se te ocurre subir hasta aquí? Podrías romperte el cuello.
—Eso solo puede decirlo una anciana de treinta años. Hice esto miles de veces hace quince años o más y nunca te preocupaste.
—La inconsciencia de la juventud —respondió, acomodándose a su lado.
Él le pasó un brazo por el hombro y la acurrucó a su lado. No pudo dejar de observar sus largas piernas desnudas y la sombra de sus pezones que se podían ver a través de la camisilla que llevaba puesta. Su miembro se tensó. Miró hacia el cielo y pensó en otra cosa.
—¿Estás bien? —preguntó preocupado.
—Mmm, si —contestó suspirando—. Qué bien se siente esto, es como si fuera una niña otra vez.
—Parece que no hubiera pasado el tiempo, ¿no?
—No realmente, pero es una sensación maravillosa.
—¿Cómo te fue con tu prometido? ¿Solucionaron las cosas?
—N-no. Pero está todo bien para mí. No era mi prometido, solo teníamos una relación que ya no daba para más.
—Lo siento, princesa.
—No te preocupes, no hay daño permanente, no estoy enamorada de él. Creo que se ha llevado la peor parte. Soy una mujer espantosa, Rob. En la mayoría de mis relaciones siempre hago mucho daño a la otra persona. Creo que mi sufrimiento se debe más a la preocupación por el dolor que les causo que al rompimiento en sí.
—Eras una jovencita maravillosa, Ceci… y estoy seguro que te has convertido en una gran mujer, de pies a cabeza. No te culpes, no puedes hacer nacer el amor donde no lo hay.
—Debí haber roto con él hace mucho tiempo.
—Elimina el "Debí haber hecho algo" de tu vocabulario, princesa, no sirve para nada. Lo hecho, hecho está. Mira para adelante… y a otra cosa. Me imagino que cometiste errores, probablemente muchos, es normal, pero él también debió cometer algunos, estoy seguro. Una relación es de a dos, ambos son responsables de lo bueno y lo malo, no te eches toda la culpa a ti.
—Se supone que yo soy la terapeuta, ¿me está dando consejos, doctor Almirón?
—Estoy tratando de ayudar a mi amiga en un momento difícil de su vida, nada más.
El corazón de Cecilia empezó a latir rápidamente. Sin saberlo, él le había dado pie para tratar el tema que llevaba días rondando por su cabeza y años gestándose en su interior.
—Mmmm —suspiró y se apretó más a él—. Hay algo que podrías hacer para ayudarme.
—Dime —le dio un suave beso en la frente, mirándola desconfiado, sentía que algo estaba tramando—. Si está dentro de mis posibilidades, lo haré.
Ella levantó la cara y lo miró a los ojos, seriamente.
—Cumple la promesa que me hiciste, Rob.
Continuará...
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